A mediados de 1948, el joven Estado de Israel protagonizó desesperados combates en todos los frentes. Su arsenal era precario: rifles, granadas y bombas molotov que apenas alcanzaban para la mitad de las fuerzas movilizadas. El primer ministro Ben Gurión impartió, en estas angustiosas circunstancias, la orden de conseguir armas a cualquier costo, sin reparar en su origen o calidad. Así llegaron al país más de cinco mil pistolas suministradas por la mafia italiana de Nueva York y un cañón mexicano, mudo desde la Revolución de 1910. En este agobiante escenario apareció sorpresivamente, en la costa de Tel Aviv, una nave colmada de inmigrantes sobrevivientes de los campos de concentración, y equipo bélico. El Altalena había sido despachado desde Europa por los grupos terroristas judíos comandados por Menajem Beguin. Ben Gurión exigió de inmediato la entrega de la nave y su valioso cargamento. Un gobierno democráticamente constituido —dijo— no puede tolerar bandas armadas leales a intereses sectoriales y partidarios que amenazan la unidad nacional apenas obtenida. El reclamo del Primer Ministro fue ignorado una y otra vez, de modo que ordenó sin titubeo el hundimiento del Altalena después de la debida advertencia a su tripulación. La preciosa carga y ocho inmigrantes que desoyeron la advertencia se precipitaron al fondo del mar. Este acto se convirtió en una metáfora aleccionadora en la narrativa sionista. Hoy, la memoria colectiva israelí la justifica y predica sin reservas.
El repliegue de Gaza ordenado por Ariel Sharón se apega fielmente a esta metáfora. Se trata de una decisión tan dolorosa como indispensable, que merece un apunte. Referiré tres aspectos de esta compleja realidad.
I
¿Qué impulsó al primer ministro Sharón a concebir y a poner en marcha, sin consultar al ejército israelí y a su partido Likud, la evacuación de veintiún colonias judías con sus ocho mil habitantes, instalados en un tercio de la superficie de Gaza? Hay dos teorías. La primera, de orden diacrónico y psicohistórico, dice que el trayecto personal de Sharón revelaría un irrefrenable espíritu autodestructivo. Todos sus actos y empresas, desde la gestación y liderazgo de aguerridas unidades de paracaidistas, hasta sus intervenciones en las guerras del Sinaí (1957), de Los Seis Días (1967), del Yom Kipur (1973) y del Líbano (1982), presentan un rasgo común: el fracaso o la deserción por propia iniciativa —estilo que sigue repitiéndose en su trayecto político e ideológico, y con singular fuerza en el impulso a la colonización masiva de las tierras conquistadas, y en el enclaustramiento deliberado de los palestinos en angostos y asfixiantes espacios… para luego ordenar la expulsión y dispersión israelí. Fue “héroe” y “Siervo de Dios” en aquella coyuntura, y en la actual, “blasfemo y traidor”. Un “judío ejemplar” ayer; hoy un “irreverente y destructivo converso”.
La segunda teoría es sincrónica: hace hincapié en su lúcida flexibilidad como estadista, al aceptar serenamente que amplias porciones de las tierras arrebatadas a los palestinos constituyen, por su inamovible masa poblacional, una amenaza a la identidad judía y democrática de Israel; que no hay manera de conciliar, en la perspectiva sionista, la geografía palestina con la demografía judía; que, sin un repliegue selectivo de estas tierras, la comunidad internacional impondrá un Estado binacional que desdibujará inexorablemente los rasgos judíos de la emergente entidad. Por estos cálculos, Sharón ordenó la retirada de Gaza sin titubeo. Un acto equivalente al de Ben Gurión en el ingrato affaire del Altalena.
¿Qué ocurrirá después de la retirada? Por un lado, elecciones anticipadas en los meses iniciales del año entrante, por el otro: dos escenarios posibles. El primero: la victoria de Sharón en las urnas merced al apoyo de una franja de su partido Likud, en alianza con el laborismo encabezado por Simón Peres y agrupaciones de la izquierda israelí. El segundo: el renovado ascenso de Benjamín Netaniahu, respaldado por una derecha nacionalista y clerical.
