Entre el liberalismo y su expresión más clara, la democracia, que, supongo, es para Krauze el rostro civil y moderno del mejor profetismo judío y del mejor mesianismo cristiano, y la redención que, para el propio Krauze, expresa, en su “absolutismo político y su ortodoxia ideológica”, la distorsión profética y mesiánica, el autor de Siglo de caudillos opta, como siempre lo ha hecho, por la primera. Sin perder de vista la necesidad de una justicia social –de allí su interés por los redentores y por el diálogo con la izquierda–, Krauze opone a las propuestas totalizadoras de esos mismos redentores “la insípida, la fragmentaria, la gradualista pero necesaria democracia, que ha probado ser mucho más eficaz para enfrentar esos problemas”.
Desde un punto de vista teórico y ético es difícil no coincidir con Krauze. La ideología blanda del liberalismo que, a diferencia de las ideologías redentoristas que analiza en su libro, no tiene grandes verdades ni grandes revelaciones, ni tampoco promete grandes utopías ni cambios fundamentales, “es –como el propio Krauze lo dice en la citada entrevista con Conspiratio– más un método de vida que un gran diseño” político y social. Podría decirse que, amputado de su parte espiritual y teológica, el liberalismo de Krauze se parece más al mesianismo del Evangelio anunciado por los profetas que a sus interpretaciones redentoristas y clericales. Lo que, sin embargo, no parece mirar el autor de Biografías del poder, y por lo tanto nunca lo ha abordado en sus análisis, es que ese liberalismo, que se expresa a través del nosotros democrático, tiene un doble fondo que oculta una forma totalitaria disfrazada de libertad. En primer lugar, y como lo señala Fabrice Hadaj –ese filósofo de origen judío que lleva un nombre árabe y se confiesa católico–, la búsqueda de instalar al individuo dentro de un plan y un programa no son solo el fruto de los Estados totalitarios, sino también, y antes, el producto de la situación objetiva de la técnica y del mercado que están en el fondo de la sociedad liberal y que, bajo el peso de la producción, el consumo, la publicidad y la manipulación ideológica de la técnica, han ido destruyendo el esqueleto espiritual y moral del hombre. Nuestra era, bajo el liberalismo moderno, ya no es la de la cosificación del hombre del primer capitalismo, sino, dice Hadaj, la de “la pseudopersonificación [neoliberal] de las mercancías y sus sistemas técnicos que se convierten en nuestros modelos y matrices”. No hay que olvidar, por lo demás, que de la entraña del liberalismo o, mejor, de la búsqueda de justicia y libertad, que se paralizó bajo la cuchilla de la guillotina, surgieron, a partir de Hegel y de la idea del devenir histórico, las ideologías totalitarias, incluyendo la que hoy nos domina, la del mercado y su rostro más seductor por su ordenamiento y su poder: la técnica. En segundo lugar, Krauze, más allá de su profunda crítica a los redentoristas, no parece percibir algo que, en medio de las democracias y los Estados liberales, cuya fuerza radica en el monopolio legítimo de la violencia, comienza a aparecer por todo el mundo a partir de los zapatistas, del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, de los Indignados y de los Occupy: la decisión de no querer el poder.
Aunque es verdad que el poder político, particularmente en la democracia, emana de la gente, el poder que el Estado acumula a través de ella es un poder robado, no una simple acumulación de poder nacido de las urnas. En este sentido, la fuerza y la esencia negativa del Estado se encuentran en que en el fondo niegan lo que la democracia quiere decir, el poder del pueblo, el poder de la gente. Este “despoder”, ese poder negado en nombre de la libertad y del sufragio, tiene su correlato en la economía y los valores económicos, que los mismos Estados liberales protegen como una expresión de la libertad y de la democracia, y que Iván Illich y Jean Robert nombran el “desvalor”. Al igual que en la democracia hay un “despoder” robado por el Estado a la gente, en la economía moderna y sus producciones industriales y comerciales hay, dice Robert, una “parálisis de las capacidades autónomas de producción que los valores económicos están supliendo como las muletas suplen a las piernas”. Por ello, el desarrollo –esa terrible lógica de los Estados liberales que buscan a cualquier precio la inversión de grandes capitales para la producción de empleo– es el mayor enemigo de una verdadera democracia, en la medida en que destruye los tejidos sociales, paraliza las autonomías, genera un terrible desempleo, una profunda frustración, y fabrica, como lo vivimos hoy, un caldo de cultivo para la delincuencia. Esa realidad, dice Robert,
desmiente las pretensiones “democráticas” de todas las “alianzas para el progreso” (empezando por el TLC y la Comunidad Europea) y de todos los pseudodemocráticos planes del Banco Mundial. Bajo la sombra del “desvalor” –que precede a cualquier valor económico– la economía deja de ser lo que era para Aristóteles: la autogestión de la propia casa, y se vuelve su contrario: la administración de la sociedad por la “ley de hierro” de la escasez. El desarrollo es la negación de la democracia, es la imposición del “desvalor” tanto en lo económico como en lo político.
En este sentido, el “despoder” en política, semejante a la construcción del “desvalor” en la economía, precede necesariamente a la instauración de cualquier poder.
Ciertamente no podemos escapar a lo político, pero creo que tanto nosotros como Krauze ganaríamos mucho si tomamos en cuenta esas negatividades para no darle una carta en blanco a las “democracias” liberales.
