La obra de Juan Rulfo consta de poco menos de medio millón de palabras. Varios millones más se han escrito sobre ellas. En fechas últimas millones más se han arrojado a la prensa, incluso con dolo. Se exalta el laconismo de Rulfo pero se practica poco.
Rulfo murió hace veinte años, el 7 de enero de 1986. Su trascendencia quedó asegurada tiempo antes, con la publicación de la colección de relatos El llano en llamas, en 1953, pero sobre todo con la de Pedro Páramo, su segunda y última obra, en 1955. Pedro Páramo fue discutida por algunos pero resultó deslumbrante para muchos más. La generación del boom le rindió homenaje. Autores sin relación estética con Rulfo, como Borges o Grass, consideraron su novela a la altura de las de Faulkner, Conrad, Flaubert. Hay más ejemplos de entusiasmo que omito. No pretendo que la página sea infinita.
Como todo estilista de valor, Rulfo ha sobrevivido a sus divulgadores, discípulos e imitadores. Sus frases siguen vigentes no como “radiografía del alma mexicana”, asunto discutible y en todo caso secundario, sino como magistrales artificios. Inútil pretender una demolición de Rulfo, nos guste o no, formemos o no parte de la fila de quienes aspiran a lustrar los pies de su estatua. Negarlo sería despojar de un brazo, gratuita y lerdamente, a las letras mexicanas. Una actitud tan autoritaria y perniciosa como pretender imponerlo como tótem y modelo indiscutible de lenguaje, temáticas y procedimientos.
Existe un culto, o varios, en honor a Rulfo. El primero, el más comprensible, es el de quienes disfrutan los asomos a los resecos parajes de sus páginas. Hay un rulfianismo que preconiza un universo complejo, que reconoce una visión inédita de su tierra natal tanto como lecturas clásicas, escandinavas y centroeuropeas y celebra astucias narrativas. El otro es quizá menos admirable. Lo degrada a mero acomodador de refranes provincianos, a organizador de tradiciones polvorientas, a calzador de guaraches pretéritos. Sin embargo, la polémica no se he centrado en la estética. No: Rulfo ha vuelto a los encabezados periodísticos por la vía del escándalo.
Sus herederos y la Fundación que lleva su nombre reclamaron en diciembre pasado a la Universidad de Guadalajara, organizadora principal del Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, que le retire el nombre del autor, bajo el argumento de que el galardón ha sido “copado por un grupo” más o menos malévolo, integrado por “personajes” que han “minimizado” y “ninguneado” a Rulfo y hasta “insultado” su legado, según se repite en los medios.
La familia posee el derecho indiscutible de opinar o, dado el caso, de mostrarse contraria a las políticas de la institución que otorga el premio, pero habría que discutir hasta dónde los herederos de sangre de un autor pueden aspirar a erguirse como árbitros intelectuales de la manera en que debe entenderse su legado (en ese sentido, Julio Ortega ha enviado una carta a la viuda de Rulfo, doña Clara Aparicio, solicitándole que dé marcha atrás a la decisión del rompimiento).
Pero el fondo de la discusión va, o debería ir, en otro sentido. Porque las acusaciones han salpicado a los últimos dos premiados, Juan Goytisolo y Tomás Segovia, y al menos a uno de los jurados, el crítico Christopher Domínguez Michael de manera poco reflexiva. Se han citado las tibias declaraciones sobre Rulfo del primero y forzado las del segundo como pruebas de cargo. En una carta enviada por la Fundación a la Universidad de Guadalajara (Milenio, 14-ii-2006) se arremete además contra una reseña de tres biografías de Rulfo firmada por Domínguez Michael (Letras Libres, mayo de 2004, fecha anterior a su elección como jurado del premio) y se declara que: “El grupo de políticos-escritores al que se adscribe Domínguez se esfuerza […] por crear en México un contexto adecuado para disminuir la obra de Rulfo”. Los elogios que prodiga Domínguez a la prosa rulfiana resultan, en apariencia, menos importantes que sus críticas (citadas, en realidad, de una biografía de Reina Roffé) “al entorno de Rulfo” encarnado en la Fundación.
La respuesta de ese entorno es repudiar la “filiación” de Domínguez Michael al grupo Vuelta, fundado por Octavio Paz, a quien se reputa como Némesis de Rulfo (“Octavio Paz […] encabezó un proyecto excluyente de la cultura […] El grupo Vuelta, con su revista, ninguneó a Juan Rulfo […] El premio Cervantes no se le dio según dicen algunos por culpa de Paz”, proclamó el reputado autor sayulense Germán Pintor, organizador del primer premio Juan Rulfo, al reportero Mariño González de Milenio).
Se entendería mejor la indignación si Goytisolo, Segovia o Domínguez Michael hubieran incurrido en abiertas injurias contra Rulfo. Lo que quizá se comprende menos es que se les acuse, en el fondo, de no ser sus incondicionales, de no suscribir plena y apasionadamente una versión ortodoxa del rulfianismo, como si una de las cláusulas para juzgar o recibir el premio fuese –o tuviera que ser– la beatitud acrítica, como si sólo los abiertos porristas (que suelen ser, de entrada, el peor tipo de escritores) tuvieran derecho a participar en él y Rulfo fuera, además, una estatua, un ser más allá de toda mirada que no implique la genuflexión previa. Esa intolerancia se hace extensiva a Elena Poniatowska y a Juan Ascencio (autor de una emotiva “biografía no autorizada”), pese a la cercana amistad que los unió durante años con el autor de Pedro Páramo. A Poniatowska, sintomáticamente, la Fundación le echa en cara ser autora “de algún libro elogioso sobre Octavio Paz” (Milenio, ídem).
Nada pierde la obra de Rulfo o su memoria con el escándalo ni con la posible desaparición del premio que llevó su nombre. Perderá, quizá, la difusión de su obra. Y perdemos los espectadores, pues acabamos contemplando un espectáculo de tenebras heredadas, el lodoso revuelco de las presuntas enemistades entre Rulfo y Paz en lugar de la discusión estética, intelectual y, si se quiere, humana de ambos.
¿No oyes ladrar los perros? Rulfo, por fortuna, sigue llamándonos al silencio.
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