En el primer escenario, Sharón continuará con repliegues selectivos en la franja occidental y el consiguiente traslado de sesenta mil colonos a tierras palestinas densamente pobladas por judíos con el apoyo de Washington y, tal vez, de Europa. Si se configura el segundo, la colonización de toda la franja occidental proseguirá con renovados impulsos mesiánicos —intenciones que traerán consigo la perspectiva (ampliamente apetecida por una radical y politizada teología) de una guerra total que obligue a los palestinos, como en la catástrofe que padecieron en 1948, a marcharse a los países vecinos.
II
La evacuación de Gaza arrastra consecuencias también para los religiosos sionistas. En vano habrían invocado a Dios y a los cielos para evitarla; inútilmente deslegitimaron la democracia israelí por haberla impuesto, y con descaro tildaron a Sharón y a las fuerzas armadas israelíes de ser copias oscuras del nazismo. En los próximos días y meses serán aquejados por una severa crisis: ¿Por qué Dios desoyó el llamado de sus fieles? ¿Deben conservar su lealtad a un Estado que profanó sus creencias o ignorarlo? ¿A quién deben culpar por el engaño y la traición que han sufrido?
Conjeturo que el sionismo religioso no recuperará, en el mediano plazo, su equilibrio. Sus partidarios deberán escoger una de tres opciones. La primera: la resuelta adhesión a la teología ortodoxa judía, que desprecia el Estado por constituir una transitoria e imperfecta creación humana, y el cultivo del aislamiento ecológico, cultural y jurídico a semejanza de los judíos ortodoxos en Jerusalén y Bnei Brak. La segunda opción: plegarse a las fuerzas radicales kahanistas, que reclaman la Tierra de Israel en términos violentos y mesiánicos, postulando que los “otros judíos” —empezando por Sharón—, que llegaron a serlo “por accidente genético”, son en rigor prescindibles y, peor aún, representan a los odiosos descendientes de Amalek, “a quien es loable matar”. Y la última: decepcionado por la sordera de Dios y por los desencaminados consejos de los rabinos, el sionismo religioso comenzaría a explorar modalidades flexibles y tolerantes en la teología y en el quehacer cotidiano, aproximándose así a las formas hegemónicas del judaísmo estadounidense. En cualquier caso, la retirada de Gaza implicará, para esta corriente, un retiro para meditar y reformar lo que consideraban creíble y practicable al calor de un Mesías que se demora.
III
La desocupación de Gaza es también un reto formidable para la frágil Autoridad Palestina, presidida por Mahmud Abbas. ¿Quién dominará esta franja mediterránea y cómo proseguirá el empeño en favor de un Estado palestino? El fundamentalismo islámico representado por Hammas no esconde sus intenciones: las acciones terroristas contra los judíos deben continuar, a fin de obligarlos a evacuar todos los territorios ocupados y así desmantelar a Israel, en tanto configuración extraña en Medio Oriente, cuando madure el momento. Por lo tanto, Gaza debe quedar bajo el control de Hammas. Y si la Autoridad Palestina lo objeta, hay que disolverla. Mahmud Abbas rechaza esta postura con excelentes razones: sólo acciones moderadas conducirán a construir el Estado palestino y, una vez creado, sólo entonces cabe reformular estrategias y tácticas. La beligerancia de Hammas favorece la intransigencia de los judíos, y reconfirma que Israel carece de un interlocutor válido para lograr algún entendimiento regional.
Así las cosas, anticipo que, concluida la evacuación, se desatará una lucha intestina entre los palestinos. Y en estas circunstancias, la Autoridad Nacional Palestina deberá mostrar que también ella es capaz de una decisión similar, en significado y amargura, al ingrato hundimiento del Altalena. –
es académico israelí. Su libro más reciente es M.S. Wionczek y el petróleo mexicano (El Colegio de México, 2018).