El Festival de Aviñón 2008: Nuevos itinerarios del teatro

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Un hombre sale a escena. Viste un grueso traje gris que le cubre todo el cuerpo. Camina unos pasos al frente y nos dice: “Me llamo Romeo Castellucci.” Poco después, aparecen ocho perros temibles que se detienen formando una fila a lo largo del escenario. A una señal, los perros atacan. Unos muerden el brazo del artista, otros sus piernas, uno más sus genitales. Sin embargo, aunque el cuerpo es sacudido violentamente por los animales, el traje lo protege. El gesto de Castellucci se endurece, pero nunca grita ni muestra miedo. Conforme pasan los segundos, se desarrolla una coreografía macabra que evoca desmembramiento y mutilación. A una nueva señal, los perros sueltan el cuerpo y regresan obedientes a su posición anterior. Así comienza el espectáculo Inferno del director italiano Romeo Castellucci, que se estrenó el 5 de julio de este año en la edición 62 del Festival de Aviñón. Esta obra formó parte de una trilogía escénica basada libremente en la Divina Comedia de Dante, y fue una de las cartas fuertes de la programación.

Desde hace varias décadas la escena contemporánea ha encontrado un escaparate muy importante en este festival, que ha impulsado las trayectorias de artistas como Robert Wilson, Ariane Mnouchkine, Peter Brook y Pina Bausch. Los trabajos que se presentan en Aviñón con frecuencia determinan lo que se va a ver en muchos de los festivales de artes escénicas del resto del mundo. En ocasiones, esta influencia puede durar muchos años: la coreografía Claveles de Pina Bausch, por ejemplo, se estrenó en Aviñón en 1983 y fue vista once años después en el Palacio de Bellas Artes en la ciudad de México. Fiel a su historia, Aviñón no es un lugar exento de disputas; la lista de legendarias batallas entre hacedores de teatro es larga. Como ningún otro festival, Aviñón propicia una discusión intensa, procurando siempre mostrar propuestas innovadoras.

El furioso debate sobre el estado del teatro ocurre dentro de una escenografía muy placentera. Situado a la orilla del río Ródano, en el corazón de la Provenza, rodeado de viñedos y campos de lavanda, Aviñón es uno de los destinos turísticos más importantes del sur de Francia. Sus delicias culinarias y vinícolas colaboran sin duda para atraer alrededor de trescientos mil espectadores. Al igual que en el Festival de Cine de Cannes, el evento se divide en dos partes: por un lado, una selección oficial, resultado de una curaduría muy rigurosa; por el otro, una selección más alternativa que intenta proporcionar un lugar de presentación a todas las solicitudes. Esta muestra, más incluyente y desprovista de consideraciones estéticas, es conocida como el festival Off, y este año presentó 947 espectáculos de música, danza y teatro. Los grupos participantes en ella pagan sus gastos, incluyendo la renta del teatro, y van desde compañías profesionales hasta grupos estudiantiles y amateurs. Durante las cinco semanas del festival se habilitan ciento diez espacios teatrales, un esfuerzo extraordinario que transforma bodegas, casas, escuelas, gimnasios, oficinas, patios, lo que sea con tal de poder albergar un espectáculo. Ya que la oferta es tan grande, muchos espectadores deciden qué ver a partir de los anuncios que los propios actores del festival Off realizan en la calle. Como es de esperarse, el resultado es muy desigual: uno puede encontrarse a la vuelta de la esquina con un elocuente trío de cuerdas o con un estruendo evocador de las estudiantinas de Guanajuato. De cualquier modo hay que reconocer que el Off aporta el tono festivo, al tiempo que la selección oficial (o festival In) se impone, sesudamente, la obligación de pensar el teatro. Ambas partes terminan por complementarse, pero es claro que sus funciones son distintas: la selección oficial cuenta, por ejemplo, con un presupuesto de diez millones de euros, que se invierten en la comisión y presentación de obras. En cada edición se designa además a un artista invitado, que participa en el proceso de programación.

 

La querella de Aviñón

A partir de 2004 la selección oficial ha estado a cargo de Hortense Archambault y Vincent Baudriller, menores de cuarenta años al momento de su designación. El cambio que han impulsado en la dirección del festival es notable y valiente, ya que han insistido en mostrar propuestas que revelan la interacción de disciplinas que, desde hace tiempo, está ocurriendo en las artes escénicas. Hoy es difícil definir si algunos artistas son coreógrafos, artistas plásticos, directores de escena o cineastas; sus trabajos rechazan continuamente las clasificaciones convencionales. Es un hecho que una parte significativa de la producción teatral ya no ve el texto literario como el mapa de la puesta en escena, ni la psicología de personaje como la herramienta principal del trabajo del actor. A mi juicio, la dupla Archambault-Baudriller ha logrado que Aviñón sea el evento que reconoce con mayor claridad los nuevos fenómenos de la escena contemporánea. Naturalmente, hay quienes no comparten esta opinión. Y en este sentido no se pueden ignorar los hechos ocurridos en la edición 2005 del festival, conocida como “la querella de Aviñón” (según algunos, el mayor escándalo en el teatro francés desde el estreno de Ubú rey).

