La cámara miente tanto como la máquina de escribir.
Bertolt Brecht
Además del auge de la cámara engarzada al teléfono móvil, estos años ofrecen al mundillo de la fotografía un nuevo darling, que durante más de siglo y medio gozó de una existencia tan discreta como decisiva, y que apenas la última década imantó la atención de expertos, coleccionistas, historiadores del arte, editores, blogueros y diletantes, tendencia que no menguará: el fotolibro.
Su industria ha crecido con tanta celeridad, que en el marco de la feria alemana Documenta se le dedica un festival anual con premio incluido (el año pasado mereció un segundo lugar Ciudad Juárez, de la mexicana Mayra Martell). En la red se multiplican los blogs especializados en discutir obras clásicas y evaluar novedades (notablemente, bintphotobooks). En otras latitudes, algunas editoriales–destaca Book on Books, de Jeffrey Ladd, que también bloguea en 5b4– trabajan en reediciones comentadas de fotolibros clásicos inconseguibles, como las American photographs (1938), de Walker Evans. Incluso surgió un nuevo coleccionismo, liderado por Manfred Heiting, Martin Parr y la Maison Européenne de la Photographie.
Esta pasión engendró en Parr la ambición de reescribir la historia de la fotografía desde los fotolibros, para superar las interpretaciones manidas a partir del desarrollo técnico de la cámara y las distintas estéticas. Parr siguió la pauta marcada por el pionero Book of 101 books (2001), de Andrew Roth, y se asoció con Gerry Badger para editar lo que algunos han llamado “el canon” de los fotolibros, The photobook: A history (Phaidon, 2004), publicado en dos gruesos volúmenes, donde presentan los inicios de la fotografía a manos de los exploradores y científicos decimonónicos, de la propaganda política, de los artistas vanguardistas y hasta de las empresas más vigorosas. Como resultado natural, esta obra ha incitado a otros autores a publicar cánones locales.
Parr y Badger juzgan que el fotolibro es el espacio natural de la fotografía, que solo muy tardíamente se precipitó en las galerías, para terminar colgada en las paredes. Desde el primer ejemplar –The pencil of nature (1844), de William Henry Fox Talbot, publicado en Londres justo después del surgimiento del daguerrotipo–, por necesidad demanda el fotolibro una cuidadosa convergencia de fotógrafos, editores, diseñadores, tipógrafos, artistas y, en ocasiones, escritores: “Estos libros son, tanto como cualquier otro, o más si cabe, hijos de muchos padres”, asegura el historiador de la fotografía Horacio Fernández. Con el auxilio de Parr, que incluyó en su “canon” una veintena de títulos latinoamericanos, Fernández presentó en el marco de Photo Paris el pasado noviembre El fotolibro latinoamericano (RM, 2011).
Si es cierta la tesis propuesta de que “el fotolibro es el libro del siglo XX”, entonces esta obra encierra los títulos latinoamericanos más notables. Comienza con los diversos cuadernos del Álbum histórico gráfico (1921) de Agustín Casasola e hijos, que recoge una historia gráfica de la Revolución mexicana, y que aduce ser el primero en su género en Latinoamérica (lo cual es inexacto, pues, por ejemplo, ya en 1910 Eugenio Espino Barros había publicado México en el Centenario de su Independencia, un fotolibro con casi cuatrocientas imágenes). De los incluidos, el más reciente es el Archivo por contacto de Óscar Muñoz, un fotolibro disfrazado de cámara Olympus Pen que cela retratos de paseantes sobre un famoso puente donde socializan los caleños.
La busca del material fue para Fernández una hazaña detectivesca. Hurgó en bibliotecas alrededor del globo, lo que de paso le reveló qué fotógrafos han sido estudiados con lupa y minucia por generaciones más jóvenes (por ejemplo: en la biblioteca de don Manuel Álvarez Bravo, el ejemplar de Photographie de Paris, de Eugène Atget, está escrupulosamente leído y anotado). Algunos son tan raros ya, que sus propios autores apenas poseen un último ejemplar en sus estantes; es el caso de Avándaro (1971), de Graciela Iturbide.
Tanto Parr como Fernández ensalzan los fotolibros japoneses por su hermosa confección y su valor artístico de muchos quilates. Pero en cuanto al contenido, los latinoamericanos han hecho un tributo capital: la articulación de la literatura y la fotografía. Parr y Badger redescubrieron Chimeneas (1937), un fotolibro-novela del mexicano Gustavo Ortiz Hernán, acompañado de fotografías de Agustín Jiménez, expresamente tomadas para este proyecto de ficción. La inspiración fue circular: las imágenes de la película La mancha de sangre, fotografiada por Jiménez, causaron tal efecto en el autor agorista Ortiz, que escribió una novela sobre los abusos al proletariado. En El fotolibro latinoamericano, Fernández recupera muchos otros libros de poesía y narrativa complementados por ensayos fotográficos: por ejemplo, libros de Pablo Neruda con imágenes de Sara Facio y Alicia D’Amico (Buenos Aires Buenos Aires, 1968), o de Victoria y Silvina Ocampo con fotos de Gustavo Thorlichen (San Isidro, 1941); incluso Julio Cortázar esgrimió pluma y cámara para echar, junto con Antonio Gálvez, un Último round (1969).
Más allá, algunos títulos –insertos en la latinoamericanísima tradición de la demagogia– tienen una clara resolución política, como Sartre visita a Cuba (1960), con textos del filósofo francés y las imágenes bien conocidas de Alberto Korda. En otros casos se abocan –sobre todo las fotógrafas– a retratar la inequidad de los indígenas, los enfermos psiquiátricos y otros olvidados de la sociedad (Jaula, 1974 y Humanario, 1976), o bien su contraparte, en Ricas y famosas (2002), donde una mujer retrata a otras mujeres en sus torres de marfil. Este vasto espectro de obras permite “explicar los parecidos, las influencias, los estilos, todo lo que une a los fotógrafos. Y asimismo todo lo que los separa, las diferencias”, escribe Fernández.
Con The photobook: A history no solo comenzó una nueva era en la historia de la fotografía y su percepción, sino también el develamiento de otra pasión, ampliada ahora por El fotolibro latinoamericano. ~
Doctor en Filosofía por la Humboldt-Universität de Berlín.