El Icono Marlene (1904-1992)

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eslumbrado, el poeta Jean Cocteau le dijo al encontrarla en Montecarlo: “Comienzas llamándote como una caricia y terminas apellidándote como un latigazo.” Jean, volandero y agudo (pues llevaba en el apellido un gallo: cocq, y un cuchillo: couteau), acaso sabía que

el nombre Marlene era lo que Lewis Carroll llamaba una palabra-valija, y que en un nombre-valija se habían unido los nombres Maria y Magdalene.
     Adoptando ese sintético nombre (ya célebre por una canción de soldados de la primera guerra mundial: “Lily Marlene”), la muy rubia y muy bien formada muchacha Maria Magdalene, nacida en 1901 según el registro civil, o en 1904 según ella misma, interrumpió una supuesta carrera de violinista de concierto para, en 1923, irrumpir en el cine como actriz. Llevaba tal impulso en la nueva vocación que para 1929 ya figuraba como actriz secundaria en los créditos de una quincena de películas hoy olvidadas y a saber si olvidables.
     En 1930, contratado por la UFA para dirigir una película de producción angloalemana, llegó a Berlín el ya afamado realizador hollywoodense (de origen austriaco) Josef von Sternberg. El guión de la película trataba de la demolición moral de un viejo y honorable profesor de liceo por una vulgar vampiresa del tugurio cantante llamado Der Blaue Engel (El Ángel Azul). Cuando von Sternberg hizo en los estudios berlineses una prueba fílmica a Marlene, advirtió su fotogenia y, aunque la oyó cantar mediocremente, gustó de su voz ronca que (según después dijo) parecía “originada no en la garganta sino en el coño”; e inmediatamente supo que ya tenía a la intérprete de Lola-Lola (el doble nombre de dos olas y cuatro líquidas eles asignado a la antiheroína, que en la novela era solamente una tal Rosa).
     Cineasta barroco entre charlatán y poeta, Sternberg, que entendía el cine principalmente como la magia de la fotogenia, el arte decorativo y el poder del melodrama, convirtió la espesa y vulgar novela de Heinrich Mann en un quietista y opresivo asunto de densa atmósfera y constante claroscuro, hizo del cabaret Der Blaue Engel un humoso paraíso-infierno a lo Toulouse-Lautrec, dio una dimensión trágico-grotesca al mediocre e infeliz profesor Unrath (sobregesticulado por el actorazo Emil Jannings) y trató a la blanquirrubia fräulein Dietrich como una hermosa bestia sexual, más que como actriz. En una emblemática escena colectada por la iconografía sagrada del cine, Lola-Lola-Marlene, coronada por el plateado sombrero de copa, sentada en el viejo barril en la esquina del tablado cabaretero, mostrando impúdicamente los poderosos muslos a medias enfundados en medias negras, cantaba con voz rasposa y caliente: Ich bin von Kopf bis Fuss aus Liebe eingestellt!: “¡Estoy de los pies a la cabeza hecha para el amor!” (Anécdota lateral: cuando el pequeño Mann protestó: “Mi novela ha sido traicionada; la película no trata de la Alemania actual ni de nada serio, sólo se interesa en los perniles de fräulein Dietrich”, von Sternberg respondió: “Le aseguro a herr Mann que los ‘perniles’ de la gloriosa fräulein Dietrich son suficientemente alemanes como para interesarse seriamente en ellos.”)
     El ángel azul fue una obra maestra que añadió laureles a Von Sternberg, aureoló más al monstruo sagrado Jannings e hizo que Marlene fuese urgidamente solicitada desde Hollywood. De allí en adelante, de 1930 a 1934 y durante seis películas más, Sternberg-Pigmalión dedicaría su gran talento, su quizá no genio pero sí su genialidad, a completar, perfeccionar, magnificar, idolatrar al icono Marlene-Galatea convirtiéndolo en una viviente catedral de ondulada rubiez, cariciosa seda, ceñidas medias, coquetos olanes, palpitantes plumajes, flotantes gasas, ardientes joyas, frías piedras preciosas, e incluso una coruscante bisutería que hacía más lujurioso el lujo añadiéndole una pizca de vulgaridad. Cineasta fríamente alucinado, iconógrafo obsesivo de la Mujer, entronizó a la Dietrich como un Santo Grial en escenografías delirantes como altares de intrincado barroquismo. Le reiteraba vistosos papeles de aventurera, de puta cosmopolita, de vampiresa, de mujer “perdida” por la que los hombres se “perdían” (aunque en los pocos e inverosímiles happy ends ella se redimiese por amor a los virtuosos Gary Cooper y Herbert Marshall). Y la hacía transitar por ambientes magníficamente turbios, por algún lejano país exótico y misterioso pero siempre made in Hollywood (“China” en Shanghai-Express, “Arabia” en Marruecos, “Rusia” en La emperatriz escarlata, “España” en El diablo es una mujer). Enamorado de la singular criatura cada vez más artificial que iba soñando, recreando, acariciando con una mirada perpetuamente fascinada, lo mismo rodeaba a la diva de un inmenso palacio o de un suntuoso/sórdido burdel o un barcasino de rufianería y puterío, que la enmarcaba en un abigarrado, aleteante y cacareante gallinero. Hizo así lo mejor de su filmografía en torno al icono de su minerva y de su culto. Marlene se sternbergizó, se artificializó, dejó de ser la hembra aún natural aunque perversa de El ángel azul para convertirse en la emblemática femme fatale que se diría fabricada para contradecir el dictum de Baudelaire: “La mujer es natural, luego abominable.” El mago de los claroscuros y de las tomas quietas con vibración interior, “trabajó” a Marlene, la adelgazó, la reconstruyó, la hizo sacrificar parte de su dentadura para que se le afinara el óvalo facial y se le resaltaran los felinos pómulos. Fue además, sólo para ella, un modista, un maquillista, un instructor de gestualidad. Sus películas más que relatos son como grandes rituales profanos celebrados en enormes y variados bazares con multitud de objetos heteróclitos e insólitos, siempre conjuntados en something rich and strange (diría Shakespeare). En El diablo es una mujer, esa españolada con el consabido argumento de macho vip atrapado por la hembra fatal Concha como por una nueva versión de Carmen (Marlene en pelo oscuro), Sevilla está sintetizada en un perpetuo carnaval de sombreros calañeses, de olanes, lentejuelas, faroles, balcones, y una lluvia de serpentinas que aprisiona a los personajes. En la aún más delirante La emperatriz escarlata, Marlene vive en el intrincado palacio moscovita de un zar loco y rodeada de una multitud de dramáticas estatuas cuya gesticulación inmóvil contrasta espectacularmente con la movilidad de los actores. En esa filmografía las peripecias del argumento pueden suscitar momentos de una rara y poética extrañeza, como aquel, en Blonde Venus, en el cual de la tosca y oscura pelambre de un gorila que baila groseramente en un escenario, van saliendo los sedosos, los blanquísimos hombros y brazos y finalmente el cuerpo entero de Marlene, cantante zootrasvestista. Pero en esos verdaderos caprichos cinematográficos el argumento solía ser lo de menos, mientras ver a Marlene siempre fue, no lo demás, sino lo más.
     Al romper la relación profesional y quizá sentimental con Pigmalion-Sternberg, Marlene, sin abandonar su brillo de “thing of beauty and desire” fue abandonando su soberana condición de icono. Eficaz aunque limitada actriz, con el prestigio de las piernas tanto más deseables cuanto menos las enseñara, Marlene se avocó o se resignó a perder la magia del mito y de la fatalidad y a dar en pantalla una imagen más realista, “más humana” y cotidiana. Desternbergizándose para hollywoodizarse mejor, supo adaptarse a la comedia de salón y champagne (Ángel, del gran Lubitsch), al extravagante melodrama “árabe” (El jardín de Alá) e incluso a un género tan silvestre y viril como el western (Destry rides again, de George Marshall, y Rancho Notorious, del gran Fritz Lang), o hacer un camafeo en algún superproducido monstruo fílmico (la plúmbea La vuelta al mundo en ochenta días, de 1956) o en una película de Hitchcock, Stage fright, 1950, que no estuvo a la altura de ella ni de Hitchcock. Ahora se la empleaba como un bibelot prestigioso para películas de look distinguido. Y si nunca volvió a desenfundar los legendarios muslos de Lola-Lola (élégance oblige!), mostraba aún las finas pantorrillas y el buen porte sobrevivientes a sus cincuenta, sus sesenta, sus setenta años admirablemente llevados. Si la década de los cuarenta, que con sus dramas o comedias más o menos realistas no le resultaban bien a una presencia cuyos mejores momentos se habían dado en el artificio, en el delirio barroco, en el romanticismo de cierto cine de los años treinta, se rescató a sí misma en una ácida comedia de Billy Wilder sobre la posguerra berlinesa: A Foreign Affair, de 1948; y sobre todo en dos de la década de los cincuenta en la que hizo dos papeles sublimes: Witness for the Prosecution, de Wilder, 1958, y para Orson Welles, Touch of Evil, del mismo año. En ese drama negro y tortuoso Welles es un viejo policía gordo y corrupto, y Marlene la madama de un melancólico prostíbulo de una población fronteriza del sur de los Estados Unidos. En una secuencia de tonalidad nostálgica, mientras en el penumbroso fondo suena una pianola melancólica, Marlene analiza a Orson con mirada irónica y compasiva de vieja amiga y le dice: “Te ves hecho una ruina.” Y él le rinde honores: “Y tú, estás tan bien como siempre.”
     En la edad otoñal, su resistente buena figura y su sensual voz profunda, con algunos matices casi viriles que le acentuaban la feminidad, le permitieron desde los años sesenta reciclarse dando one woman shows por todo el mundo. Terenci Moix, que, acompañado de un grupo de actores británicos, asistió en 1965 a uno de sus espectáculos en el Queen’s Theatre de Londres, escribe sobre ese acontecimiento:

