Gabriel García Márquez

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Antes de Macondo fue Comala. Antes, Bolombolo, “país exótico y no nada utópico,/ en absoluto! ¡Enjalbegado de trópicos/ hasta donde no más!”, que cantara el colombiano León de Greiff. Y antes, dentro de la obra narrativa de Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927), los cuentos recogidos en Ojos de perro azul.

La lectura de esas piezas publicadas tardíamente revela torpeza veinteañera e incapacidad para lo fantástico. “De nada le valió arrastrarse con las vísceras rotas para ahuyentar los cuervos de la lujuria. Trató de apostarse tras el baluarte de su infancia. Trató de levantar entre su pasado y su presente una trinchera de lirios”, escribió el joven García Márquez. Y en otro cuento: “Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verdeazulblanqueaba con los diferentes golpes de luz.”

Luego mejorará, por supuesto. Perfeccionará con los años unas pretensiones no muy distintas.

En medio de esos cuentos primerizos aparece Macondo. Zancudos, astromelias, alcaravanes, gallinazos, campanadas de iglesias, almendros de hojas podridas: García Márquez ha confesado que aprendió de Graham Greene una álgebra para codificar el trópico. Mediante unos pocos elementos, dispersos pero unidos por cierta coherencia, podía reducirse “todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida”. Idénticos detalles botánicos y bestiarios rotarán de novela en novela. Caerá siempre la lluvia. (Cualquier adaptación cinematográfica del mundo garciamarquiano tendrá que reservar un buen renglón del presupuesto para lluvia artificial.)

Según confesión del novelista colombiano, Franz Kafka le había regalado el desparpajo suficiente para que alguien despertara convertido en insecto sin más. Kafka le enseñó, luego de unos intentos fallidos, a evitar el embrollo de las explicaciones.

En una frase de La señora Dalloway dio con la anticipación de ruinas que luego prodigaría en tantas páginas. Virginia Woolf tenía escrito: “Pero no había duda de que dentro se sentaba algo grande: grandeza que pasaba, escondida, al alcance de las manos vulgares que por primera y última vez se encontraban tan cerca de la majestad de Inglaterra, el perdurable símbolo del Estado que los acuciosos arqueólogos habían de identificar en las excavaciones de las ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino de hierbas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de miércoles fueran apenas un montón de huesos con algunos anillos matrimoniales, revueltos con su propio polvo y con las emplomaduras de innumerables dientes cariados.”

Además de las ruinas premonitorias y los símbolos del poder político, él encontró en esta frase el miércoles preciso al que habría de apelar tantas veces: un día en contraposición a toda la eternidad, una concreción que permitiera avizorar lo demasiado abstracto. Si el trópico alcanzaba a abreviarse en cierta utilería recurrente, los manejos macondianos del tiempo quedarían reducidos a trascendencias (el hielo que rebota en el paredón de fusilamiento) y unas cuantas premoniciones: la muerte anunciada.

Varios comentaristas han supuesto la carga de sobrevivir a una novela como Cien años de soledad, escrita a los cuarenta años. Los problemas, empero, habían comenzado antes. Pues ya a mitad del manuscrito, pasada la muerte del coronel Aureliano Buendía, Cien años de soledad podría considerarse escrita no por Gabriel García Márquez sino por los imitadores de Gabriel García Márquez a los que la novela daría lugar.

Muerto Aureliano Buendía, aquellas epifanías que resultaban graciosas se convertían en retórica mala: lluvia de mariposas amarillas para Mauricio Babilonia. Y en tanto las guerras federalistas traían aún buenas páginas al mundo de Macondo, la llegada de la compañía bananera estadounidense quedaba impostada, tan literariamente infausta como el mar que desmontan los ingenieros gringos en El otoño del patriarca. (Cuidadoso de no chocar con autoridades, delicadísimo al vérselas con la Iglesia católica, el antiimperialismo del autor no resulta convincente por escrito.)

Puesto a administrar su sobrevivencia, García Márquez tildó de superficial la escritura de su obra más conocida, mostró preferencia por otros libros suyos, sostuvo haber escrito Cien años de soledad para desviar lectores hacia una novela publicada antes: El coronel no tiene quien le escriba. En El olor de la guayaba conversa con Plinio Apuleyo Mendoza acerca de los estorbos de la fama: “lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas”. Y, empeñado en superar tal maldición, publica el que tal vez pueda considerarse su mejor libro: Crónica de una muerte anunciada.

