1. Hasta hace muy poco, el espacio público de las sociedades occidentales estaba dominado por las normas y rituales de las religiones. En aquella época, el espacio de los no creyentes era reducido; a veces se limitaba al de su conciencia. Con la desacralización del mundo actual parece que los roles se han invertido. El espacio público está ocupado por las prácticas e instituciones de los no creyentes, y ahora son los creyentes quienes se recluyen en sus iglesias e incluso en su foro interno. Hay quienes piensan que las cosas están bien así: que cada quien permanezca en su sitio y ocupado de sus propios asuntos. Sin embargo, el diálogo profundo entre los creyentes y los no creyentes es indispensable en un mundo como el nuestro, en el que cada vez hay menos sustancia en las cosas y en las personas. Lo que está en juego es más que la convivencia armónica entre los dos grupos –que no es poca cosa–, es algo todavía más importante: el nuevo sentido que la humanidad pueda darse a sí misma. Es por ello que reflexionar sobre dicho diálogo sea una tarea indispensable de nuestros tiempos.
2. El pensamiento contemporáneo ha puesto al diálogo en un pedestal. Sin embargo, no todas las formas del diálogo son encomiables. El diálogo también se usa para mentir, humillar y embrutecer. Lo importante, por lo tanto, no es dialogar, sino hacerlo para un buen fin. El diálogo entre los creyentes y los no creyentes también puede ser amistoso o agresivo, útil o inútil, revelador o engañoso. Es por eso que, para planear un diálogo entre ellos, debemos de tener muy en claro cuáles son los objetivos buscados y cuáles son las modalidades que queremos que adopte.
El diálogo ente los creyentes y los no creyentes gira no pocas veces en torno de aquello de lo que discrepan: la existencia de Dios y todo lo que se desprende de ello. En una discusión, cada quien insiste en su posición y rara vez se está dispuesto a modificarla. Cuando una discusión se acalora, valen más en ella los gritos que los argumentos, y cuando se enciende es común que se pase de las palabras a los golpes. Las guerras por motivos religiosos han dejado una huella muy honda en la memoria de Occidente. Millones murieron por no estar de acuerdo acerca de cuestiones de fe. Tal es el trauma que dejaron estas guerras, que muchos prefieren no hablar sobre estos asuntos. La invitación a un diálogo entre los creyentes y los no creyentes, desde esta perspectiva, es como jugar con fuego.
Sin embargo, no toda oposición de ideas tiene que ser violenta.En un debate, el diálogo gira de manera ordenada y respetuosa en torno a la verdad de la tesis discutida. No caben los gritos en un debate, solo valen las razones, y hay reglas para determinar cómo llevar a cabo la discusión: normalmente, un ponente ofrece datos y esgrime argumentos a favor de una tesis, y un oponente pone en duda dichos datos y argumentos y ofrece contraargumentos. Todos recordamos debates célebres de este tipo, y si quien lleva la carga de la prueba es el creyente, casi siempre queda laimpresión de que el no creyente resulta victorioso. Convencer a alguien por medio de argumentos de la existencia de Dios es una tarea casi imposible. Todos los argumentos que se han formulado para este fin, incluso los más sofisticados, tienen debilidadesy pueden ser bloqueados. Pero si los roles dialécticos se invirtieran, el no creyente encontraría grandes dificultades para probar su tesis y convencer al creyente de que Dios no existe. Ningún argumento que intente probar la inexistencia de la divinidad es inobjetable.
El debate racional entre creyentes y no creyentes se realiza desde hace milenios y, si bien ha habido algunos ajustes en los argumentos, podríamos decir que las razones básicas esgrimidas a favor y en contra son las mismas desde hace siglos. Me parece que no es el debate entre creyentes y no creyentes el tipo de diálogo que interesa más a la filosofía actual de mayor calado. Y quizá sea este un indicio más de aquello de que vivimos en tiempos postseculares.
3. En el diálogo que ahora buscamos entre el creyente y el no creyente, lo que se valora no es la confrontación sino el intercambio de opiniones, experiencias y sentimientos. Se trata de un diálogo en el que cada uno de los interlocutores puede aprender algo del otro, en el que en vez de destruir se pueda construir sobre la base de un terreno común.
Sin embargo, a pesar de todos los medios de comunicación de la sociedad contemporánea, el diálogo entre creyentes y no creyentes no es fácil. Una reserva que existe para realizar este diálogo es el miedo del no creyente, de que el creyente intente convertirlo, y el miedo del creyente, de que el no creyente pretenda socavar su fe. Estas intenciones no siempre son transparentes. Por eso es común que haya reservas de los creyentes y los no creyentes para entablar conversaciones sobre temas sustantivos. Un peligro de esta precaución es que la conversación entre los creyentes y los no creyentes se vuelva superficial y vana. Hay ocasiones en las que es preferible guardar silencio que caer en ese tipo de conversación intrascendente que los angloparlantes denominan small talk.
No es un diálogo superficial entre creyentes y no creyentes el que se busca, sino un diálogo profundo. ¿Pero qué tan hondo estamos dispuestos a llegar?
