Gore Vidal en sus memorias cinematográficas, Screening history (1992), asevera que el instante culminante y de más acabada dicha es aquel en que, en el cine, una vez instalados en la sala, se apaga la luz y aguardamos a que dé comienzo la película. Un momentito apenas, la inminencia de algo, inminencia suave, pero perfecta en su acompasado alborozo. Fácil es hallar placeres más intensos, como el sexual, por ejemplo, pero su dramatismo, con frecuencia escandaloso, dista de ser, como ese del cine, impecable en su plena sencillez.
La familiaridad con el arte del cine nos hace perder de vista su rareza y aun extravagancia. Michael Word titula su libro sobre el cine de Hollywood Santa María, it had slipped my mind!, algo como: ¡Santa María, se me pasó! (textualmente,“se me resbaló de la mente”), que es la expresión que pronuncia Tyrone Power, cadete en la Academia Militar de Madrid, dándose un golpecito en la frente, cuando alguien le recuerda que tiene que batirse a duelo a las tres en punto de la tarde con un capitán, el capitán Fulano, al inicio de La marca del Zorro. La frase y el ademán son desde luego irreales, absurdos en cualquier parte, menos en la pantalla hollywoodense de la regocijante película de Rouben Mamoulian que, no es necesario recordarlo, ha sido imitada adnauseam.
Esta estética, la del cine, es rara, singular; desentrañarla tiene su chiste y su esparcimiento. ¿Será por eso que tanta pluma afilada se ha recreado en su historia y crítica? A mí también me place discurrir sobre cine, del viejo cine más que nada, el que me asombró de niño y de joven, y del que los jóvenes de hoy ignoran todo, o casi. No saben quién fue Mickey Rooney, y así, ¿qué significa para ellos que yo les revele que Tennessee Williams, el dramaturgo, lo consideraba el mejor actor que había dado Hollywood?
En todo caso es tarde: el número de cine fue el número pasado de esta ilustre publicación, y nadie se tomó la molestia de avisarme para que escribiera algo sobre la característica y desorbitada estética de la pantalla. Así que divaguemos en otros terrenos.
El menú de la boda de Emma Bovary, dispuesta al exterior la mesa, a la Claude Monet, bajo un cobertizo, consistió en cuatro solomillos, seis pepitorias de pollo, ternera a la cazuela, tres piernas de cordero “y, en medio de la mesa, lucía un bonito lechón rodeado de cuatro morcillas…” Un verdadero banquete, en el cual lo alimenticio no es accesorio, sino que construye el realista pilar del festejo. Menú sólido, a fe mía, para estos apetitos sanos, normandos, a base de bestias de matadero, humeantes carnes rojas, donde no se ve siquiera un melifluo y ligero pescado, y mucho menos alguna herbívora ensalada.
Explicablemente, escribe Flaubert, “se comió hasta muy tarde. Si alguien se cansaba de comer, se levantaba de la mesa y se iba a pasear por los patios o a jugar una partida de chito;1 después volvían a la mesa. Al final, algunos se durmieron y hasta roncaron, pero a la hora del café volvió a animarse la reunión y volvieron las canciones, los juegos de fuerza,2 los chistes y los abrazos a las damas”. Estamos en Francia y obvio es declarar que en la mesa había garrafitas de aguardiente, y que “la dulce sidra embotellada rezumaba su espesa espuma alrededor de los tapones y todos los vasos aparecían llenos de vino hasta los bordes”.
Flaubert es un indiscutible. Emma Bovary es más real que casi todas las mujeres que conocemos; visitamos su pasión como el recuerdo de patéticos hechos reales. Platón es otro indiscutible. De él se ha dicho con razón que es el inventor de la filosofía tal como se la entiende en la tradición occidental, es decir, como discusiones abiertas donde los problemas tratan de resolverse mediante argumentos racionales. Tratan, digo, aunque casi nunca se alcance ningún acuerdo. Sabido es que unos diálogos platónicos contradicen lo que otros asientan. Filosofía como pensamiento en acción.
La reverencia hacia Platón debió ser temprana: el único de los grandes autores de la Antigüedad cuyas obras sobrevivieron en su totalidad es Platón, quien, por cierto, no figura como protagonista en ninguno de sus diálogos. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.