Esta noche sales

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Desde que ha regresado de su descanso médico, Leonor es conducida por oficiales, todos los días, hasta la inspectoría, departamento del que es responsable el general Jorge Nadal, adonde ha sido derivada por el servicio de inteligencia del ejército la investigación contra ella. Los primeros días la han interrogado allí, minuciosa, prolijamente, siempre empezando por Aguilar, luego deslizándose hacia el verdadero asunto de interés: si conoce bien a Mariela, cuánta información sabe, si tiene que ver con las filtraciones, si posee conocimientos acerca de una red de delación clandestina. Es el tercer día, 14 de febrero, desde que ha regresado de su descanso médico y ha sido imposible para ella, también para su marido, que se le dé una dispensa para evitar que, como producto del castigo, se la obligue a pernoctar en La Fábrica. Desconfía de todo, teme lo peor. Sabe ya que en enero hubo una orden del jefe del SIE, el coronel Sánchez Noriega, para arrestarla, pero que esa orden, firmada el 22 de enero junto al número 0-215987-4, debía ser ejecutada seis días después, es decir el 28 de enero, y sin embargo se había ejecutado seis días antes, a partir del 16 de enero. De modo que ahora también hay razones para descreer de las cosas que oye, para pensar que la investigación formal soslaya unos propósitos subalternos, irregulares, sólo que aún no queda claro cuándo, en qué momento, de qué modo, esos fines van a salir a la superficie. Mientras más tarda en llegar el momento, peor es la ansiedad, tortura psicológica consistente en que uno presiente diversas formas de aquello, inefable, que se viene, y lo que se viene tarda en venir, un juego en el que la espera llega a ser tan tensa que uno se encuentra deseando que llegue el momento.
     Hoy, tercer día de su segunda detención, 14 de febrero de 1997, ese momento llega. Leonor no ha comido nada, salvo galletas de soda, desde que ha vuelto, y pasteurina. Ha sido bien tratada en la inspectoría, para lo que cabía esperar. Han tirado fuerte de sus cabellos, haciéndola rodar por el piso, la han golpeado, pero nada traumático, no como la primera vez. Y el propio coronel Carlos Ugaz, en inspectoría, le ha dicho: "Esta noche sales", y ella le ha creído a pie juntillas, porque su miedo es ahora un síndrome de Estocolmo, y ha hablado con Jorge por teléfono, y Jorge le ha dicho "tómate un taxi" después de oír, también él, de boca de Ugaz, que esta noche "todo termina".
     Pero no, nada termina. Mejor dicho: todo termina en un sentido distinto. Allí están esos vasos comunicantes, inspectoría y el SIE, las oficinas de arriba y el sótano, todo es un engranaje, todas las piezas se mueven, organizadas. Carlos Ugaz sabe tan bien como el comandante José Aguilar, el jefe del personal, que también participa en la investigación y ha sido uno de los encargados de hacerla venir desde su casa después de salir del hospital con descanso médico tras su paso por las ergástulas, cuál es su destino esta noche. Y su destino no es precisamente su casa. Los mismos de la vez pasada la encierran en la celda, en el bajo vientre de La Fábrica, la abofetean, hunden los borceguíes en sus carnes blandas, y preguntan. Otra vez el chorro helado de preguntas. Quieren saber de las esposas de varios coroneles, saber si la mujer del bigotón José Suárez Bustíos, su jefe, subalterno de Sánchez Noriega, tiene dinero, saber cuánto tiene la mujer del coronel Aguilar, su amigo, si es verdad que tiene joyas. En el hall fuera de la celda, adonde es arrastrada por los cabellos a ras del concreto, le dicen que firme de una vez y todo terminará, ahora sí todo terminará.
     —Firmo —suplica, pidiendo un respiro.
     Le ponen el papel frente a los ojos, que leen a través de la neblina de su aturdimiento: una declaración jurada acusando al coronel Aguilar de haberla violado. Leonor hace un mohín de esos que eran una de sus señas distintivas en el hogar de su infancia, arruga el papel y lo tira en el piso, como una niña.
     —No firmo.
     —¿Por qué tanto camote? Le has agarrado camote a tu coronel…
     Y Leonor vuelve a la celda. Sigue volviendo a la celda, una y otra vez, en los días siguientes, donde la asedian desde la pared los efectos fantasmagóricos, y la posición fetal y las canciones de cuna la protegen del suelo mojado y de las ratas y del pavor. Y cuando creen que le han quebrado la moral —"ya se rompió", los oye decir— vuelven a la carga.