4. Hay veces que uno ocultaciertas cosas por debajo de las palabras. Esto sucede por varias razones. Una de ellas es no querer compartir algunos asuntos con nuestro interlocutor, ya sea porque no confiamos en él o porque preferimos guardarnos ciertas cosas por discreción o vergüenza. Pero también sucede que uno quisiera que nuestro interlocutor no nos hable acerca de ciertos asuntos, porque no queremos comprometernos con él, estrechar la relación o, sencillamente, porque nos vale un comino lo que nos diga sobre ello.
Hay dos tipos de apertura indispensables para que un diálogo sea profundo: cuando me abro a mi interlocutor para hablarle de lo que creo y siento, y cuando me abro para escuchar lo que me dice acerca de lo que cree y siente. Ambos tipos de apertura –la del habla y la de la escucha– suponen diferentes virtudes y vicios: la primera tiene que ver con la sinceridad o la insinceridad frente al otro, la segunda con el interés o el desinterés ante el otro. Hay circunstancias en las que se vale llevar a cabo una apertura sin la otra. Por ejemplo, un psicoanalista puede escuchar lo que le dice el paciente, sin que por eso se abra a él durante el diálogo que realizan. Pero para que el diálogo entre el creyente y el no creyente sea profundo, debe estar fundado de manera recíproca en ambos tipos de apertura. Se dice fácil, pero no sucede frecuentemente y no es sencillo hacerlo. Sobre todo porque el creyente y el no creyente deben confiar plenamente el uno en el otro, deben sentirse seguros de que lo que digan no será luego usado para intentar convencerlo o, peor aún, para criticarlo o condenarlo.
5. Un diálogo profundo entre un creyente y no creyente no puede versar acerca de cualquier tema. Hay por lo menos dos grupos de temas viables para este tipo de diálogo.
El primer grupo de temas versa sobre los grandes problemas del mundo contemporáneo: el impacto de la tecnología en nuestras vidas, la destrucción del medio ambiente, la tiranía de los mercados, la crisis de la democracia representativa, la amenaza de las guerras y el terrorismo, etcétera. Estos son problemas que aparentemente podrían resolverse si los seres humanos realizáramos cambios en nuestras formas de vida, en la manera en la que organizamos nuestra sociedad y en los sistemas de cálculos y valores que guían nuestra acción estratégica y normativa. En este tipo de diálogo, los creyentes y los no creyentes buscan hollar un plano común de principios, valores y aspiraciones. Este diálogo entre ellos tiene que ser público y llevarse a cabo en el foro democrático. Es allí donde, de una manera colaborativa, tanto los unos como los otros pueden llegar a algunos acuerdos para unir sus fuerzas en el proceso de reconstrucción social. Pero hay que tener cuidado. En la democracia hay que estar dispuestos a negociar para conformar mayorías Por lo tanto, un peligro para este tipo de diálogo entre creyentes y no creyentes es que se vuelva una suerte de mercadeo de intereses y conveniencias que no toque puntos profundos. Si la negociación sirve para solucionar algunos de los problemas que hemos mencionado no podríamos quejarnos, pero el ideal sería un diálogo que redunde en una elevación del estado espiritual y moral de la humanidad.
Para que el diálogo entre creyentes y no creyentes acerca de estos temas sea profundo, creativo, transformador, tiene que partir del núcleo de sus visiones sobre el ser humano y su sitio en el universo. No puede reducirse a un intercambio de datos e hipótesis sino que tiene que llegar al fondo del sistema de creencias de cada uno de los interlocutores. En un diálogo así, cada uno debe estar dispuesto a aprender del otro y a cambiar su vida a partir de ello. Son varios los pensadores que en años recientes se han dado cuenta de la importancia de este diálogo. Uno de ellos es Jürgen Habermas, quien ha afirmado con sólidas razones que, sin este diálogo, la civilización secular corre peligro de perderse en un callejón oscuro. Otra iniciativa es la del papa Benedicto XVI con el proyecto denominado “El atrio de los gentiles”, con el cual pretende fomentar el diálogo profundo entre creyentes y no creyentes.
6. El segundo grupo de temas de un diálogo profundo entre creyentes y no creyentes gira en torno a las grandes preguntas sobre la condición humana, es decir, el sentido de la vida, del amor, del sufrimiento y de la muerte. Este diálogo tiene que ir más allá de una repetición de clichés y ser un encuentro genuino de creencias, emociones, deseos y sentimientos. Sin este tipo de diálogo, es claro que el que versa sobre los problemas actuales de la humanidad no tendrá la solidez deseada. El propósito de un diálogo profundo sobre el sentido de la vida va más allá de conocer en detalle las posiciones de nuestro interlocutor. Lo que se pretende es dejar al descubierto un terreno existencial por encima de las posiciones de los interlocutores. Las dimensiones y las consecuencias de este diálogo van más allá de las que Habermas ha considerado en sus escritos sobre el tema. Mi posición consiste en sostener que, en un diálogo profundo, uno transita hacia un tercer plano. Este tercer plano no es lo mismo que ese plano común que se busca en un diálogo sobre los grandes problemas del mundo contemporáneo. Más que de un plano de coincidencias se trata de uno de descubrimientos.