¿Fue a partir de Cien años de soledad que las frases primeras de sus libros necesitaron ser rotundas, sus personajes se volvieron imposibles de tratar con esos nombres, y las descripciones pecaron de relamidas? Mientras que Jorge Luis Borges adjetiva para lo inusitado, García Márquez lo hace por razones reposteriles, para agregar almíbar a la frase, por engolosinamiento.

Después de Cien años de soledad atinará parcialmente, por aquí y por allá. Compondrá un memorable encuentro entre el anciano dictador y la reina de la belleza en El otoño del patriarca (leído con detenimiento, el furor nerudiano de ese episodio resulta cercano a la parodia de Neruda hecha por Juan Ramón Jiménez a propósito de la teoría de la sustitución). Subvertirá los modos de todas las novelas rosas con una novela rosa, El amor en los tiempos del cólera, obra de un cursi que se hace pasar por cursi.

El general en su laberinto, donde un autócrata tan desolado como el patriarca de un volumen anterior vive una muerte anunciada como la de otro libro previo, consigue aburrir. Del amor y otros demonios es el esbozo para una mala novela. Y en su último relato publicado, Memorias de mis putas tristes, los enamorados devoran gardenias y rosas, se inventa el teléfono sin corazón… Cabría allí, en suma, cualquiera de las ridiculeces del cine de Eliseo Subiela. Lo peor, sin embargo, es que esa historia pretende acogerse al ejemplo de La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, citada en el epígrafe. (La traducción transforma el delicado erotismo del original en voracidad por el virgo y alarde de potencia nonagenaria. Cabe preguntar entonces por qué sedan cada noche a la joven del prostíbulo colombiano. En casos como este, o cuando habla de música clásica, no es difícil sospechar en García Márquez un espíritu poco sutil.)

Amén de su narrativa, el Nobel colombiano es autor de unas memorias de infancia y juventud, y de un periodismo confundible con su literatura, al que podría calificarse de columnismo sentimental, no tan atento a la verdad como a las emociones. Vivir para contarla, sus memorias, permite reconocer a los vecinos de Macondo en los lugares menos pensados. (De ese entrecruzamiento practicable en muchos de sus libros recuerdo, en Cien años de soledad, la llegada a la firma del tratado de Neerlandia del joven tesorero de la revolución, anciano en El coronel no tiene quien le escriba.)

Me pregunto qué pensarán los acuciosos arqueólogos imaginados por Virginia Woolf cuando, entre las ruinas del tiempo, lleguen a identificar la obra de García Márquez. Vueltas las capitales un camino de hierbas, de las manos fosilizadas de los pasajeros de metro podrán extraerse los volúmenes del colombiano, y quizá sean celebrados como sus mejores libros Crónica de una muerte anunciada y El coronel no tiene quien le escriba (pese al final enfático reutilizado en El amor en los tiempos del cólera). Cabrá tal vez en esa selección futura alguna otra novela, aunque ninguno de sus cuentos y ninguna de sus intentonas cinematográficas.

En cuanto a Cien años de soledad, aventuro que pasará a formar parte de la literatura para jóvenes o niños. Los Buendía quedarán emparentados con la familia Mumín. Macondo cobrará su decisiva forma de pisapapel e, igual que en los pisapapeles, importará poco la intensidad de la lluvia o de la nieve, puesto que el mundo está al abrigo de una bola de cristal. (Ese abrigo es lo que se ha dado en llamar realismo mágico, un método para abaratar epifanías.) Macondo podrá entregarse a jóvenes y niños en la confianza de que lo terrible está domesticado y cualquier desgracia resulta irrelevante. No habrá necesidad de cerrar las tapas de un portazo, porque siempre el autor borrará lo inadmisible con la dulzura de la siguiente frase.

Valga como ejemplo esta narración del final de un personaje en Crónica de una muerte anunciada: “sin amor, ni empleo, se reintegró tres años después a las Fuerzas Armadas, mereció las insignias de sargento primero, y una mañana espléndida su patrulla se internó en territorio de guerrillas cantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos”. La patrulla no tenía reparos, a pesar del peligro, en delatarse con sus canciones a viva voz. Iban directamente a la emboscada, ninguno de los hombres saldría vivo, pero ¿quién podría resistirse, en una mañana tan espléndida, a cantar canciones de putas?

Los lectores más jóvenes entrarán en la obra narrativa de García Márquez con la misma felicidad irresponsable de esa patrulla. Apartarán tiranos y libertadores, asesinatos y guerras, ruinas y señales del Apocalipsis hasta dar con el acto fundamental del universo macondiano: el amor primigenio. Ahora bien, para aventuras más adultas resulta más recomendable Yasunari Kawabata, por citar otro Nobel. ~

 

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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