     —No firmo —y antes de emitir la última sílaba, la empujan hacia la celda, donde pierde el equilibrio y cae. Le quitan los zapatos y la cartera, a la que a lo largo de los últimos minutos, a pesar del forcejeo, ha seguido extrañamente aferrada, como en una escena cinematográfica donde se hubiera producido un descuido técnico.
     Anderson y Salinas, que la han empujado, le desgarran la blusa y la sujetan por detrás.
     —Firma y te vas a tu casa.
     —No creo, con todo esto, que me voy a mi casa así nomás.
     —¿Qué necesidad tienes de tu casa, si ahí está tu marido para que cuide de ellos?
     La sujetan y Salcedo acerca el cautil eléctrico, pero no hay en este sótano ningún televisor que soldar, salvo los pies de la muchacha, que antes de sentir las quemaduras se queja de las piernas, que tiene entumecidas, que han estado dobladas muchas horas antes de este último interrogatorio, y aun antes de que la corriente llegue al cerebro la picana ha recorrido otras zonas de su anatomía, la espalda, las ingles, al principio haciendo cosquillas. Quieren saber de labios de quién ha oído hablar de los planes de operaciones, y saber cuánto sabe Mariela, y si Leonor ha visto por encima del hombro los planes que fotocopiaba en su oficina la agente Isabella, y si ella y Mariela han conversado sobre los planes. Vuelven, una y otra vez, sobre lo mismo. Y otra vez, también, sobre Aguilar, y el papel que le exigen firmar.
     —No firmo, no firmo, mierda —y ve entrar más gente, el suboficial Sánchez está allí, y Madeleine Campos también, y Estela Cárdenas, Fiorella, y todo es como una repetición de la primera vez, pero peor, mucho peor, porque ahora siente que le bajan el pantalón, la inmovilizan por detrás, y, aunque patalea y chilla y se contorsiona, y aunque intenta juntar las rodillas y contraer la pelvis, no logra cerrarle el paso a la fuerza bruta de Salinas, que la embiste. Tiene todavía ánimos para intentar repeler al segundo, Anderson, y al tercero, Sandoval, casi ni hace el esfuerzo de rechazarlo, y cuando le toca el turno al coronel Sánchez Noriega es ya un estropajo incapaz de sentir nada, ni siquiera el asco o el dolor, porque el jefe del servicio de inteligencia del ejército está penetrando en verdad, no a una mujer, sino a una muñeca invertebrada que yace, inconsciente, sobre un suelo donde la humedad del desagüe se va tiñendo de rojo.
     La hemorragia vaginal mana incesantemente, y no hay más remedio que convocar al mayor Luis Ishikawa, el médico, y llevarla al tópico, porque ya puede haber, a pesar de las precauciones, chismes circulando por La Fábrica y es mejor que no se les muera allí, en un charco de sangre y humedad. No, el plan no es que muera en ese mismo lugar. El médico dice que no puede detenerle la hemorragia, la coloca en la ambulancia y la evacúa al hospital. Una vez más en su vida, el hospital militar es la parca que rige el destino de Leonor, la suboficial que, inconsciente, moteada con sangre reseca y manchas de hombre, doblada en una posición que desafía las leyes del movimiento humano, atraviesa las desiertas calles de la ciudad, porque es de madrugada, la hora que se ha determinado para el discreto traslado. Desde otro mundo, la agente nota que algo le hinca el brazo. Oye, o cree oír, la voz del enfermero de la ambulancia, diciéndole:
     —Es Efortil, no te asustes, mamita, yo no te voy a hacer daño —y antes de entender bien lo que oye, resbala hacia un profundo sueño de inconsciencia.***—Hasta un delincuente tiene derechos —le respondió Jorge, mirándolo de frente—. Quisiera verla.
     —Hemos descubierto que la libreta electoral con la que te identificaste acá es falsa. Y sabemos que eres policía, ya hemos hablado con tu unidad —continuó el mayor Hernán Sánchez Valdivia.
     —Yo no estoy acá como policía sino como esposo.
     No pudo convencerlo. El mayor le dijo que fuera al día siguiente a inspectoría porque allí tal vez le podrían dar razón. Después de que le tomaran fotos, entregó el maletín con la ropa de su mujer, que ella le había pedido y que él había usado como pretexto para entrar y averiguar más. Era el 13 de febrero, Leonor llevaba dos días en La Fábrica desde su regreso, y seguía detenida.
     El 15 de febrero, día del cumpleaños de su hija, Jorge debía llevar a los pequeños a visitar a la madre castigada en la comandancia general del ejército, como ella lo había pedido. Pero ese día no fue él sino la madre de Leonor llevando a los chicos. La recibió un portazo:
     —No, usted no, estábamos esperando al esposo.