Marlene, conservando su mito, lo trascendía. Cada gesto, cada forma de sonreír, de dirigirse al público cortando por un momento la canción, eran de una sabiduría suprema, que ya no era de von Sternberg. … La grandeza actual provenía realmente de algún otro lugar que yo no llegaba a aprehender. Hasta que la esposa de uno de los actores dijo:
     “—El espectáculo es ella misma.”

Y en 1979, cuando, doce años antes de su muerte, publicó sus memorias sobriamente tituladas My Life Story, una gran parte de sus recientes fans, que por los “cronistas de la estrellas” le sabían chismes de su bisexualidad, de sus habilidades culinarias (“la mejor freidora de huevos”, según Ernest Hemingway) y de su salaz chismografía en las parties de Billy Wilder (“Cuenta de cuando te cogiste a Greta”, le decía el feroz realizador de Sunset Boulevard y de Fedora), supieron ahora lo que sabíamos ya los cinéfilos de anteriores generaciones: que en los primeros años cuarenta el gobierno nazi, quizá el mismo führer, la invitó a retornar a Alemania para ser la suprema diosa del cine alemán; y que ella respondió enrolándose en las filas de los Aliados como entertainer para los soldados americanos enviados a los frentes de guerra de Europa.
     Bella y brava “Lily Marlene”. –

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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