Mar adentro, de Alejandro Amenábar, posible ganador del Óscar a la mejor película extranjera, es amable a la vista. Aunque ya de por sí es extraño que una película sea simpática cuando trata de un tetrapléjico que se suicida después de años de luchar por la eutanasia. Hay temas que no pueden ser agradables. Si el espectador ha pasado un buen momento viendo una tragedia, o el director es un genio (Billy Wilder cuando logra una comedia genial sobre el Berlín destruido por las bombas) o no está contando la verdadera historia.
Este último parece ser el caso de Amenábar. Ramón Sampedro, su héroe, es un hombre que vive mejor que toda su familia, en una casa modesta pero bella, con una vista impagable, visitado por mujeres guapas que apenas lo ven se enamoran de él. Un hombre que escribe, que escucha música, que inventa aparatos ingeniosos, y que no parece sentir ni la menor vergüenza de no ser útil y de depender de los demás.
El personaje no pierde ocasión de reiterar reiteradamente, en diálogos machacones, que sí siente vergüenza y que sí quiere morir. Amenábar se conforma con simplemente decir, olvidando que una película no es lo mismo que un radioteatro. A la hora de mostrar, nos muestra paisajes dignos de un comercial de la Xunta de Galicia: pobres angelicales, enfermos que no defecan ni les duele nada, gente limpia y finalmente sana.
Ramón Sampedro no da lástima, ni rabia, ni angustia, ni emoción. Lo que vemos en la pantalla es a un actor mucho más joven que el personaje que interpreta. Dios sabe por qué Amenábar eligió a Bardem, alguien que no se parece en nada al verdadero Sampedro, pero que hace lo peor que puede hacer un actor: imitar al personaje que encarna. No se comprende cómo tan celebrado actor no cumple con la mínima exigencia de hacer inteligibles sus diálogos mención aparte el uso de las lenguas autonómicas.
Pero una vez más el quid del asunto no está en la forma de la película: fría, impecable y llena de tópicos torpes, como el del tetrapléjico que quiere volar hasta encontrarse con el mar. La verdadera deficiencia de la película está en su moralina, que esconde su falta de moral, su manera elegante y pintoresca de escabullir el bulto. Porque esta película sobre la eutanasia hace cualquier cosa menos debatir el tema de la eutanasia. Como el director no nos muestra la auténtica indignidad de la vida de Ramón (cualquier familiar de enfermo vegetal o tetrapléjico lo entiende de forma mucho más concreta y física), sus ganas de morir se nos presentan como un capricho que hay que permitirle porque finalmente su cuerpo es suyo, y su vida es suya, así que nadie puede obligarlo a vivir.
La justicia y la ley, que son finalmente los grandes antagonistas de Sampedro, se presentan sólo en pinceladas mínimas y descuidadas. Los chicos de la ONG que quieren ayudarlo a matarse son unos santos que sólo aparecen para enamorarse y tener hijos. La Iglesia, representada por un cura siniestro, en una silla de ruedas enorme y aparatosa que llevan dos esclavos, es de nuevo el pasto de la caricatura fácil.
Sólo Belén Rueda y su belleza aporta algo de fibra humana, de duda. A ella y sólo a ella se le creen las ganas de morir y el miedo a suicidarse. Tanto es así que el único móvil comprensible para el suicidio asistido de Sampedro es haber amado y perdido a la rubia abogada.
Hay algo de Berlanga (inconsciente, por desgracia) en ese desfile de mujeres enamoradas de un tetrapléjico que se pelean por quién le va a dar el veneno para morir. Si la película hubiese discurrido por esa vertiente, la de la comedia absurda provinciana, habría podido ser una obra maestra. Pero Amenábar prefirió la meritoria mediocridad.
El héroe de Amenábar no es un santo ni un diablo, sino un ser de una mediocridad y un egoísmo y fatuidad ejemplares. No tiene nada de malo que así sea, lo malo es que la película parece ignorar la sustancia moral de su personaje y tratarlo como a un santo laico, portador de la divina luz del individualismo más ramplón. Comparar estas películas con las que el cine británico, ante temas y personajes igual de polémicos (Ken Loach, Mike Leigh), o da escalofríos o da risa.
Da la impresión de que el cine español, al encontrar una madurez técnica (sonido, luz, imagen, dirección artística de gran nivel), ha entrado en la inmadurez temática. El ya citado Berlanga, Erice, el primer Saura, el primer Aranda y hasta el primer Almodóvar no se permitían el despliegue de tanta falsa ingenuidad.
La pantalla grande española se ha contagiado con la moral y la permisiva morbosidad de la pantalla chica. Porque en un país atravesado por fracturas enormes, algunas antiguas (nacionalismo terrorista, memoria histórica borroneada e instrumentalizada por unos y otros) y otras nuevas (inmigración, desintegración generacional, la pobreza en un estado de bienestar para ricos), sus directores más famosos eligen temas que producen morbo pero no verdadera discusión ni polémica de fondo. –
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