En esa ocasión el artista invitado fue el escultor, pintor y coreógrafo belga Jan Fabre, hombre de temperamento fuerte, crítico feroz de la iglesia católica, famoso por sus enormes dibujos hechos con pluma Bic y su obsesión con el cuerpo humano. El festival se inauguró en el Patio de Honor del Palacio de los Papas con la coreografía La historia de las lágrimas (L’histoire des larmes), una pieza de dos horas en la que los bailarines, con frecuencia desnudos, interactuaban con objetos de cristal de diversos tamaños. El cuerpo y sus fluidos jugaban un papel central; en una escena uno de los bailarines orinaba en una vasija. Varios de los asistentes manifestaron su repudio durante la función, pero la verdadera batalla ocurrió en las semanas posteriores al festival: se publicó una avalancha de artículos atacando o defendiendo no sólo el trabajo de Fabre sino el conjunto de la selección oficial. Además de los ataques de grupos conservadores, llamó la atención el tono iracundo con el que destacados intelectuales de izquierda, como Régis Debray, condenaron los espectáculos por ser “conceptuales”, “frívolos”, “falsamente vanguardistas”, “demagógicos”, “excesivamente violentos”, “elitistas”, “carentes de valores ideológicos”, “un supermarket”, “un desastre artístico y moral”, “contrarios a los principios del teatro popular”, entre muchos otros insultos. El debate se convirtió en una guerra generacional donde unos fueron acusados de jóvenes sarkozystas culturales, y otros, de viejos reaccionarios y nostálgicos.

Archambault y Baudriller sobrevivieron la tempestad. Resulta interesante, e incluso ejemplar, cómo los organizadores del festival ratificaron, pese a las duras críticas, a los curadores y defendieron un proyecto artístico que había sido políticamente incorrecto. En la edición de este año fueron dos los artistas invitados: Romeo Castellucci y Valérie Dréville. El primero pertenece al grupo de artistas que aterrorizó el festival de 2005; la segunda es una actriz destacada que ha colaborado con directores muy reconocidos en Francia, como Claude Régy y Antoine Vitez. Creo que hay una intención conciliadora en el hecho de reunir las trayectorias de un artista renovador y una actriz muy querida por el público. Aun así, la programación de 2008 continuó poniendo el acento en las nuevas expresiones escénicas.

 

Las cosas de Stifter

Es el caso de la pieza robótica Las cosas de Stifter (Stifters Dinge), del alemán Heiner Goebbels, un buen ejemplo del perfil que mencionaba anteriormente. Goebbels se formó como compositor, colaboró frecuentemente con Heiner Müller componiendo la música de sus puestas en escena y durante la década de los noventa empezó a dirigir sus propias obras radiofónicas. Actualmente presenta espectáculos que él llama music theater productions. Esta obra, inspirada en el trabajo de Adalbert Stifter, un escritor austriaco del siglo XIX, conocido por sus vívidas descripciones de paisajes, desarrolla un universo sonoro y visual que se presenta sin secuencia narrativa; dicho de otro modo: la narrativa es la secuencia de acciones.

Tres estanques dividen al público de una instalación que incluye cinco pianos, algunos dispuestos verticalmente, y varias máquinas. Al fondo se ven tres árboles, sin hojas, que parecen salir de los pianos. Cuando el espectáculo inicia, las máquinas comienzan a producir sonidos. Al poco tiempo salen a escena dos técnicos que ciernen un polvo blanco sobre los estanques. Una vez que ellos desaparecen, se produce una reacción química que provoca la explosión de pequeñas burbujas que, a su vez, se convierten en pequeñísimas nubes. Conforme pasa el tiempo, se construye un paisaje similar al que uno observa desde un avión. Tres pantallas suben y bajan muy lentamente, y en ellas se refleja lo que ocurre en los estanques. La reacción química alcanza su máximo y luego decrece. Hay un momento de silencio. Después, una gota de agua cae en uno de los estanques y sus ondas extensivas se proyectan en toda la capilla como una explosión en cámara lenta. Caen más gotas hasta producir una lluvia que con el paso de los minutos vuelve a decrecer. También se proyecta un video con imágenes abstractas, que parecen tomadas de un cuadro de Rousseau. En el clímax, la instalación entera con los pianos se mueve lentamente desde el fondo hasta el frente del escenario.

