Hay que dar crédito a los editores de la revista Nexos por haber publicado la profusa reseña de Roberto Breña sobre mi libro De héroes y mitos, no en la sección de libros (donde podría corresponder) sino en la sección “Academia” (núm. 401, mayo de 2011). En efecto, es un texto académico, escrito por un académico para un lector académico. Pero uno se pregunta, ¿por qué no envió su reseña a un órgano académico, digamos Historia Mexicana? La respuesta es obvia: porque Breña sabe, o al menos sospecha, que acá, fuera de la academia, existe un público compuesto no por colegas, discípulos o maestros sino por simples lectores.
Breña aduce que mi “Crítica de la Historia de Bronce” es “extemporánea” porque, igual que la biografía pura y lineal (es decir, desprovista de contextos), ha sido “superada” hace tiempo por la “academia occidental”. Yo, por supuesto, no ignoro ese avance pero acá, fuera de la academia, la Historia de Bronce y sus variantes maniqueas, manipuladoras y simplistas siguen vigentes. Si el profesor Breña se hubiese distraído un instante de sus labores curriculares se habría enterado del festín de Historia de Bronce que el gobierno federal propició el año pasado a través de toda suerte de videoclips, anuncios y proyectos en los medios masivos. No solo el gobierno, también muchos literatos de aeropuerto practican de una u otra forma ese género. Esas obras refuerzan la Historia de Bronce (hagiográfica o demonológica) que está muy arraigada en la mentalidad mítica de México. Por eso acá, fuera de la academia, conviene criticarlas.
Igualmente “anacrónica” le parece a Breña mi propuesta de vindicar e historiar a las vastas mayorías silenciosas que padecieron la Revolución –y a quienes Luis González bautizó como “los revolucionados”. Hace tiempo –escribe Breña– que “la academia occidental ha prestado enorme atención a los grupos sociales ‘desfavorecidos’”. No cabe duda, pero acá, fuera de la academia, los lectores en el 2010 no se enteraron de esa “enorme atención”, entre otras cosas porque la academia no hizo mayor esfuerzo por publicar obras que confrontaran la historia mitológica y trataran específicamente sobre el dolor, el sufrimiento, el hambre, la guerra, la muerte en la Revolución mexicana.
Precisamente en relación a esos temas, mi libro propone un ejercicio de imaginación histórica con preguntas como ¿qué habría pasado en 1910 si se hubiera elegido el camino de la reforma y no el de la guerra? Más adelante, en un ensayo sobre el origen clerical de la intolerancia ideológica, me pregunto también por qué la Iglesia hundió al liberalismo moderado que le era parcialmente proclive. A Breña esas preguntas le parecen “ahistóricas”. Él no cree en los errores ni en misterios históricos. Tampoco cree que la historia, tal como realmente ocurrió, puede desmentir retrospectivamente las visiones o las opciones que tomaron sus actores. La reflexión sobre los futuros posibles de la historia no le parece fructífera. Pero le tengo noticias: Hugh Trevor-Roper (extraordinario historiador –le informo– de la “academia occidental”, muy leído y apreciado también acá, fuera de la academia) escribió (“Historia e imaginación”, Vuelta 114, mayo de 1986):
La historia no es únicamente lo que ocurrió: es lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido. Hay que tener en cuenta, entonces, como un elemento indispensable, las alternativas, los “podría haber sido”. Puede que ahora estén en el basurero; ahí mismo han ido a parar, sin embargo, quienes los desecharon. Por lo demás, ¿quién puede decir con seguridad cuáles quedaron fuera del juego? Después de lavarse las manos, Pilatos creyó seguramente que cierto episodio había sido “cerrado por el fait accompli”; pasarían tres siglos antes de que los romanos cultos reconocieran que había sido él, y no Jesús, quien había perdido la partida.
Lo que verdaderamente irritó a Breña fue mi crítica a los textos que algunos de sus colegas publicaron en el libro –ese sí anacrónico y extemporáneo– que la UNAM publicó en 2007 para festejar el Bicentenario. Acusándome de malinchismo me reclama haber encomiado a varios de los historiadores extranjeros que colaboraron en esos volúmenes y omite mi elogio a muchos otros colegas mexicanos. Mi crítica a la exacerbación de la teoría en la historia (eso que David Brading llama “escolasticismo”), así como a ciertas manías endogámicas (como las citas autorreferenciales, el nosotros mayestático, el críptico nominalismo y sobre todo el estilo rebuscado), se sostiene.
Según Breña, De héroes y mitos es un compendio de “textos de divulgación”. No me sorprende. En la mentalidad académica no hay más que dos tipos de textos: los que producen conocimiento y los que dan difusión a lo ya conocido. Pero ocurre que acá, fuera de la academia, hace ya algunos siglos se inventó un género llamado ensayo que propone ideas para explorar la realidad, para criticarla, para verla con otros ojos. Ese género es inimaginable, impensable al menos en un sector duro de la academia, porque no implica servidumbre burocrática sino libertad intelectual.
Al final de su reseña Breña se envuelve en la bandera académica nacional y al grito de ¡Goya! defiende a las generaciones de historiadores jóvenes que produce la academia, y que yo, supuestamente, ignoro u ofendo en mi “implacable crítica a la academia histórica mexicana”. Sus desplantes, supongo, le cosecharán aplausos en las aulas y puntos en el SNI, pero Breña falta a la verdad. Yo no critiqué a toda la academia sino a cuatro historiadores en un conjunto mucho mayor. Y De héroes y mitos es un libro de ensayos dirigido al lector general, escrito por un historiador formado en la academia –y miembro de la Academia Mexicana de la Historia– que en sus libros de historia, biografías, ensayos y documentales ha tratado de abrir un camino para que los profesores que viven del Estado mexicano (no de los lectores) encaren la crítica, intenten la autocrítica, redacten con claridad, dejen de escribir solo para sus colegas o para sí mismos. Un camino para que aprendan a ser menos “académicos” y más “occidentales”. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.