El origen del deseo

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Con razón se ha dicho que el deseo sexual es epítome y compendio de todo deseo: forma aguda de polarización del ser que todo lo arrastra, poderosa energía que precipita a sus víctimas por despeñaderos de fin desconocido. Es el deseo de los deseos. Pero, cabe preguntar, ¿de dónde viene semejante rayo, una tal fuerza bruta de la naturaleza?
Las respuestas han variado con el tiempo, y, sin duda, con el temperamento del respondiente.
     San Agustín decía que el origen del deseo está en la humana desobediencia al mandato divino. Pues inmediatamente después de haber cometido ese soberano error, ese atroz extravío que fue el desatender las instrucciones de Dios, el alma de los primeros seres humanos "se regocijó en la propia libertad de actuar perversamente y desdeñó el servicio de Dios; y fue por eso que se le privó del servicio obediente que hasta entonces el cuerpo le había prestado" (Civitate Dei, libro XIII, cap. 13). Es decir, así como el alma humana, por razón de su natural obcecación y contumacia, desconoció el orden supremo y a su amo y señor, de igual manera el cuerpo desconoció la voluntad de quien antes había sido incondicional vasallo. Fue así que el cuerpo comenzó a apetecer en oposición al espíritu, pues, según frase del texto paulino, "los deseos del Espíritu son contra la carne" (Gal. 5, 17).
     Esta interpretación conlleva otros problemas. Ya se sabe que el hambre sexual puede ser cruelmente tenaz: muerde y remuerde, sobre todo a cierta edad y en determinadas condiciones. Pero si es verdad que lo propio del cuerpo es y ha sido, desde la caída original, desatender la voluntad y hacer caso omiso de los dictados del espíritu, entonces quienes sucumben a la tentación son sólo pobres víctimas. No hace falta ser casuista para entender, una vez más con el venerable santo de Hipona, que "ningún hombre peca en lo que no puede evitar" (De Libero Arbitrio III; 18). ¡Qué bella excusa! Aquí es donde el sentir popular se figuró haber encontrado la exculpación a sus faltas que tanto buscaba.
     En la divertida anécdota relatada por Tallémant des Réaux, un caballero italiano escucha, contrito, las amonestaciones de su confesor. Éste le pondera las ventajas de la templanza, al tiempo que le pinta, con vívido lenguaje, los horrores y peligros de una vida concupiscente. "Ya, padre, ya. Yo estoy enteramente de acuerdo", exclama el arrepentido penitente. Y agrega, poniendo los ojos en blanco y señalando a su región genital: "Pero, vamos a ver, ¡háblele usted a esta bestia!"
     Los moralistas nunca han admitido la excusa de la ingobernabilidad del cuerpo. La moral sexual establece como principio invariable la posibilidad de detener los estragos de la lubricidad y, correlativamente, el deber moral de aplicar el freno a tiempo. El primer movimiento del alma, por erróneo que sea, es esencialmente corregible; sólo aquellos que capitulan ante la primera arremetida de la lujuria quedan expuestos a sus futuras expoliaciones. De ahí la necesidad del castigo. Una antigua tradición entre moralistas justifica la penitencia como medio idóneo para contener el libertinaje. Ya los antiguos comparaban los órganos del cuerpo a niños, es decir seres inmaduros que son relativamente fáciles de gobernar; en cuanto a los desobedientes, losrecalcitrantes, descorteses e inciviles, su sometimiento requiere mayor firmeza. Para los sabios de la antigüedad grecorromana, entre ellos Sócrates —"el bujarrón prudente", como lo apodara Camilo José Cela—, los órganos sexuales que desobedecen los mandatos de la razón son como esclavos insolentes o como ni-ños malcriados, cuya edificación y vuelta al redil requiereunos cuantos palmetazos bien dados.
     Y los sabios de hoy, ¿qué dicen al respecto? Para empezar, no está claro a quién hemos de llamar "sabio" en la época actual. Pero si preguntamos quién tiene el mayor poder de cambiar la faz del mundo mediante su intelecto, se nos dirá, sin duda, que el científico. A él se dirige el mundo atribulado para encontrar soluciones y remedios; de él se espera la domesticación absoluta del entorno, el dominio completo del tiempo y del espacio, la supresión cabal del dolor, la exterminación total de lasenfermedades, y hasta —¡oh credulidad colindante a la locura!— el aplazamiento indefinido de la muerte.
     Pues bien, el científico actual nos propone un modelo de burdo materialismo. El cuerpo, dice, es máquina: resortes, tornillos, ruedecillas, engranaje, y así por el estilo. Enfermedad, agrega, es la máquina descompuesta. Un mecanismo terriblemente complicado, si se quiere: los resortes ytornillos son retorcidos sistemas macromoleculares en delicado y sorprendente equilibrio. Complejísimo, pero mecanismo al fin y al cabo: nada que, con paciencia y determinación, la mente humana no pueda llegar a desentrañar. ¿Y el deseo? Aquí el deseo no sería sino acción y efecto de la maquinaria. Desear a éste o aquél, ésta o aquélla, dependería del arreglo y funcionamiento del engranaje. Es así que en la época actual la prestigiosa revista Science publica trabajos que tienden a demostrar la "base biológica", como se estila decir, del deseo. Apenas en 1991 aparecía el manuscrito del doctor Simon Le Vay (vol. 253, pp. 1034-1037), supuestamente dejando porsentado que hay diferencias anatómicas entre el cerebro de un hombre homosexual y el de un heterosexual. La implicación era clara: que un hombre se encienda de deseo con el voluptuoso espectáculo de suaves redondeces femeninas, o prefiera, a la manera de los antiguos helenos, las más angulosas ymusculares formas de un efebo, es algo que depende fundamentalmente de que haya, o no, un cierto grupo neuronal en el hipotálamo.
