Los años de Sartre

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En el arte, en la literatura, supongo que también en la filosofía, lo que sucedió hace cincuenta o sesenta años puede parecer más pasado, más remoto, más añejo que nada. En alguna forma, Miguel de Montaigne, Rabelais, que escribieron hace algunos siglos, son más actuales, más vigentes, que André Gide o Henry de Montherlant, que escribían ayer o antes de ayer. ¿Y Jean-Paul Sartre? Alcancé a divisar a Sartre, con sus anteojos de miope, su traje oscuro cruzado, en una mesa de La Coupole, allá por los años sesenta, antes de mayo del 68, fecha en que fue vapuleado por los estudiantes de La Sorbona, que se habían colocado a la izquierda de todo y que lo ponían todo en tela de juicio, y ahora, de repente, me pregunto si desapareció por completo o si todavía es posible leer algunas de sus páginas. Mi curiosidad surgió después de conocer un conjunto de diarios y apuntes de juventud de Susan Sontag, publicados en forma póstuma por su hijo David Rieff con el título de Reborn.

Susan Sontag se formó en California y en Chicago en los mismos años en que nosotros, en el remoto Santiago de Chile, descubríamos a Sartre, a Albert Camus, a William Faulkner, T.S. Eliot y Franz Kafka. Ella, según se desprende de sus apuntes, era decidida, apasionadamente sartreana; sentía que la escritura de Faulkner era vulgar (en contradicción con el propio Sartre), y mostraba un curioso desdén frente a la obra de Camus, a quien consideraba demasiado cortés, equilibrado, racional. Habría que seguirle la pista con mucha atención y saber si al final revisó estas preferencias juveniles. En su más célebre colección de ensayos, Contra la interpretación, estas nociones de juventud resultan más bien confirmadas y profundizadas, pero Sontag escribió mucho hasta el final de su vida y dejó textos dispersos en prólogos, revistas, artículos de diarios. El mundo ha cambiado con respecto al autor de El ser y la nada, esto es, a Sartre, y al autor de El mito de Sísifo, Albert Camus, como ha cambiado con respecto al socialismo real, que parecía imponerse en la década del cincuenta, y a su crítica, entonces más o menos desprestigiada y ahora, desde hace ya un buen rato, recuperada. Podemos releer con placer intelectual y con provecho al Camus de los ensayos políticos y podemos descubrir, incluso, en forma vergonzosamente tardía, al Raymond Aron del Ensayo sobre las libertades.

Se plantea, entonces, la pregunta siguiente: ¿podemos leer todavía, o releer, a Jean-Paul Sartre? En otras palabras, ¿tiene algún sentido, en esta etapa del siglo XXI, volver a internarse en los laberintos de El ser y la nada, o abrir de nuevo alguna vieja edición de La náusea o de El muro? Acabo de hacer la experiencia, sin duda interesante, por momentos desconcertante, sorprendente, de tomar una edición francesa de bolsillo de La nausée y leerla desde la primera línea hasta la última. Trataré de transmitir una impresión actual de lectura, sin pretensiones críticas, con un intento de fidelidad más o menos elemental. Durante los días de esta lectura recibí una biografía recién aparecida de Luis Martín Santos, autor de Tiempo de silencio, fallecido en un accidente de automóvil un año antes de mi primer viaje a Barcelona, en los comienzos de los sesenta. En una larga conversación nocturna, con muchas copas en el cuerpo (como era la costumbre tribal), Santos había jurado que su mayor aspiración en la vida era ser Jean-Paul Sartre. Escúchese bien: ser, no parecer, y como los contertulios conocían la obra filosófica del personaje, la declaración implicaba una provocación, un desafío de segundo o tercer grado.

Pues bien, paso a dar cuenta de mi lectura actual de La náusea. Las famosas páginas sobre la raíz de un castaño vista en una plaza pública, en una ciudad de provincia: sobre su existencia, su resistencia, su inercia, su opacidad, son inquietantes, vibrantes, maestras. Transmiten una sensación de extrañeza y hasta de miedo, como si presagiaran algo nefasto e indefinible. Como fueron publicadas en 1938, uno se pregunta ahora si el joven Sartre no adivinaba la tragedia europea y mundial que se acercaba a pasos agigantados. Los relatos de El muro, por lo demás, publicados un año más tarde, recogen con enorme fuerza narrativa los dilemas y hasta la atmósfera de la guerra de España. Había razones tangibles, muy concretas, para sentir miedo, y el Sartre de esos primeros textos conseguía transmitirlas con eficacia literaria sorprendente. En La náusea, sobre todo desde la segunda mitad, el miedo flota sobre la ciudad de Bouville; parece que la descripción de cosas y personajes –calles, árboles, bancos de un jardín público, mesones, recintos mal iluminados de una biblioteca municipal, lugares donde se mueven los muñecos del Autodidacta, de un bibliotecario, de una señora gorda–, de una manera imperceptible, tiene un efecto acumulativo y recarga esta impresión. La novela avanza sin la menor prisa, con algo de minucia, con una frialdad clínica que viene de la prosa de Gustave Flaubert (a quien Sartre dedicó su grueso El idiota de la familia), y la sensación envolvente, poderosa, va en aumento. Las páginas finales, las del castigo patético del Autodidacta, las de la despedida de Antoine Roquentin, despedida sin mayor sentido, sin motivo mayor, mantienen la impresión de extrañeza, de un absurdo que está en la conciencia y se transmite al paisaje, a la ciudad entera.

Dicho todo esto, no puedo dejar de oponer un reparo importante. Me parece que la idea de personificar a la Náusea, de hacerla aparecer a la vuelta de la esquina, en demasiadas páginas, en calidad de fantasma, de existencia tangible, es artificiosa y no convincente. Cada vez que se menciona la Náusea, o su proyección, o su existencia virtual, el ritmo de la novela, por lo menos para mi gusto, decae. En resumidas cuentas, pienso que la intención central del Sartre novelista perjudicó el texto novelesco. Llegué a la conclusión de que tener una idea filosófica previa demasiado elaborada acerca de un texto narrativo puede ser un inconveniente en lugar de una ventaja.

Me puse a leer, entonces, con el mayor desparpajo, al Sartre filósofo, y comencé por la tercera parte, “El Para el Otro”, de El ser y la nada. Me quedé entre el solipsismo y el acceso interrumpido, cortado, a la conciencia de los demás. Y llegué, aquí, a otra conclusión personal que es un probable o seguro disparate. Pensé que Sartre, al hablar de la conciencia de los otros, de la dificultad o la imposibilidad de entrar en ella, de imaginarla siquiera, hablaba en forma indirecta del novelista y de sus personajes. Al fin y al cabo, vivió obsesionado por esa relación: en Flaubert, en William Faulkner, en Proust, en su propia obra. ¿Escribió un largo tratado filosófico para entenderla, o nos entregó de contrabando, bajo la apariencia de la filosofía, sólidos fragmentos de crítica literaria? Son preguntas que ni siquiera aspiro a responder, pero, a partir de los diarios de Susan Sontag y de algunas noches de relativo insomnio, tengo una respuesta para una cuestión planteada al comienzo: todavía se puede leer al viejo Jean-Paul Sartre de nuestros años juveniles. Al de Roquentin y el patético Autodidacta. Pero sin tomarlo, naturalmente, al pie de la letra. ~

 

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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