     El domingo 19, la noticia que recibió de boca de una enfermera —un acto de piedad— fue mejor que no recibir ninguna:
     —Tu esposa está grave, muy grave, en el hospital.

***En el sótano del canal, Pepe mira su reloj. Es la una de la tarde del viernes 4 de abril. Quedan dos días para la emisión del programa. Reúne a sus chicos —porque con ellos tiene una relación de padre a hijos más que de jefe a subordinado, hasta le dicen papá, una relación empapada en la mística de las cosas oscuras. Reunidos en torno a él, le escuchan decir:
     —Vamos a entrar con cámara.
     —¿A dónde?
     —Al hospital militar.
     El silencio es perfecto, redondo. No saben si estallar en carcajadas, o si ha perdido el sentido de sus propias limitaciones. "Está loco", piensa una. "Nos está probando", piensa otro. Pero lo conocen bastante para leer en su mirada lo que de inmediato pasan a entender cabalmente: va en serio.
     —Vayan al hospital, busquen entradas y salidas, armen una maqueta. Quiero que empecemos a "reglar" el hospital, les dice, porque ya ha adoptado, inevitable en esas circunstancias, el lenguaje de la clandestinidad, que en el extraño país que es el suyo es al mismo tiempo el del terror subversivo, el de los servicios secretos y el de los periodistas de investigación que han hollado esos servicios para exponer sus vísceras. Mientras tanto, el trabajo legal, el de la superficie, sigue su curso. Con ayuda de los familiares de Leonor —el esposo ha cedido— y el abogado, la reportera Pámela Vértiz va reuniendo fotografías y reconstruyendo la historia de la suboficial.
     En pocas horas está reunida la información esencial. El hospital tiene tres accesos, uno adelante y dos a los costados, además de un cuarto acceso de emergencia. El mapa que Alejo, el hombre de acción —nadie lo diría, tan barrigón—, ha dibujado en un papel es trasladado a la pizarra para empezar el análisis.
     —A las seis nos volvemos a reunir. Que cada uno me traiga una manera de entrar.
     A la hora convenida, la imaginación navega mágica. "Hay que meter la cámara en una canasta con algún familiar", se propone. "Hay que meter la cámara digital en el pelo de la reportera y hacerle un peinado que la cubra", responde otro. Esta última sugerencia es una repetición de la fórmula que han usado varias veces para penetrar en la cárcel de Larigancho, con éxito siempre: todo depende del peinado, que debe ser lo suficientemente frondoso para cubrir la cámara y lo bastante bien sujeto para sostenerla, y de lo bien ajustado que estén el elástico y la malla. Se decide que una de las tres cámaras de que disponen entre por la puerta de emergencia en una cajita, llevada por un enfermero conocido que ignorará su contenido. Otra puede ir en manos del abogado, aunque esta es la fórmula más arriesgada. De todas formas, cuentan con la ventaja de que nadie sospecha, en el servicio de inteligencia, que la situación de la paciente moribunda, que yace en una habitación anónima y de quien no hay registro en el hospital, es sabida más allá de La Fábrica y un esposo neutralizado por el miedo.
     Alguien menciona que los colegios ya han empezado. En estos días primaverales, los chicos y las chicas regresan a la escuela, bien uniformados de gris y blanco, el uniforme obligatorio en todo el país. ¿Sería posible infiltrar a la reportera con uniforme de colegial? Tiene la suficiente juventud y el rostro lo bastante angelical como para pasar por colegial. Para entrar, la colegial tendría que decir que va a ver a alguien, un familiar cercano, dar un nombre. ¿Cómo obtener ese nombre? Haciendo cola a la entrada del hospital, confundida con los familiares de los pacientes, escuchándolos, recogiendo sus comentarios, preguntándoles, como quien mata el tiempo haciendo charla, a quién de sus seres queridos van a ver. Mili queda, pues, encargada de ponerse en la cola, con falda gris y blusa blanca, el uniforme del colegio.
     —Hemos entrado tres veces —anuncian los chicos, el sábado en una nueva reunión—. Podemos hacerlo con la cámara.
     En efecto, han entrado provistos de canastas de frutas que, una vez adentro, han regalado a unos soldados, pacientes agradecidos que no sospechan nada. La revisión de los guardias de la entrada es inevitable pero no minuciosa. Con su memoria del escenario interior, los chicos de Pepe hacen un croquis para organizar los desplazamientos una vez dentro del edificio.
     —Perfecto. Vamos a pasar identificándonos como parientes de los pacientes, por si las moscas. –

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