El museo del Chopo

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Parecía una buena idea. Una caja de vidrio flotando dentro de un armazón industrial. El contraste entre dos lenguajes arquitectónicos con un siglo de diferencia y el uso de materiales similares: acero, vidrio y madera. La ocasión no podía ser más propicia, el Museo Universitario del Chopo necesitaba una ampliación y una rehabilitación urgente. Además, era la oportunidad para reforzar las áreas culturales de Santa María la Ribera y Buenavista, el complemento ideal de la Biblioteca Nacional José Vasconcelos. Pura corrección política, la puesta al día del patrimonio arquitectónico de la ciudad de México.

En 1903, un empresario mexicano, José Landero y Cos, compró un pabellón de la Exposición de Arte e Industria Textil de Düsseldorf, una estructura metálica con grandes ventanales de vidrio diseñada por Bruno Möhrig, lo desarmó, lo embarcó y lo volvió a ensamblar en la entonces naciente Santa María, cerca de la estación ferroviaria de Buenavista. En 1910, esta estructura sirvió para albergar el Pabellón Japonés en las Fiestas del Centenario de la Independencia de México y en 1913 el edificio fue convertido en el Museo de Historia Natural, un museo muy popular en su tiempo; aquí la gente venía a observar esqueletos de mamuts y dinosaurios. Posteriormente, se construyó el Museo de Historia Natural de Chapultepec y el pabellón metálico fue abandonado y de vez en cuando utilizado para filmar películas de terror. La UNAM lo rescató en 1975 creando el Museo Universitario del Chopo, un espacio cuyo propósito ha sido promover y exponer proyectos artísticos de movimientos culturales urbanos que tienen poco acceso a otros sitios. El museo funcionaba relativamente bien; sin embargo, era un hecho que el edificio había quedado obsoleto frente a sus necesidades. En 2006 el museo fue cerrado para que su rehabilitación a cargo del arquitecto Enrique Norten se llevara a cabo. La reinauguración tuvo lugar en mayo de 2010.

Así apareció entonces la idea de la cajita de vidrio. Un volumen exento al centro del espacio que aumentaría el área de exhibición y alojaría todos los servicios necesarios. Parecía ser una intervención sutil y al mismo tiempo contemporánea, alejada de las tendencias conservadoras de cierta tradición mexicana de restauración de monumentos. Sin embargo, el resultado decepciona. El programa resultó ser demasiado grande, provocando que la escala de la caja aumentara y terminara por invadir el espacio. La sutileza quedó en el olvido. Ahora el gran vacío del edificio antiguo es imposible de observar de un solo golpe como sucedía anteriormente, solo quedan perspectivas angustiadas en las orillas del museo. La caja de vidrio resultó ser un volumen solipsista de concreto, metal blanco y vidrios opacos. En lugar de que la ampliación del museo funcionara como un pabellón transparente para observar la estructura del edificio antiguo, ahora parece que la construcción original es solo un contenedor de lujo para admirar la nueva intervención. El museo queda entonces dividido en dos espacios que compiten entre sí. Uno, el contenedor, ha perdido su fuerza espacial; el otro, la caja introspectiva, contiene unas salas-rampas de proporciones excesivamente ajustadas que ascienden en completo autismo. Incluso la cafetería, que ocupa el espacio central y que podría ser el centro visual del proyecto, se pierde en la claustrofobia al estar oprimida bajo un nuevo techo. Los únicos espacios en que los dos edificios se relacionan son: la sala superior, de uso ambiguo, desde donde es posible observar la techumbre antigua a pocos metros de distancia, y la terraza exterior, que perfora uno de los antiguos ventanales y crea un mirador rodeado de árboles.

El lenguaje arquitectónico de Enrique Norten, repetido una y otra vez, ha perdido fuerza con el tiempo. Algo que en su momento tenía cierta radicalidad en el contexto mexicano y que era una sana reacción en contra del lenguaje regionalista y de las cursilerías posmodernas, ahora se ve como una arquitectura cansada, envejecida desde su nacimiento. El nuevo edificio al interior del Chopo, al ponerse a competir con la estructura original, no solo sale perdiendo sino que estorba. De hecho, la estructura original del museo, restaurada de manera impecable, tiene un carácter más atemporal y en cierto sentido parece más contemporánea. Es una paradoja que la intervención sea excesiva y al mismo tiempo lo sea utilizando un lenguaje anodino. No tiene la elegancia formal de la Tate Modern de Herzog & de Meuron ni tampoco la radicalidad conceptual de la remodelación del Palais de Tokyo de Lacaton y Vassal. Una idea inteligente ha sido víctima de su miopía. Pudiendo abrir perspectivas, la caja se cierra en sí misma; pudiendo generar un diálogo, se enfrasca en un monólogo; pudiendo asumir un papel discreto, se expande. Si en la Biblioteca Nacional José Vasconcelos el esqueleto de una ballena se ve opacado por la escala del edificio, aquí ya no hay sitio para el esqueleto de un dinosaurio. El nuevo edificio, torpe, pesado, es el dinosaurio.

Un inmueble histórico ha sido rescatado. Ahora cuenta con 1,186 m2 de exhibición adicional, 847 m2 con control de temperatura y humedad, un foro teatral para 216 personas y un cine para 132. Está equipado con red inalámbrica, generación de energía eléctrica con celdas solares, reutilización de aguas pluviales. Ahora es “El Chopo Sustentable”. Genial. Todo esto era sin duda imprescindible y ha sido un acierto, sin embargo, las adaptaciones técnicas deben darse por descontadas en una rehabilitación de este tipo, no tienen nada que ver con la calidad espacial ahora ausente. El contraste y diálogo de dos lenguajes arquitectónicos de épocas distintas no se ha dado. La caja de vidrio quiso comerse el armazón de metal. Se necesitaba discreción, quizá algo de humildad, y la comprensión fundamental de que hay vacíos contundentes que deben respetarse. Algo que podría parecer obvio se olvida con frecuencia: el vacío importa. ~

 

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