El diálogo profundo entre el creyente y el no creyente acerca de las grandes preguntas de la existencia humana es una experiencia íntima, en la cual los interlocutores realizan transformaciones para hablar y escuchar desde el fondo de su ser. Para organizarlo se tienen que buscar espacios neutrales, sin ideologías, en los que grupos reducidos de creyentes y no creyentes puedan dialogar con tranquilidad y confianza. No es un diálogo de carácter público que pueda realizarse frente a los medios masivos de comunicación o ni siquiera frente a un grupo de espectadores.Tampoco es un diálogo genérico, como si pudiese haber un representante de los no creyentes y otro de los creyentes, y lo que hablaran entre ellos dos valiera para todos los demás. Es siempre un diálogo personalísimo. Sin embargo, los testimonios que se ofrezcan acerca de estos diálogos pueden servir de inspiración a otras personas en situaciones semejantes.
7 .Para que un creyente y un no creyente tengan un diálogo profundo acerca del sentido de la vida deben ir más allá de la apertura para pasar a la aventura.
Entre la creencia y la no creencia no hay un vacío, sino que hay un espectro de diversos estados pocas veces estudiados de manera adecuada por la filosofía. Sabemos que hay grados de creencia. No es lo mismo creer en Dios con certeza que creer enél con reservas. Pero tampoco es lo mismo no creer en Dios con convencimiento absoluto, que no creer en él con fuertes inclinaciones hacia la fe. La aventura del diálogo entre el creyente y el no creyente consiste en atreverse a recorrer el pasillo que hay entre la creencia y la no creencia, entre la fe y el vacío.
El tercer plano que se abre en un diálogo profundo entre el creyente y el no creyente supone una consideración muy especial de la verdad de las creencias involucradas. A diferencia de lo que sucede en un debate, ninguno de los interlocutores busca probar la verdad de sus creencias o refutar las de su oponente. En un diálogo profundo, uno se acerca lo más que puede a la verdad de las creencias del otro. Me explico: no se le puede pedir al no creyente que crea, pero sí que abra un espacio para la sospecha de que aquello en lo que no cree pudiese ser verdadero; tampoco se le puede pedir al creyente que deje de creer, pero sí que abra un espacio para la duda, para la posibilidad de que su creencia sea falsa. Cuando el creyente y el no creyente se mueven en esa dirección, el diálogo se vuelve un acercamiento existencial entre ambos. Lo que sucede en ese tercer plano, aunque dure un instante, transforma a los interlocutores. Ya no pueden conservar la ingenuidad y mucho menos la arrogancia de su posición original. El creyente no puede habitar su creencia como quien observa la tempestad desde un refugio. Y el no creyente tampoco puede habitar su no creencia como quien se pasea por un shopping center. Esentonces que se realiza una comunión entre el creyente y el no creyente que permite no solo una comprensión cabal de sus respectivas visiones, sino también la posibilidad de que caminen juntos en busca del sentido.
Un obstáculo para este diálogo es la norma religiosa de que la duda es un pecado y su equivalente laico de que la sospecha es una traición. En respuesta diríamos que lo que se pretende no es confundir o perjudicar a los interlocutores. Al regreso de su aventura, el creyente puede fortalecer su creencia, entregarse a ella como quien toca tierra después de haber estado cerca del naufragio. Y el no creyente también puede revalorar su no creencia y sentirse libre y ligero, como quien se ha desprendido de un fardo. Pero también puede suceder, es cierto, que este diálogo deje en un estado de inquietud a ambos. En ese caso, el creyente puede comenzar a perder la fe y el no creyente comenzar a moverse hacia la conversión. Ese es el riesgo del diálogo profundo. Quien le tema, porque no confíe en la fuerzade su fe, de su negación o de su indiferencia, que no lo intente. Pero la promesa que este diálogo puede ofrecer a la humanidad es la de tender puentes, acaso pequeños y frágiles, pero que, con todo, ayuden para recobrar o reafirmar el sentido de nuestra existencia.
8. Las veinticuatro horas del día y de la noche, millones de personas en todos los continentes intercambian mensajes a través de los medios de comunicación. Sin embargo, cada vez hay menos espacio para el diálogo profundo entre los seres humanos. Detrás del ruido de los altavoces hay un estruendoso silencio. Los creyentes y los no creyentes somos vecinos, viajamos en el mismo auto, hacemos negocios… pero no dialogamos sobre aquello que nos toca más hondo. Creyentes y no creyentes, por igual, estamos perdidos en la jungla de la cotidianidad. Estamos atrapados en un mundo de máquinas y de fantasías. Caminamos sin ver, con los ojos volteados hacia dentro, como decía Rilke. El diálogo profundo entre los creyentes y los no creyentes acerca de las grandezas y miserias de la vida humana, el diálogo como aventura personal, es quizá el único recurso que nos queda para recobrar el sentido perdido de la existencia. ~