Historia de parricidios

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"No hay límites para el deterioro, siempre puede estar peor." Las palabras de Alejandro Mayta, el guerrillero desencantado de la novela de Mario Vargas Llosa que, curado de fantasmas pero vacío de ilusiones, vuelve luego de muchos años a su lugar de origen, venían a mi mente en aquellos días de marzo de 1990. Regresaba a Lima para participar
en el encuentro de escritores e intelectuales "La cultura de la libertad", con el que Vargas Llosa entraba en la fase final de su campaña presidencial. Me impresionó el ejército de pordioseros infantiles en cada bocacalle de una capital que apenas once años atrás parecía aún digna y señorial. Conocía las cifras espeluznantes del legado populista en el Perú: reservas casi nulas, virtual bancarrota, caída del 15% en el PIB, inflaciones de cuatro dígitos. Los apagones y el sabotaje, los secuestros y asesinatos se habían vuelto noticia cotidiana. Sobre todas las cosas aterraba la presencia ubicua de Sendero Luminoso, el grupo guerrillero frente a cuyo nihilismo despiadado los poseídos de Dostoievski quedaban relegados a personajes de telenovela rosa.
     Y sin embargo, el signo de aquellos días era la esperanza. Acababa de pasar el annus mirabilis de 1989, presagio, diría entonces Vargas Llosa, "de una humanidad sin guerras, sin bloques" enlazada por "el denominador común de la democracia y la libertad". Más modestos en apariencia, pero no menos significativos, eran los cambios recientes en América Latina: el fin de la guerra civil en El Salvador, los comicios libres en Nicaragua, el desprestigio general del militarismo, el advenimiento pleno de la democracia en casi todo el continente salvo Cuba, Haití y, claro, el régimen mexicano al que Mario Vargas Llosa, meses más tarde, hirió de muerte con una sola frase: "la dictadura perfecta." En una charla de sobremesa refirió animadamente sus planes de gobierno:
      
     Ahora los países pueden, por primera vez, elegir la riqueza… allí está el ejemplo de las economías exportadoras de Oriente, que hace tres décadas eran más pobres que el Perú… hay que privatizar los teléfonos, las aerovías, los bancos, las cooperativas agrarias, apoyar a los "informales" en la economía citadina y a los "parceleros" en el campo… hay que organizar a la sociedad civil en rondas de autodefensa… hay que limpiar el gigantesco basural de la palabrería populista.
      
     Vargas Llosa proponía el retiro, por parte del Estado, de zonas improductivas y corruptas de intervención en favor de una concentración mayor en aspectos básicos como educación, seguridad, salud, justicia y fomento a la cultura, todo en un marco de tolerancia a las libertades políticas. Buscaba implantar, en suma, el modelo actual y vigente de modernización. Era el momento de hacerlo, un momento plástico en que todo parecía posible. Y no sólo sus invitados compartíamos el entusiasmo por el "Gran Cambio" que anunciaban los espectaculares de las avenidas y los incesantes mensajes de televisión. "Es nuestra última esperanza —comentó un taxista—, es nuestra salvación."
     Había, en efecto, un leve toque mesiánico en los actos y los discursos, y no era para menos. Perdida la fe religiosa en su juventud temprana, Vargas Llosa necesitaba quizá un residuo de esa fe para embarcarse en una aventura así, con peligro para su vida y la de su familia. Su discurso de clausura reveló más bien una resignación estoica:
      
     En el extraño trance en que me encuentro… me digo con cierta melancolía que en los destinos individuales influyen también las circunstancias y el azar acaso tanto como la voluntad de quien los encarna. Igual que la historia de las sociedades, la de los individuos no está escrita con anticipación. Hay que escribirla a diario, sin abdicar de nuestro derecho a elegir, pero sabiendo que a menudo nuestra elección no puede hacer otra cosa que convalidar, si es posible con ética y lucidez, lo que ya eligieron para uno las circunstancias y los otros. No lo lamento ni lo celebro: la vida es así y hay que vivirla, acatándola en todo lo que tiene de aventura terrible y exaltante.
      
