Una de las cosas más significativas que los hechos de los últimos años han puesto de manifiesto es la sorprendente disposición del pueblo estadounidense para desentenderse de lo obvio. Sólo así se explica que apoyara en números tan robustos una guerra desatada sin más base que un puñado de mentiras ramplonas, cuyo torpe carácter hechizo siempre fue evidente para el resto del mundo. Incluso ahora, cuando resulta inocultable que Iraq no rebosaba armas de destrucción masiva, ni mantenía una alianza maldita con Osama, ni esperaba con ansia el arribo de los guerreros de la libertad para colmarlos de flores, la mayoría de la gente se resiste a creer que sus dirigentes simplemente les mintieron a la cara. Parte de esa reticencia es comprensible: aceptar el engaño pasa necesariamente por aceptar que se ha sido ingenuo o tonto; peor aún, que se está dispuesto a pasar por ingenuo o por tonto con tal de eludir la parte de responsabilidad que corresponde por la ejecución de actos de naturaleza más bien sangrienta, que en una sociedad democrática inevitablemente implican a todos.
La realidad, sin embargo, se obstina en poner a prueba tan pronunciada vocación de ignorancia. Muy a su pesar, la gente ha tenido que enterarse de que sus muchachos en Iraq tratan a los infelices que han tenido la mala fortuna de caer en sus manos como animales de circo. Circo de pueblo pobre, vaya, o tal vez circo romano. Las imágenes han dado la vuelta al mundo, imbuidas de esa aureola de autoridad irrebatible que sólo las imágenes pueden tener en nuestra sociedad mediatizada. Lo que podemos ver en las que se han hecho públicas hasta ahora, aunque existen al parecer otras peores, no califica necesariamente como atrocidades de primera línea, en un mundo donde la violencia más descarnada se ha convertido en norma. En la mayoría de los casos, los presos están siendo sometidos a situaciones que son más humillantes que violentas, más orientadas a destruir su dignidad como personas que su integridad física. Algunas tienen incluso una rara belleza: la foto de esa soldado pequeñita que tira de un preso iraquí con una correa amarrada al cuello tendría su chiste si fuera, por ejemplo, el registro de algún performance. Lo malo es que se trata de la realidad y de una realidad, por lo visto, más bien ordinaria. Las imágenes resultan tanto más perturbadoras porque proyectan la clara sensación de que lo que sucede en ellas es rutina, chamba de todos los días, llevada a cabo por personas que no delatan ninguna aprehensión moral frente a lo que están haciendo. Los rostros divertidos de los soldados que posan junto a un montículo de cuerpos desnudos, como si sólo se tratara de un chusco souvenir para consumo privado, aniquila en un instante cualquier ensueño que alguien pudiera tener todavía de que la invasión a Iraq era una empresa benévola, animada por el anhelo altruista de liberar a un pueblo desdichado. Y con eso se evapora también la última justificación que quedaba para la guerra misma, dado el progresivo desvanecimiento de todas las otras. Cuando descubrimos a los soldados estadounidenses torturando y matando a sus enemigos reales o supuestos en las mismas mazmorras donde Saddam Hussein torturaba y mataba a sus enemigos reales o supuestos, no queda sino concluir que el círculo se ha cerrado. Los libertadores han asumido cabalmente la figura del tirano.
