¿Por qué cabalga tan adusto este caballero surgido del buril de Durero en 1513? Algunos elementos para regresar la escena a la memoria: atrás ha quedado el diablo obsceno y carnavalesco que lo ve alejarse en una mezcla de imbecilidad y pasmo. En su flanco derecho, un señor Muerte (en alemán, “muerte” –der Tod– es de género masculino) busca llamar su atención mostrándole las arenas que le restan de vida. Pero ni uno ni otro consiguen distraerlo: el caballero cabalga imperturbable enfundado en su armadura gótica, con la espada envainada y la lanza recargada en su hombro derecho en posición de descanso –pero no por ello, menos poderosa, como lo confirma la cola de lobo en su punta, suerte de pleonasmo visual pues Hildewulf, literalmente “lobo de la batalla”, es la metáfora para designar, según Borges, al guerrero de las sagas germánicas.
En la misma dirección en que se desplaza al trote su caballo brioso y ejemplar, corre un perro ovejero: único elemento que se desliza con la ligereza de la vida común y corriente. Al fondo, por encima de un paisaje escarpado y boscoso, se eleva una ciudad fortificada con dos torres: presumiblemente el fin del camino que, con una leve inclinación ascendente –ahí está el movimiento en espiral del paisaje–, sigue nuestro férreo personaje.
Sabemos que este grabado en cobre, titulado El caballero, la muerte y el diablo, forma parte de los “grabados maestros” junto con San Jerónimo en su estudio y Melancolía I. Tradicionalmente se ha visto en la obra que nos ocupa una alegoría de “la vida del cristiano en el mundo práctico de acción y decisión”, uno de los preceptos que Erasmo de Rotterdam consignara en su Enquiridión / Manual del caballero cristiano (1501).
Tal vez no sería arriesgado afirmar que, al concebir Durero su obra, la incertidumbre en el horizonte general (los cismas de la Reforma se avecinaban) y en el personal (intentos infructuosos para colocarse en Venecia, su matrimonio sin hijos se desmoronaba, la inminencia de la muerte de su madre) influyeron en el artista de Núremberg para buscar la representación de un ideal por seguir, entre tanta vicisitud y desasosiego. De ahí lo aleccionador del mensaje: el cristiano como caballero imperturbable que recorre el bosque de la vida, firme en cumplir la cita con su sagrado destino. La armadura férrea es una alegoría de su espíritu inquebrantable. Pero ¿era necesaria tanta severidad en la actitud, el gesto exageradamente adusto para comunicarnos la importancia de su misión? ¿Acaso en el lejano mundo de Durero resultaba inconveniente tomarse las responsabilidades sin gravedad de por medio, humanizarse un poco, sonreír quizás?
La muerte
Desde su aparición, la maestría técnica y el innegable carácter alegórico de El caballero, la muerte y el diablo ha servido de punto de partida para nuevas reelaboraciones. Es el caso de un volumen en octavo que duerme en las bibliotecas un sueño injusto: Variaciones sobre un tema de Durero, compiladas en 1968 por Alberto Manguel para la editorial Galerna de Buenos Aires. Entre los autores reunidos, aparecen Jorge Luis Borges con el soneto “Ritter, Tod und Teufel” (título original en alemán del grabado), y su amiga y cómplice de lecturas, Silvina Ocampo, con el cuento “El bosque de tarcos”.
El soneto incluido de Borges es, en principio, un vaciado en palabras de la plancha de metal: el “yelmo quimérico”, el “severo perfil”, el “imperturbable caballero”, son alusiones directas al grabado de referencia. Pero muy pronto, el escritor argentino matiza y oscurece los entramados de las líneas escuetas. Así surge la “cruel” espada del jinete, que es calificado de “caballero de hierro” no tanto por su armadura, como por sus ambiguas cualidades morales: “Tu dura suerte es mandar y ultrajar”. Un uso sesgado y eficaz de los adjetivos cambia la valencia de la “caterva obscena” (el diablo y la muerte) que se vuelve frente al caballero temible, “torpe y furtiva”. De modelo moral, el otrora paladín cristiano pasa a ser jinete del Apocalipsis.
