El Antonin Artaud ecuatoriano

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Ningún visitante de Barcelona daría un solo centavo por la calle del Escorial, que carece a primera vista de todo interés. Es una calle fea y vulgar, nada céntrica, con demasiadas clínicas y circulación de coches, una calle abrumadoramente mediocre y gris, aparentemente sin historia. Paso a veces por ella porque está al lado de mi casa y constato siempre que parece la calle de un suburbio. Y sin embargo en esa calle nació el primer hijo de mi gran amigo, el novelista Ignacio Martínez de Pisón. Y sin embargo en esa calle los personajes de las novelas de Juan Marsé han vivido grandes momentos, tal vez porque en ella se encontraba antes el colegio en el que estudió el escritor: "Podría reconstruir la calle del Escorial de memoria, casa por casa, esquina por esquina". Y sin embargo, como si la calle se hubiera negado desde siempre a pasar ante mí inadvertida, hace tres años se instaló en ella, en el número 36, un joven escritor ecuatoriano, Leonardo Valencia, que llegó a Barcelona procedente del Perú con su encantadora mujer, Erika, con la idea de pasar un año en la calle del Escorial y ya lleva tres, le faltan 33 para alcanzar el número de su portal, todo un reto. Leonardo Valencia se ha quedado en Barcelona porque ha encontrado un lugar ideal para escribir, aunque su gabinete de estudio es algo inquietante, da a la pared blanca de una clínica, quizás por eso es ideal para escribir, parece su estudio un cuadro de Hopper, ahí terminó su novela El desterrado, que ha publicado en España la editorial Debate y ha recibido elogiosas y alentadoras críticas, le ha revelado como un escritor con un envidiable porvenir.
     Conocí a mi vecino, al autor de El desterrado, antes de que publicara su novela, lo conocí por azar al día siguiente mismo de leer un inteligente artículo suyo en la revista Quimera, nos cruzamos en la calle del Escorial y la intervención de una escritora peruana, que actúo de mediadora, fue providencial, casi incluso sensacional. El hecho es que, a partir de aquel día, comenzamos una relación de vecinos unidos por la pasión común de la literatura, y empecé a recibir informaciones inesperadas sobre autores latinoamericanos raros que Leonardo Valencia estaba interesado en que yo conociera, y de raro en raro llegué un día a saber de la existencia de Pablo Palacio, escritor ecuatoriano vanguardista, raro entre los raros. Pablo Palacio, formidable y extraño escritor (Loja, Ecuador, 1906-Guayaquil, Ecuador, 1947) acaba de ver publicada la edición crítica de sus obras completas, una edición coordinada, en extraordinario trabajo de gran rigor y meticulosidad infinita, por el ensayista ecuatoriano Wilfrido H. Corral, profesor universitario en Estados Unidos a los 28 años. Pablo Palacio, después de dos nouvelles alucinadas, Vida del ahorcado y Débora, y un libro de cuentos, Un hombre muerto a puntapiés, decidió no publicar más, se fue a vivir a Guayaquil y se declaró loco frente al mundo, dejándose una larga barba rojiza y tolstoiana. Leonardo Valencia me había hablado mucho de este vanguardista ecuatoriano, pero hasta que no me ha llegado el volumen de sus obras completas (Galaxia Gutenberg, Colección Archivos) no he podido leerlo. Me confieso fascinado ante este extraño vanguardista que tuvo que luchar con la incomprensión casi total de sus contemporáneos ecuatorianos, reacios a aceptar el experimentalismo radical de sus propuestas literarias, tan opuestas a lo que entonces en Ecuador estaba en boga: la corriente indigenista de Jorge Icaza, escritor comprometido ("papanatas comprometido", le habría llamado Nabokov) y sin misterio.
     En Pablo Palacio el misterio…

En Pablo Palacio el misterio cruza radicalmente toda su obra singularísima y muy avanzada para su tiempo, una obra que —como dice Wilfrido H. Corral— es honesta hasta el fondo: "increíblemente chistoso y subversivo respecto a lo que se creía normal en la Hispanoamérica de su tiempo, hasta el extremo de que parecía un expatriado cínico. Palacio probablemente sabía que estaba escribiendo cuentos nuevos, y obviamente no esperaba que el éxito le llegara sin contratiempos". Su vanguardismo ha sido comparado con los de Girondo, Borges, Joyce y Macedonio Fernández, de los que probablemente no oyó hablar en su vida, allá en el Ecuador, en lo que él llamaba "el último rincón del mundo".
     A mí Palacio me recuerda a Roussel y a Perec y la Locura con mayúsculas. "Sucede —escribe Palacio antes de retirarse para siempre a los palacios de su silencio bartleby— que se tomaron las realidades grandes, voluminosas, y se callaron las pequeñas realidades por inútiles. Pero las realidades pequeñas son las que, acumulándose, constituyen una vida". Esas realidades pequeñas de quien está considerado como el "Artaud ecuatoriano" tienen apariciones deslumbrantes en su novela Vida del ahorcado, que es más bien una antinovela —muy adelantada en el tiempo a célebres experimentos novelísticos europeos que vendrían después— que cuenta prácticamente con un solo personaje (el autor mismo) y carece de otra progresión narrativa que no sea la del conocimiento subjetivo de su mente enloquecida y azarosa. Se trata de una antinovela fragmentaria, individualista, de corrosivo y violento humor que lucha contra el romanticismo y contra las falacias de gran parte de la literatura indigenista: un humor que a su vez quería poner de patas arriba a toda la literatura supuestamente seria y oficial del "último rincón del mundo"; un humor apoyado en una prosa de notable fuerza expresiva: "Entrad todos vosotros, compatriotas de este chiquito país. Vos, compatriota obeso; vos, compatriota esmirriado; vos, compatriota de la nariz de salsicha…"
     El valor de la obra de Palacio ha tardado en ser reconocido, la edición de sus Obras completas comienza a hacer justicia a este escritor y príncipe de las tinieblas que, como dice el profesor Corral, llevó la modernidad a sus límites, asumiendo la liberación de la narración convencional y ostentando las exploraciones de la memoria (Proust), los caprichos eruditos (Joyce), el profundo sentido de la esterilidad (Eliot y Kafka), escritores que estaban todos "en el aire" a finales de los años veinte, como él, como este Pablo Palacio que resurge ahora de sus cenizas ecuatorianas para sorpresa y ejemplo de las nuevas generaciones de vanguardistas, para gran sorpresa mía, que desde aquí me hace darle las gracias a Leonardo Valencia, mi vecino. Le doy las gracias por todo, y por tanto. –

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