La fascinación que produce Las cosas de Stifter es similar al efecto hipnótico de una obra de títeres, sobre todo cuando se logra representar lo grandioso en miniatura.

 

Las tragedias romanas

Como es de suponerse, no todos los espectáculos del festival fueron un homenaje a la maquinaria escénica ni se realizaron sin actores.

De hecho, uno de los montajes más esperados fue la decepcionante Partición de mediodía, de Paul Claudel, con Valérie Dréville y Jean François Sivadier, que este año inauguró el festival en la Carrière de Boulbon, una cantera abandonada, rodeada de imponentes rocas, que Peter Brook escogió para estrenar su célebre Mahabharata en 1985. En este escenario, de proporciones monumentales, se representó la obra intimista y autobiográfica de Claudel en una puesta en escena dirigida colectivamente por los mismos actores. Un ejercicio que, a juicio de Nicolas Bouchaud, otro de los intérpretes, “pone en duda los roles del director, el actor y el iluminador”. Por tres horas sin intermedio, en la escena vacía y a cielo raso, cuatro actores recitaron de modo impecable sus parlamentos, realizando paralelamente una gran variedad de acciones. El resultado no fue muy feliz. Sobresale un gran amor por la sonoridad del lenguaje, muy característico del temperamento autóctono, pero, aunque intenta ser contemporánea, Partición de mediodía termina por reproducir una teatralidad decimonónica, donde el actor recita el verso.

Y es que la escenificación de un texto siempre requiere una razón poderosa que sustente el trabajo y que propicie el diálogo con el público. “¿Por qué hacer esto hoy?”, es la eterna pregunta del director, que se responde de manera brillante en Las tragedias romanas, espectáculo de seis horas de la compañía holandesa Toneelgroep, dirigida por Ivo van Hove; tres obras de Shakespeare (Coriolano, Julio César y Antonio y Cleopatra) en un trabajo que, no obstante su duración, sorprende por su vigencia y originalidad.

Las tragedias romanas se representó en el gimnasio de una escuela, lo que no significó que el espectáculo fuera austero. Por el contrario, al entrar uno se encontraba con una gradería de seiscientas butacas y un amplio escenario, perfectamente bien equipado. Su disposición, sin embargo, era curiosa porque lo que había sobre la escena, más que una escenografía, era una multitud de amplios sillones colocados de distintas formas y televisiones y pantallas por todas partes. En el lado derecho, había un gran letrero que decía “Internet”, y, debajo de él, mesas con computadoras. En las orillas del escenario se veían varios puestos que vendían bebidas, sándwiches, pasteles.

En la primera escena aparecen dos mujeres vestidas en atuendo contemporáneo: son Volumnia y Virgilia, la madre y la esposa del general Coriolano. Discuten sobre la guerra entre romanos y volscos. La esposa se lamenta de que su marido esté ausente; la madre dice que preferiría la pérdida de once hijos en un campo de batalla antes que ver a un vástago suyo en la inacción. Una amiga irrumpe con noticias de la victoria romana. Las tres desaparecen. En ese momento empieza a correr una cuenta regresiva de cinco minutos en todas las televisiones y una voz avisa al público que, si lo desea, puede sentarse en los sillones y adquirir los productos que se venden en los costados del escenario. La voz agrega: “Si lo requieren, pueden consultar gratuitamente su correo electrónico. Siéntanse con la libertad de caminar por donde gusten, ir al baño o hacer lo que les plazca.” Cuando la cuenta regresiva llega a cero, la obra se reanuda; y cada veinte o treinta minutos se hace un corte para invitar al público a reacomodarse y seguir viendo la obra desde otro lugar. El terrible conflicto shakespeareano se desarrolla entre gente que observa los hechos por televisión mientras come papas y bebe cerveza.

Ivo van Hove logra representar de manera provocadora el espacio de la política contemporánea: los protagonistas se pelean el poder entre una masa que los observa pasivamente desde una cotidianidad que no parece corresponder con la sangre derramada. El contraste es fuerte: Aufidio asesina a Coriolano, Bruto y Cassio traicionan a Julio César, Antonio y Cleopatra se quitan la vida junto a criaturas que los observan extendidos voluptuosamente en unos sillones. Abundan las referencias a Estados Unidos, a sus guerras y magnicidios. Y aunque la comparación resulta obvia, no hay cómo negar el paralelismo. Las tragedias romanas es una obra que utiliza los paradigmas de Shakespeare para reflexionar sobre el drama del individuo que gobierna: “No soy un cínico, ni un escéptico. No me interesan los juicios simplistas, sino explorar la complicada relación entre el individuo y los mecanismos que producen las grandes crisis”, afirma Van Hove. Sus extraordinarios actores logran este objetivo con creces, haciendo de este maratón teatral un hecho memorable.

