El comensal

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Comer era tu forma
     de religiosidad.
     En la mesa ordinaria
     presidías el acto tribal
     que sustentaba
     tu acuerdo con la vida.
     Formado al margen
     de tu talante jacobino,
     yo asociaba tus raptos gastronómicos
     con mi devota idea de la gloria.
     Los viernes de puchero, por ejemplo,
     la corte celestial te circundaba,
     padre opulento y campechano,
     para verte anegar
     en el plato colmado
     los trozos de tortilla requemada,
     cucharas comestibles
     ungidas con el rabo
     de un candente habanero,
     lloviznadas apenas
     con minuciosa picadura
     de cilantro y cebolla.
     Artífice del puch,
     desmenuzabas
     con proverbial codicia
     los cilindros de plátano,
     las calabazas indulgentes,
     los granos de maíz,
     las fervorosas papas,
     las coles, los chayotes,
     los retazos de res
     y los torneados muslos de gallina,
     para mezclarlo todo y acordarlo
     con el cuerpo imperante del arroz,
     como se mezclan en los sueños
     la vida y sus rumores.
      
     Pero el cielo y su fama
     jamás te consolaron.
     Frente a la mesa exuberante,
     flanqueado en realidad
     por un visible coro de tragones,
     establecías con tus hijos
     el pacto indispensable
     de gracia y buena fe.
     Rehenes de la misma
     porción descuartizada
     y del mismo ritual escrupuloso,
     los cinco de la prole confirmábamos
     con el vientre repleto
     la alianza con el padre hospitalario.
     Era el momento en que,
     traído con las nubes por el viento,
     un Odiseo poderoso
     venía a relevar al padre errático
     que te abandona en medio
     de un palacio sitiado.
      
     Ahora,
     cuando en mi propia víspera
     reconstruyo tus diarios descalabros
     al surcar la ciudad
     con tu indumento deslucido
     y la embriaguez a cuestas;
     al verte,
     desde la orilla de mis pérdidas,
     volver a casa derrengado
     a sortear los legítimos
     reproches de la madre;
     ahora, en mis propios
     cincuenta irreparables,
     reconozco que siempre compartimos
     el mismo desconcierto.
     Mi soledad era la tuya,
     era nuestro el afán impracticable
     de conjurar la muerte cotidiana.
      
     En la mesa y contigo
     toda la vida era sagrada.
     ¿Cuántos virtuales finamientos
     esquivaste a la hora de atacar
     las raciones de puerco que asomaban,
     redentoras,
     en el oscuro caldo de frijol?
     Sanabas de carencia
     y nos sanabas
     al triturar los rábanos crujientes
     y los chiles toreados,
     o en el instante primordial
     de beberte hasta el fondo,
     con la frente perlada
     de un sudor provechoso,
     una botella de cerveza.
      
     No lo supiste nunca,
     mi dudoso muerto,
     no estaba entre tus planes,
     pero en la hora recurrente
     en que el pequeño comedor
     era el centro del mundo
     me inculcaste la rara certidumbre
     de ser contemporáneo de los dioses.
     Estos días, en casa,
     entre perol y transgresiones,
     entre sabores familiares
     y huesos de animales inmolados,  
     los nietos multiplican
     la usanza inaugural
     de recocer la vida    
     en la bolsa caliente del estómago;
     y al remedar, a ciegas,
     las líneas más recónditas
     de tus modales voluptuosos,    
     los días de puchero conmemoran
     un episodio mítico.              
      
     Ardiente comensal:
     andas aquí,
     junto a la lumbre y los recaudos;
     estás deseoso y sangras
     de una sangre sin duelo.
     Siempre intuiste, Eduardo
     —semilla del asombro,
     faringe, corazón, entrañas, pecho—,
     la curva trascendente
     de tus devoraciones:
     convocado al festín
     por el tangible aliento de las ganas,
     en cada deglución
     estrenabas las horas,
     te hacías cargo del presente. –

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