Un poco después, Borges publica el libro de poemas Elogio de la sombra (1969). Ahí nos ofrece “Dos versiones de ‘Ritter, Tod und Teufel’”. La primera es el mismo soneto incluido en las Variaciones; la segunda, un poema en verso blanco que involucra y retrata más abiertamente al propio Borges. El caballero sigue siendo “aquel hombre de hierro y de soberbia”, pero su cabalgar eterno recorre un camino distinto al del poeta: breve, dolorosamente fugaz. A través del “perdurable sueño de Durero”, el poeta observa por contraste el retrato de su propia muerte. Mientras el caballero prosigue “imperturbable, imaginario, eterno”, Borges, a la sazón de setenta años, vislumbra el fin de su destino humano:
A mí, no al paladín, exhorta el blanco
Anciano coronado de sinuosas
Serpientes. La clepsidra sucesiva
Mide mi tiempo, no su eterno ahora.
Yo seré la ceniza y la tiniebla…
El diablo
Lejos de ofrecer una recreación en luces y sombras, en el cuento “El bosque de tarcos” Silvina Ocampo introduce colores, texturas y otros elementos imaginativos que dan plasticidad al grabado original. Aunque hace un seguimiento casi textual de los elementos elegidos por Durero, también incorpora elementos sorpresivos (flores violeta que caen de los árboles), humorísticos (la muerte que le toma el pulso al caballero como si fuera su médico), pero sobre todo irreverentes: el caballero, “tan presumido como feo”, lejos de pensar en el mundo “del heroísmo, las aventuras, las hazañas”, repite argentinismos incoherentes como un insensato. La distorsión de tintes caricaturescos así propuesta gana terreno por la conciencia de autorreferencialidad, suerte de marco metaartístico que hace evidente a los personajes la excentricidad de estar habitando un espacio paródico semejante a un cuadro, donde la ironía y el absurdo han hecho de las suyas: “Lo más importante de todo para nosotros es olvidar el tiempo y saber que estamos viviendo en el mundo de quien nos mira en este instante”, dice el diablo en un tono teatral y juguetón casi al final de la historia.
Epílogo: el azar
Ese Tiempo –“clepsidra sucesiva”– que mide la existencia física de Borges, no está menos presente en el relato irreverente de Ocampo por el hecho de que sus personajes jueguen con él y pretendan abolirlo. De la elegía a la parodia puede mediar apenas el perfil de una sombra. En particular, la de este caballero imperturbable, que cabalga “soberbio” (en palabras de Borges) y “presumido” (en palabras de Ocampo), indiferente a nuestros ojos que poco saben de la edad de la caballería.
Lupa de por medio y con un manual de armaduras en la mano, es posible apreciar en el grabado detalles del arnés gótico que porta el caballero, muy usado a fines del siglo xv en Alemania, de estilo anguloso, con puntas en las placas y estrías en abanico en el peto y las escarcelas. El yelmo de visera móvil –alzada en el grabado de Durero– resguarda sólo la parte superior del rostro. Para proteger el resto –mejillas, barbilla y garganta– se empleaba una pieza separada: el gorjal. Pero este aditamento no aparece en el grabado maestro. Insólito que este caballero, armado tan cabalmente, no porte el gorjal que corresponde.
La lupa se desliza entonces hacia la mandíbula del personaje, reacia a creerlo. Pero no, habrá que admitir que somos nosotros quienes nos equivocamos. Durero no ha perdido detalle en el atavío de su paladín perfecto: la imagen observada con detenimiento permite reconocer un gorjal trabajado tan a la medida de las facciones del caballero que se confunde con su rostro. Cruel malentendido: es una pieza de metal la que simula la dureza del gesto, esa soberbia imperturbable con que lo hemos comúnmente juzgado. Y una vez que se ha reconocido el gorjal, es posible vislumbrar detrás el rostro sereno del caballero, su semblante casi alegre. No sería improbable considerar que fuera feliz al encuentro con su destino, o que incluso estuviera sonriendo –y con él, el propio artista de Núremberg que tal vez se ríe de nuestra ceguera. Vaivenes del azar. Ya lo decía el hacedor en el prólogo de Elogio de la sombra: “Sólo los errores son nuestros.” ~