En justicia, esta última afirmación tendría, tal vez, que matizarse. Pero a los ojos de buena parte del mundo (y ciertamente a los ojos del mundo árabe, para cuya edificación democrática se pretende haber desatado esta guerra), dichos matices resultan en todo caso irrelevantes. Los objetivos manifiestos de la invasión siempre fueron políticos y se inscribían dentro de los términos de un conflicto más amplio: la lucha contra el terrorismo islámico, cuya disputa central era y sigue siendo ideológica. Estados Unidos iba a convencer a los árabes de que había una mejor alternativa a su tradición de dictaduras nacionalistas y fundamentalismos cavernarios (y de pasada, sólo de pasada, a controlar según su conveniencia una región estratégica del mundo). Por eso es tan devastador el efecto de estas imágenes, aunque sólo muestren algo que debería haber sido claro desde un principio para todos: que las fuerzas de ocupación sirven para aplastar a los ocupados, no para liberarlos. Lo sorprendente no es que un grupo de carceleros militares, aislados durante meses en un entorno hostil, con mala supervisión y peor entrenamiento, se den con entusiasmo a la tarea de vejar a sus custodiados inermes. Tampoco, para el caso, que un ejército en guerra torture a sus detenidos para obtener información de la que puede depender la vida de sus tropas en el campo de batalla. Lo único de verdad sorprendente es que el asunto se haya realizado con tal desaseo que ahora estas imágenes estén danzando alegremente
por los televisores del mundo. El escándalo de la tortura es tan sólo el último eslabón de una larga cadena de torpezas inconcebibles que han contribuido a transformar a Iraq en un infierno para todos. A pesar de sus proclamas pomposas, como agente de una hipotética Pax Americana, el gobierno de Bush ha resultado ser un desastre. Hasta ahora, sus credenciales imperiales se reducen a su demostrada capacidad para destruir un país completo en tres semanas.
Tal vez ése sea el trayecto, inevitablemente, de la curva de aprendizaje de cualquier imperio. Arruina dos o tres naciones y vas a ver cómo a la cuarta las cosas ya te salen como Dios manda. Lo cierto es que resulta difícil imaginar, aunque algunos lo hagan, que la situación actual en Iraq corresponda con lo que las autoridades de Estados Unidos se habían propuesto. Y la posibilidad de que los objetivos que motivaron la invasión (ya sean los reales o los pretendidos) se les cumplan de un modo favorable parece cada día más lejana. Pero eso no quiere decir que los sectores políticos que la impulsaron y la han sostenido hasta este punto estén dispuestos a tirar la toalla. Aun en los peores momentos, han mostrado una habilidad notable para absorber reveses y asimilarlos a un discurso patriotero en el que todo fracaso acaba por convertirse en un motivo más para redoblar esfuerzos. Este caso no tiene por qué ser distinto: pasado el impacto inicial, nuevas noticias habrán de sacarlo de las primeras planas; rodarán algunas cabezas de personajes menores; la discusión se irá desplazando a los cenáculos de expertos y los comités especiales; la gente acabará por considerarlo todo como un “costo” más en una guerra que le ha exigido menos sacrificios que cualquier otra, y volverá a concentrarse en lo que las autoridades le insisten que es su único deber patriótico: seguir consumiendo con la intensidad frenética de costumbre.
Todo lo cual vuelve a Estados Unidos un ejemplo muy pobre de los valores que pregona. Para muchos de los sectores a quienes se suponía que iba a convencer de lo contrario, la guerra en Iraq ha venido a confirmar que los principios de la modernidad no son más que un mero pretexto para justificar agresiones. Convertidos en el estandarte de una fuerza de ocupación sin legitimidad alguna, su prestigio se desmorona otro poco más con cada nueva arbitrariedad de los invasores. Cada vez se requieren malabarismos mentales más complicados para tratar de convencerse de que Estados Unidos tiene un genuino interés en extender por el mundo la libertad y la democracia, o para ver en su sociedad la encarnación ideal de tales valores. No es sólo que sus tropas torturen prisioneros y arrasen con barrios completos en países extraños; en casa, sus políticos dan la impresión de ser una mezcla extraña de gángster con merolico, y las libertades de las que indudablemente se goza no parecen preservar de las toscas manipulaciones de sus autoridades a un pueblo pasivo, ingenuo y conformista, sin más proyecto histórico que acabar de convertirse en un enorme supermercado. De la mano de Estados Unidos, paso a paso con la guerra misma, la conquista de los corazones y las mentes del mundo avanza viento en popa. ~
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