Cualquier revolución victoriosa en el campo de las ideas o de las costumbres tiene que elegir entre dos caminos: asumir la victoria y ejercer el poder con responsabilidad o tratar de suprimir a la facción derrotada, con el argumento de que su existencia pone en peligro las conquistas del movimiento. Quizá el acto más honesto de un
revolucionario consista en reconocer el logro de sus metas, pues al hacerlo su lucha concluye, a menos de que busque aferrarse al poder. Por el contrario, la estrategia de todos los rebeldes convertidos en dictadores consiste en inventar enemigos externos o internos, en imaginar conjuras y combatir fantasmas, para dar la impresión de que la causa todavía enfrenta grandes obstáculos. Así han actuado, en los países del Primer Mundo, las vanguardias más recalcitrantes del feminismo, que, a pesar de haber ganado la pelea en todos los campos de la vida social, pretenden extirpar hasta el último vestigio de la cultura patriarcal y machista, en una cruzada revanchista que se acerca peligrosamente a la intolerancia.
Desde hace mucho tiempo, en Europa y Estados Unidos el feminismo pasó de la oposición al poder. Por méritos propios, la mujer está desplazando al hombre en el mercado laboral, ha cambiado a su favor el equilibrio de fuerzas en el seno de la familia y tiene un rendimiento escolar muy superior al de los varones. Ante su predominio en los trabajos que exigen inteligencia o destreza manual, muchos hombres empiezan a perder autoestima y se despeñan en el alcohol o las drogas. Según datos recién publicados por Hutton Getty en The Economist, en 1997 las mujeres universitarias de Estados Unidos obtuvieron 30% más grados de maestría que los hombres, y el porcentaje de mujeres económicamente activas subió un 20% de 1973 al 2000, mientras el de varones con empleo se redujo un 2% en el mismo periodo. Como muchas madres divorciadas no pueden desatender el trabajo para cuidar a sus hijos, o se niegan a cargar con ellos al contraer un segundo matrimonio, en los últimos diez años se ha incrementado en un 25% el número de padres solteros. Abundan las parejas en que la mujer trabaja y el hombre se dedica a las faenas domésticas, pero en ese aspecto el varón también está en desventaja, porque una mujer de hogar no escandaliza a nadie, pero los amos de casa padecen el estigma de ser unos mantenidos. El decaimiento del sexo masculino inspira compasión a las propias feministas. En una entrevista reciente, Doris Lessing declaró: "Me encuentro cada vez más perpleja ante el irreflexivo y automático vilipendio de los varones. Ya ni siquiera prestamos atención a este hecho porque forma parte de nuestra cultura. Los hombres parecen doblegados, no pueden regresar a la pelea y ya es tiempo de que lo hagan."
Ningún espíritu libre puede desear un retroceso en los derechos conquistados por el feminismo. Pero los abusos se vuelven norma cuando los simpatizantes de una causa dejan de señalar sus aberraciones. En el mundo académico, las feministas y los ideólogos de la heterodoxia sexual no se han conformado con predominar: quieren el poder absoluto, sin renunciar por ello a su lucrativo papel de opositores. Confundir el mérito cívico, real o ficticio, con el mérito intelectual es una grave prevaricación, en la que incurren a diario los apóstoles de la corrección política a la hora de otorgar plazas y grados académicos. Si el aspirante a un título hace una tesis insulsa, pero defiende a los travestis o a las tailandesas oprimidas, tiene asegurado el aplauso de los sinodales, que tal vez emplearon la misma táctica para ascender en el escalafón. En un sentido estricto, la academia radical no produce conocimientos, sino juicios morales. Por su proclividad al panfleto, los estudios fundados en las diferencias de género, ya de por sí limitados y estrechos de miras, se han convertido en una gran fábrica de chatarra.
Al propagarse fuera de las aulas, la dictadura del género empieza a cobrar tintes orwellianos. Como resultado de una ofensiva feminista, en Estados Unidos se ha vuelto casi obligatorio escribir he or she en todos los oficios, cartas y documentos que circulan en las oficinas públicas y privadas, cuando el sujeto de la oración es indeterminado. Para curarse en salud, algunos profesionistas optan por feminizar todos los sujetos neutros, sobre todo cuando se dirigen a una mujer. Se ha consumado así la igualdad gramatical entre los sexos, a costa de la economía lingüística. El inglés ahora es menos flexible, y quizá el español mexicano corra la misma suerte si el presidente Fox impone la moda de pluralizar en masculino y en femenino, como si el don de síntesis que la lengua tardó mil años en adquirir fuera una obsoleta herencia machista. Las líderes del feminismo no necesitaban maltratar el inglés para defender sus conquistas, pues nadie se opone a ellas. ¿Qué han ganado entonces con esa quisquillosa reforma verbal? Lo mismo que los gobiernos del PRI cuando obligaban a las televisoras a cubrir en detalle las actividades más inocuas del presidente: refrendar su poder y obtener un triunfo psicológico sobre cualquier rival en potencia.
Hasta los dictadores más crueles respetan la integridad del adversario rendido. Las feministas, en cambio, no han mostrado ninguna clemencia con los varones domados y, después de hacerlos morder el polvo, ahora quieren reinventar la masculinidad. Para tal efecto han creado una disciplina encaminada a reeducar a los hombres que no pueden adaptarse a los nuevos tiempos. Los talleres de masculinidad ya funcionan en México, y a juzgar por los testimonios de sus pioneros, persiguen el noble propósito de transformar a los toros en bueyes. En su afán por cortar de raíz el machismo, las tijeras feministas se aprestan a cercenar nuestros más vunerables defectos de fábrica. Desde el origen del mundo, las mujeres han moldeado el carácter masculino, y siempre me ha parecido que un macho cervecero y obtuso gana mucho con un toque de feminidad. Pero cada sexo tiene el derecho a definir su carácter como mejor le parezca. La decisión de no sobreactuar la hombría tiene que surgir de los propios varones, no de una reforma impuesta desde afuera. Cuando el machismo esté cercado por impedimentos legales y sociales , la personalidad masculina cambiará por sí sola, como ha ocurrido en los países ricos de Occidente. Pero las feministas creen que se puede reprogramar el cerebro del varón para ajustarlo a sus necesidades, como si la voluntad de poder y otros defectos de la naturaleza humana fueran una malformación del carácter masculino.
Haber logrado la igualdad de los sexos ante la ley no fue una hazaña menor: gracias a la liberación femenina, el mundo es más habitable que hace cincuenta años, no sólo para las mujeres, sino para los hombres inteligentes. Pero ese gran adelanto, que ya empieza a modificar la vida de las clases pobres en el Tercer Mundo, puede crear nuevas formas de opresión si el feminismo degenera en hembrismo. En el fondo, las ultrafeministas sienten fascinación por los gestos autoritarios de la cultura machista, quizá porque hay demasiadas lesbianas infiltradas en el movimiento. Desde luego, ellas tienen los mismos derechos a hacerse oír que las mujeres heterosexuales, pero deberían delimitar mejor sus espacios de lucha, para no confundir a la opinión pública. Los hombres tenemos paciencia y hemos aceptado con resignación situaciones injustas, como el hecho de que los partidos políticos concedan a las mujeres una cuota preestablecida de curules y puestos públicos, tengan o no capacidad para desempeñarlos. Lo que no podemos aceptar es que Paquita la del Barrio siga hablando como víctima, después de habernos pateado en el suelo. –
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.