 

La divina comedia

Por último, volvamos a Castellucci. Desde 1998 el director italiano y su compañía Socìetas Raffaello Sanzio han sido invitados frecuentes en Aviñón. Formado como ingeniero agrónomo y posteriormente como artista plástico, Castellucci comenzó a producir espectáculos en los años ochenta. Su teatro revisa con frecuencia textos clásicos pero, en vez de escenificarlos, los usa como inspiración para construir acciones e imágenes escénicas. Su trabajo se basa en personajes arquetípicos o mitológicos que él reelabora con un rostro contemporáneo. Es el caso de La divina comedia, donde no recrea los versos del poema sino que inventa su propio recorrido, se asume como un Dante contemporáneo. Por eso nos dice su nombre cuando aparece al inicio de Inferno. Lo que sucede a continuación es una secuencia performativa: no hay actores encarnando personajes sino personas que realizan acciones. Por ejemplo, un hombre, cuyo cuerpo está maquillado de blanco, sube lentamente por el altísimo muro del Palacio de los Papas, clavando los dedos de sus manos y pies en las pequeñas grietas que encuentra a su paso. Conforme sube, adopta distintas posiciones. Al llegar al rosetón, extiende los brazos y las piernas convirtiéndose en un dibujo de Leonardo o en un insecto kafkiano. Todo el ascenso es una suerte de recorrido por la historia del arte. Naturalmente, esta persona no es un actor ni un bailarín sino un rapelista profesional. De hecho, la mayor parte de las escenas de Inferno están montadas con un grupo de voluntarios, no con actores. Hay escenas multitudinarias, coreografías muy sencillas que evocan muertes y genocidios y que se realizan al tiempo que un caballo blanco aparece con el lomo cubierto de sangre o que televisiones caen al escenario desde altas ventanas. El lugar de Virgilio lo ocupa Andy Warhol, quien aparece sobre un automóvil chocado, tomando fotos instantáneas. En el Inferno de Castellucci no existe un concepto de pecado, más bien se sugiere que el infierno está en nosotros: no sólo en las guerras y en la destrucción sino en la frivolidad, en el abismo de la superficie, en la imagen sin significado.

Si Inferno es multitudinario y performativo, Purgatorio es solitario y teatral. La segunda parte de la trilogía sugiere eventos cotidianos, como una madre que sirve el desayuno a su hijo, pero teñidos de algo siniestro. Pareciera que Castellucci ve el purgatorio como una réplica del mundo, una repetición de la vida en la que estamos obligados a revisar quiénes hemos sido. La escenografía representa de modo realista una casa elegante y espaciosa. La sucesión de eventos llega a su clímax en un aparente acto de violencia familiar que ocurre fuera del escenario. Se escucha la voz del padre gritándole a su hijo que abra la boca y, luego, el imparable llanto del niño. Da la impresión de que está siendo abusado sexualmente, pero en la siguiente escena aparece abrazando a su padre. “Ya pasó, papá, ya pasó”, le dice tiernamente. Es un momento escalofriante y ambiguo. La alucinante escena final representa una visión del hijo: un desfile de objetos indescriptibles, plantas carnívoras y flores de todo tipo avanzan frente al niño, demostrando la inagotable imaginación escénica del italiano. Aunque enigmático y oscuro, Purgatorio es una obra de gran impacto emocional.

Anunciada como instalación teatral, Paradiso, que se presentó en la Iglesia de los Celestinos, es una pieza muy breve, de sólo un par de minutos. El espectador entra a un cuarto negro y repentinamente descubre un círculo que deja ver el interior de la iglesia. Está vacía e inundada. Sólo hay un piano al centro. La luz, reflejada en el agua, vibra en toda la arquitectura. Del mismo modo que se abrió, la imagen se cierra violentamente. Este ciclo se repite un par de veces. El paraíso, parece decirnos Castellucci, es algo que sólo vemos por unos segundos.

No hay espacio para hablar de todas las propuestas que se presentaron este año en Aviñón, pero pienso que hay una diversidad de perspectivas que anuncia cosas buenas para el teatro en Europa. En una entrevista reciente Castellucci sostiene que “la escena teatral europea atraviesa un momento fecundo porque finalmente la figura de los grandes maestros está desapareciendo. No tienen nada más que decir. Ya han vampirizado demasiado a las generaciones jóvenes. Por suerte, han llegado a su punto final. Sin ellos, la escena es mucho más libre, hay más disponibilidad, más libertad para trabajar con una imaginación completamente abierta.” ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que ocurra lo mismo en México? ~

 

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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