     En su forma más sutil, el concepto de cuerpo qua mecanismo (fábrica, decían bellamente los antiguos) se resuelve en puras esencias, o sea en relaciones físico-químicas. El deseo no sería sino una forma del endiablado entrejuego de hormonas, "exo-actonas" o feromonas, y otros principios de bárbara nomenclatura y concepción reciente. La medicina contemporánea admite que el decaimiento del deseo sexual, como ocurre en mujeres posmenopáusicas y en hombres naturalmente adversos al ejercicio venéreo, es un mal a tratarse con andrógenos, sobre todo la testosterona y compuestos análogos. La industria farmacéutica no ceja en su empeño de sintetizar nuevos productos con que azuzar el deseo. Son legión los ya existentes. Hay quien habla de una verdadera "bioquímica de Eros".
     Sobra decir que el materialismo a ultranza de este esquema no es aceptado sin reservas. Basta ver que el deseo se borra cuando hay depresión, ansiedad, temor o una relación maritalconflictiva, para convenir con aquellos que trazan el origen del deseo más en la mente que en el cuerpo. El deseo está en el limo de la memoria; germina en el subsuelo del alma. Su patología, es decir el deseo aberrante, la anormalidad o perversión, viene a ser la persistencia, en estado fijo, diríase petrificado, de previos estadíos del desarrollo psicosexual del paciente.
     Nótese, empero, que el deseo es fuerza centrífuga; va siempre dirigido al Otro. El onanista no se desea a sí mismo: suple, con acrobacia imaginativa, la realidad de la ausente. El onanista puede, si quiere, sacar de su cerebro todo un serrallo: la imaginación le permite ser sultán. Cualidad específicamente humana: poder hacer el amor con fantasmas. Que el deseado sea del mismo sexo que el deseante, o del opuesto; que se le desee como objeto de adoración o de sacrificio o tortura; de cuerpo presente o en efigie; en vida, o en la muerte (como en esas narraciones que hielan la sangre, de amantes abrazados al cadáver de la amada en estado de putrefacción); en una forma o en otra, el deseo fluye siempre hacia afuera, se encamina siempre hacia el Otro.
     Como fuerza eferente que nos enlaza en una relación con otra individualidad, el deseo es eminentemente social. No es de extrañar, entonces, que el origen del deseo se haya buscado también en la dinámica social. Hay una interpretación marxista que ve el deseo erótico como una forma de dominación y explotación de las mujeres, apoyada por una parte en el poder económico que detentan los hombres, y por otra en la conceptualización de la mujer como objeto de propiedad. El marxismo luce desmejorado en buena parte del mundo, pero no todo el cuerpo de doctrina está desahuciado. De hecho, el feminismo militante rescata y hace suyos aquellos postulados que miran a la reivindicación de la mujer. Es curioso cómo las mismas proclamas sirven igual en la lucha de clases y en la contienda de los sexos. El capitalismo opera de manera diferente. Donde el principal móvil de la colectividad es el dinero, el deseo se convierte en un artículo más de la economía de consumo. La publicidad exaspera, de mil maneras, el deseo sexual, al tiempo que tiende a reducir a la mujer a un estado de servidumbre. En la frase de Octavio Paz, "el capitalismo ha convertido a Eros en un empleado de Mammon".
     Alguien se extrañará de no ver aquí mención del amor. La omisión es deliberada. Tema formidable del que todo se ha dicho y del cual todo está aún por decirse, el amor introduce infinitos refinamientos y complicaciones. El deseo sexual es explosión vital, estallido de vida que se desborda; es el alegre campanazo con que Eros responde al lúgubre tañer de la campana de Tánatos. El amor, en cambio, es fuga y variaciones. Va de un tema a otro. A veces dirige el coro de la vida, otras veces sigue la partitura de la muerte. Y en más de una ocasión el amante se queda suspenso entre los dos polos, exilado en un mundovirtual donde no sabe bien a bien si vive o muere, porque muriendo vive y viviendo muere.
     No, lo mejor es no volver la mirada a tan insoluble problemática. El deseo erótico es elemental, unívoco y unidireccional. No dan cuenta cabal de él los argumentos teológicos, pues éstos cambian con las diferentes religiones. Tampoco lo explican los datos de la biología, que desatiende el psiquismo; ni la psicología, que a veces olvida que somos entes biológicos. El deseoerótico no se entiende mediante modernas teorías políticas o económicas, pues es anterior a la economía, a la política y a todas las organizaciones sociales. Es, en suma, anterior a toda creación humana. El origen del deseo está en la fuente misma de la vida: es onda cósmica, soplo generador; tensión primigenia que hace manar la vida; pulsión vital que comparten todos los seres vivos del planeta. –

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(Ciudad de México, 1936) es médico y escritor. Profesor emérito de la Northwestern University. Su libro más reciente es Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad (Grano de Sal/uv, 2021).


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