Ésta era una de las premisas del seminario internacional que Mario Vargas Llosa convocó hace tiempo en Bogotá, compuesto básicamente de “liberales”, y algunos “agregados” socialdemócratas como el que escribe. Vargas Llosa nos pidió a Juan Manuel Santos, ex ministro de Hacienda de Colombia, y a mí que habláramos precisamente sobre “socialdemocracia y neopopulismo”.
El populismo ocupa vastos espacios del paisaje político latinoamericano. Casi podría decirse que es una expresión consustancial al continente. Los hubo de todos los tipos. Autocráticos, como el de Getulio Vargas, o electos. Radicales o moderados.
Al principio fue una expresión política. Luego cuajó en un modelo macroeconómico: reactivación salarial para activar la demanda, lo que generaba crecimiento en una primera etapa; uso indiscriminado de las reservas, más tarde inflación, y finalmente caída de las economías.
¿Por qué se repitió tantas veces, cuando ya se conocían sus resultados? ¿Por qué no hubo, por ejemplo, populismo en el Sudeste asiático?
Una explicación la dio Jeffrey Sachs: desigualdad del ingreso. En el Sudeste asiático la riqueza estaba distribuida menos desigualmente. Cuando había que ajustarse el cinturón, la carga parecía repartirse más equitativamente. Lo contrario de América Latina.
Argentina desbarata un poco esta hipótesis. Allí se desarrolló uno de los populismos clásicos, el de Perón. Pero aun antes del golpe de 1943, desde los treinta, Argentina había incubado corrientes de un agresivo nacionalismo económico, protopopulismos. No era ya la séptima economía del mundo que había sido en 1910, pero en 1928 era todavía la número doce. ¿Por qué surgió entonces allí el populismo?
Acaso había quedado excluida de la esfera de intercambios británicos en 1930. Su inserción en la economía internacional se había trastornado. Los populismos surgen también como reacción de excluidos políticos. El Apra, por ejemplo, llegó al poder después de sesenta años. En Colombia, en cambio, los partidos tuvieron, al menos desde la caída de Rojas Pinilla, periódico acceso al poder. Hubo sustitución de importaciones pero no populismo.
Hay otra explicación más, que los economistas críticos del populismo pasan generalmente por alto: en sociedades poco integradas, y con un poder económico minoritario y excluyente, el populismo proveyó de polos de referencia a sectores emergentes. De allí la importancia del caudillo, que se transformó en un padre extenso y simbólico.
Hay una cuarta explicación “cultural”. En sociedades patrimonialistas, de cultura católica o indígena “colectivista”, donde no se desarrolló, como en Europa, el protestantismo ni el individualismo, el populismo era un impulso natural. Una conclusión sería que, conforme se desarrollen, se “capitalicen”, se “individualicen”, el populismo desaparecerá. ¿Chile podría ser una prueba eventual?
¿Por qué resurge ahora? ¿Este neopopulismo es igual al populismo clásico?
Si la tesis de la “pobreza” es válida, una explicación sería que en los noventa América Latina no creció lo suficiente. Por tanto, que la pobreza no se redujo suficientemente.
Esto me llevó a plantear, un poco contra la premisa de los organizadores, que la amenaza real en América Latina no es hoy el neopopulismo. Es la pobreza. El neopopulismo es una reacción, equivocada, contra esa situación.
Pero otra explicación se parece más al caso clásico argentino. Las reacciones que se identifican con el neopopulismo son asaltos contra la globalización, surgen en “bolsones” rezagados. La rebelión en Chiapas surgió el mismo día que comenzaba el TLC de México con Estados Unidos y Canadá. Bolivia sería otro caso.
¿Por qué es neo el neopopulismo?
Los primeros populismos fueron grandes coaliciones policlasistas que usaron la política para promover la movilidad social. Algunos de los grandes momentos de la política latinoamericana están asociados a ellos. Alessandri en Chile, Haya de la Torre en Perú, López Pumarejo en Colombia, Lázaro Cárdenas en México. Podríamos multiplicar los nombres.
El neopopulismo surge de la antipolítica.
Una segunda diferencia: carecen de financiamiento. Los populismos clásicos disponían de tiempo. Los mercados “descuentan” ahora, al día, esos riesgos. Esto puede hacer que gente que en otro tiempo hubiera ensayado fórmulas macroeconómicas como las de Allende Lula sería la hipótesis para esto ahora siguen los libros de texto de la ortodoxia.
Hay una tercera diferencia, a mi juicio medular. La meta primordial de los líderes populistas clásicos era modernizar a sus naciones. El neopopulismo es antimoderno. Abraza la utopía arcaica, de la que habló Vargas Llosa en su libro sobre Arguedas.
La conclusión podría ser que, a más globalización, podríamos tener más neopopulismo, como expresión de los sectores que no se “enganchan” con la globalización. En América Latina sólo ciertas regiones lo hacen, concentran los intercambios con el mundo. En Bolivia, por ejemplo, es básicamente Santa Cruz, con las exportaciones de oleaginosas, principal producto de intercambio boliviano con el mundo (de donde la crucial importancia “equilibradora” del gas).
La respuesta al neopopulismo no puede ser el simplismo de más reformas (aunque falten muchas por hacer), de “más de lo mismo”, como pregonan los defensores de las políticas de los noventa.
Por el contrario, requerimos de una tercera vía, que mantenga el núcleo duro de las estabilidades macroeconómicas y las políticas de apertura comercial con el mundo, pero que promueva muchas cosas “endógenas”: lucha contra la pobreza, gasto en la compensación regional, extensión de los derechos de propiedad para que los mercados no sean burbujas, segmentos limitados de la economía, inversión en educación, y modernización de los partidos. Un mejor equilibrio entre mercado y Estado, entre sector público y privado.
Fue revelador que, cuando Santos y yo terminamos, muchos mostraran su acuerdo con nosotros. Acaso el punto de equilibrio entre las propuestas políticas esté más cerca de lo que pensábamos. –
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