Aunque podemos discutir largo rato, con las izquierdas y las derechas duras, sobre el que la política implica una voluntad de tomar el poder, lo que no podemos discutir, y es lo que Krauze quiere demostrarnos a lo largo de toda su obra, es que, vuelvo a Jean Robert, “toda voluntad política implica una toma de posición frente al poder”. Para mí, dicha toma de posición debe ser una renuncia a él, un acto de profunda radicalidad democrática, porque, al renunciar a entrar en su lógica, rechazamos y acotamos lo que el poder nos roba de libertad.
Krauze tiene razón cuando frente a los redentorismos, que conducen a los Estados totalitarios, opone la humildad de la democracia. Sin embargo, obnubilado por ella, no la cuestiona. Lejos de hacerlo, la toma como un axioma del mejor de los mundos posibles en política. Pero el axioma es falso. Para saberlo, hay que remontarse a la democracia ateniense del siglo Va. C., mito fundador de las democracias modernas. La democracia ateniense, que estaba sostenida sobre una masa esclava, comenzó cuando en el año 506 a. C., Clístenes, mediante un acto autoritario y militar, relocalizó a los habitantes de Atenas.
Con ello –dice Jean Robert– los atenienses no descubrieron tanto la democracia como el poder [del Estado], es decir, el poder que no se ejerce ni en las calles [ni en las plazas públicas], sino [como hoy en día sucede] en consejos especializados y exclusivos.
Este poder, aun cuando lo llamemos democrático, está sostenido por la parálisis previa (el “despoder” y el “desvalor”) de las asociaciones libres, humanas y democráticas, que el poder llama “informales” y persigue y segrega como la democracia ateniense practicó el ostracismo sobre aquellos ciudadanos que adquirían demasiada independencia fuera de los lugares reservados para la política.
Aunque estoy de acuerdo con Krauze en que el camino a la democracia no es el de los redentores, sostengo, a diferencia suya, que tampoco es el de la democracia que administra el Estado. La verdadera democracia, la democracia en su sentido real, no es el voto ni las elecciones libres –aunque la apoyen–, no es una cuestión de administraciones institucionales ni de arreglos entre ellas y sus consejos especializados llamados partidos, cámaras y secretarías, mucho menos el libre mercado o el asalto al poder de los redentores; no es, en suma, un sistema, “sino –dice Douglas Lummis– un proyecto histórico que la gente manifiesta luchando por él”. O mejor, una experiencia que repentinamente aparece, en medio del invierno que produce el Estado, “el más frío de los monstruos fríos”, dice Nietzsche, y las fracturas de la historia, como una breve primavera. Es, por lo tanto, un aparecer, un milagro que la gente permite dándole voz y presencia a los sin voz y generando relaciones de confianza y de apoyo mutuo más allá de cualquier estructura administrativa, como sucedió en 1968, como sucede hoy con los zapatistas en sus comunidades, en los campamentos de los Indignados, de los Occupy, de la Primavera Árabe o en las grandes marchas y caravanas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. No es una guerra ni una competencia. Son momentos dichosos en los que la igualdad, la libertad y la fraternidad se realizan en las fracturas del poder y de la historia.
Más que en la democracia pienso, para volver a la metáfora histórica y religiosa de Krauze, y como una alternativa a los redentores y a la democracia de los Estados liberales, en la conspiratio de la primera liturgia cristiana, aun enclavada en el Evangelio y en una profunda tradición judía, quizá la que revelan los verdaderos profetas. La conspiratio (de donde proviene el español “conspiración”)era un beso en la boca, una corespiración, un intercambio de alientos, de espíritus, que creaba una atmósfera común donde las diferencias quedaban abolidas y ya no había amo ni esclavo, gentil o judío, una atmósfera que en su fragilidad es fácilmente corrompible por el poder. Ese nosotros de la conspiratio no pertenece al mundo de la política en el sentido griego, que solo reconocía un nosotros entre los hombres libres deuna ciudad que ejercían, como hoy, sus funciones en consejos especializados y exclusivos, llamados partidos o cámaras. Tampoco pertenece al del ciudadano de la urbs romana, para quien, al igual que lo hace el Estado hoy, el nosotros era el estatuto administrativo de los que reconocían el imperio. Por el contrario, pertenece a la categoría del Reino que anuncian los profetas y el Evangelio, y que se expresa en las primeras comunidades cristianas que tenían todo en común. Una categoría que siempre reaparece donde, entre las fracturas del poder, los seres emergen en su humanidad y se hermanan y se aman libremente.
Lo anterior no es –como podrían criticar quienes, intoxicados por la falsa premisa del Estado hobbesiano, creen que “el hombre es el lobo del hombre” que necesita de un monstruo violento, el Leviatán, para administrar la vida en común– un rechazo anarquista y utópico de todo poder político. Por el contrario, es la presencia de seres que en su libertad obligan al poder a autolimitarse para que podamos reunirnos libremente, si no en el amor, al menos en la confianza que está en el corazón de los seres humanos.
Creo que Krauze podría abrir un espacio en su análisis para repensarlas en medio de la profunda crisis que viven los Estados y el mercado global que ha florecido con su auspicio y que anuncia algo nuevo. ~
Respuesta de Enrique Krauze: "Diálogo sobre la democracia: Conspiratio con Sicilia"