En 1964, Federico Sescosse, presidente de la Junta de Monumentos Coloniales de Zacatecas, emprendió en su ciudad natal una cruzada estética que se conoció como “Campaña de despepsicocacolización“. Las crónicas de la vida local apuntan que la manifiesta finalidad de tal campaña era la de liberar a Zacatecas, y particularmente al centro de esa ciudad, de toda clase de anuncios comerciales, con especial énfasis en los que estaban en idiomas extranjeros. Así, con las anécdotas documentadas como prueba de la vitalidad de esta cruzada estética, nuestro ilustre zacatecano asumió la tarea de rescatar y mantener la belleza del centro colonial que lo vio nacer y, de paso, preservar la corrección en el uso del español.
Hoy no faltan quienes, gustosos, se sumarían a campañas similares, si no en su nombre sí con su intención, para corregir el uso de la lengua y hacer cumplir las reglas del buen hablar, particularmente en los medios de comunicación y con especial atención en los de mayor penetración: la radio y la televisión.
Variados y numerosos han sido los congresos, seminarios, debates, cursos y publicaciones dedicados a este tema. La contundencia de sus conclusiones deja poco espacio a la duda. Se dice que los medios de comunicación, particularmente la radio y la televisión, son los escenarios donde de manera más pública y penetrante se violan las reglas de la lengua, y donde la deformación del lenguaje pasa de ser excepción a una constante incuestionable: pobreza, escasez o inexistencia de vocabulario en actores, presentadores, protagonistas; errores de conjugación; barbarismos, neologismos y anglicismos; monosílabos como única opción posible ante la limitación del diálogo; desarticulación y fragmentación del habla y, por ende, del pensamiento mismo. Para muestra basta un vistazo a la programación televisiva: los bigbrothers y sus balbuceos monosilábicos; los voceros de los noticiarios que, a base de gritos, regaños y sermones, hacen que la noticia sea difícil de notar; las escaramuzas verbales de los contendientes en las arenas de los talk shows, tristes remedos de foros de debate público; en fin, la ligera elasticidad con la que se usa la lengua en comerciales, series, programas cómicos, concursos.
No todos los expertos coinciden, sin embargo, con esta visión negativa del uso y desuso, pobreza y riqueza, de la lengua en los medios electrónicos. Algunos investigadores han presentado datos interesantes que hablan de una realidad lingüística menos limitada. Raúl Ávila, por ejemplo, investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, habla de la riqueza léxica de diversas propuestas mediáticas, y señala que los índices de densidad de los textos televisivos pueden ser tan elevados como los de textos escritos complejos: algunas telenovelas mexicanas tienen un índice de densidad de entre 71.4 y 68 palabras diferentes por cada segmento de cien palabras, mientras que algunos ensayos de Octavio Paz, por ejemplo, alcanzan un índice de 69.5.1 Habrá que ver qué palabras.
No es, entonces, tan clara la respuesta a la inquietud acerca del uso, del mal uso, de la pobreza y, en general, de las deformaciones de la lengua y los lenguajes en los medios de comunicación electrónicos. Depende, como pudimos esbozar, del punto de partida para el análisis; depende, también, de lo que se entienda por uso correcto o deformación de la lengua, y depende, por supuesto, de la aceptación o rechazo del habla cotidiana, concreta y diversa frente a la pretensión de un español neutro y universal.
Pero lo ya planteado, desde la deformación hasta la pobreza de la lengua, no abarca la totalidad del embrollo que enfrentamos cuando reflexionamos en torno a las implicaciones del uso y formas de uso de la lengua en los medios de comunicación, con especial énfasis en la televisión abierta (hoy todavía la de mayor penetración en México). Me parece que si nos limitamos únicamente a identificar, por ejemplo, los casos específicos de mal uso de la lengua en los medios de comunicación, estamos evadiendo un problema de más fondo: la pobreza en la articulación y alcance del lenguaje (y, en el caso de los medios audiovisuales, hay que recordar que la palabra es sólo parte de los lenguajes que los constituyen) refleja, sobre todo, la pobreza del mundo experimentado, vivido, percibido y comunicable.
Los lenguajes expresan la realidad conocida, revelada, experimentada y construida. Comunican, retomando a Walter Benjamin, los “contenidos espirituales: cuanto más profundo, más existente y más real es el espíritu, tanto más expresable y expresado resulta”. Entonces, si coincidimos con el planteamiento benjaminiano, tenemos frente a nosotros el esbozo de un problema complejo: lo que debe preocuparnos hoy, me parece, no es únicamente el uso correcto y la eliminación de las deformaciones de la lengua en los medios electrónicos, particularmente la televisión abierta: lo que debemos preguntarnos es si esa pobreza o deformación lingüística nos está hablando de una reducción, un empobrecimiento del mundo percibido y, por ende, expresable. Sólo buscamos palabras nuevas, sólo buscamos articular mejor, cuando descubrimos nuevas dimensiones de la realidad que deseamos comunicar a otro. Parecería, entonces, que el espíritu del que hablaba Benjamin, el espíritu que se expresa y busca expresarse, se nos está achatando.
En el calor de los debates sesenteros y posteriores, Marcuse advertía del peligro que corría el mundo si el hombre unidimensional se hacía realidad: un hombre sometido, no contradictorio, incapacitado para trascender su condición histórica. Me atrevo a separar la propuesta de Marcuse de su determinismo (casi inextricable) para leer a través de ella algo de lo que sucede en el mundo mediático actual.
Si sólo debiéramos preocuparnos por el buen uso de la lengua y por evitar sus deformaciones en los medios de comunicación, enfrentaríamos, me parece, una parte minúscula de la cuestión que nos atañe. Lo que realmente preocupa es que, para algunos (sobre todo para los llamados profesionales de los medios), el espíritu que se busca comunicar, el espíritu que busca expresarse, ha perdido dimensiones. Y si además se expresa mal, estamos en problemas. El lenguaje empobrecido no puede más que revelar un espíritu empobrecido. Una parte importante de la televisión, más por inercia, me temo, que como resultado de una conspiración planeada o de una opción conscientemente asumida, está simplificando la complejidad de la vida y eliminando dimensiones del espíritu. No acepto, como dirían algunos críticos de la televisión a la Sartori, que esto sea propio o exclusivo del medio televisivo. Me parece, en tal caso, que este empobrecimiento del espíritu es más bien propio de muchos de quienes han llegado a las instituciones que nos siguen rigiendo, incluida la televisión una especie de Zeitgeist en el que nos movemos.
Hoy, si todo esto es cierto, vamos hacia la expresión cada vez más unidimensional de nuestras realidades, y ése, desde mi punto de vista, es el tema que nos debe ocupar. No creo que baste una campaña de despepsicocacolización para enfrentarlo. ~
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