     Extrañaba la vida literaria, las novelas que había pospuesto, la anónima paz de las bibliotecas. Y extrañaba todo ello con perplejidad, porque él mismo se había vuelto un personaje de novela, de una vertiginosa novela que sólo parcialmente podía controlar. Al mismo tiempo, contradictoriamente, disfrutaba la aventura porque lo aproximaba al ejemplo de Malraux, a su alianza creativa entre acción y pensamiento. Pero en su caso la acción tenía un designio particular. El literato, acostumbrado —según ha escrito repetidamente— a convocar a sus fantasmas para exorcizarlos, para someterlos al orden de su fantasía, se proponía ahora exorcizar a los demonios del Perú, no en la página en blanco de su obra, sino en la arena impredecible de la historia. Buscaba remediar los males históricos del poder… desde el poder. Sus amigos partimos de Lima con la confianza en su triunfo, pero la famosa frase de Max Weber rondaba en el aire: "Quien busca la salvación de su alma y la de los demás, que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza."
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     No sólo los otros y el destino lo sometían a esa prueba: también su propia biografía intelectual. Ser escritor en Latinoamérica ha implicado siempre asumir un imperativo de conciencia política. Para los intelectuales latinoamericanos, como para los rusos del siglo XIX o los disidentes polacos o checos durante la Guerra Fría, esquivar la gravitación de la política es una forma de la irresponsabilidad, la banalidad o el autismo. Por eso caló en estos países la figura de Sartre y su doctrina del intelectual "comprometido". Con el tiempo, tanto Sartre como sus émulos en Europa y América vendieron ese compromiso por el plato de lentejas de una ideología cerrada, pero la actitud había dejado huella. Al abandonar las premisas marxistas (en un proceso de desencanto paulatino que culminó a mediados de los años setenta), Vargas Llosa persistió en su postura "comprometida", llenándola de otros contenidos, ya no orientados a la revolución social igualitaria, sino a la rebeldía individual libertaria. Por eso revaloró la obra de Camus y descubrió —tarde quizá, aunque no demasiado— a los clásicos del pensamiento político liberal del siglo XX, que no sólo lo convencieron sino lo convirtieron: Isaiah Berlin y Karl Popper. Octavio Paz decía que Vargas Llosa tenía la pasión del converso. En todo caso, era una pasión que compartía con el propio Paz, quien en su juventud también había sido un socialista fervoroso y sólo hasta 1974 —leyendo a Solyenitsin y Mandelstam— terminó su propio proceso de autocrítica. La genealogía intelectual de Vargas Llosa no dictó, por supuesto, la vertiente social, histórica, política en su obra, pero acompañó su trayectoria como un telón moral de fondo.1
     Cuando lo conocí en Lima, en marzo de 1979, la política parecía un poco alejada de su horizonte. Los militares dejaban el paso a un régimen civil, pero el Perú no se reponía aún de los efectos corruptores que el propio Vargas Llosa había abordado ya en sus primeras novelas (sobre todo La ciudad y los perros y Conversación en la catedral), retratos balzacianos de una sociedad de inmensos contrastes económicos, y avasallada por los viejísimos fueros militares y religiosos. Distanciado ya de la Revolución Cubana, a la que había apoyado con entusiasmo como la mejor opción para Latinoamérica, y crecientemente escéptico de que el problema que había "jodido" a estos países fuese el orden capitalista, Vargas Llosa había dedicado la década de los setenta a cultivar una zona creativa más lúdica y erótica, más puramente literaria. Pero el decenio siguiente sería distinto y, como anuncio de los tiempos por venir, en 1981 publicó una saga de dimensiones y aliento tolstoianos: La guerra del fin del mundo. La mayoría de los intelectuales latinoamericanos la leyó sin advertir que tocaba un nudo histórico permanente en estas sociedades antiguas y atrasadas: la violentísima reacción de las masas —acaudilladas casi siempre por un redentor carismático que revive o manipula mitos atávicos— al intento de una súbita modernización. Había pasado en 1780 en el Perú, con la rebelión de Túpac Amaru contra las reformas borbónicas. Pasó igualmente en México, en los inicios de la Guerra de Independencia (1810), en la revolución de Emiliano Zapata (1911-1919). Y ocurrió también en la revuelta que recreó Vargas Llosa, la de los campesinos pobres de Canudos que, a fines del siglo XIX y encabezados por un líder mesiánico, el Conselheiro, defienden la "verdad de Jesús" contra el "demonio" encarnado en la nueva república brasileña. Proféticamente, Vargas Llosa vislumbraba no sólo diversos momentos redentoristas de la historia futura en Latinoamérica (Chiapas, por ejemplo), sino hechos que son ahora motivo de perplejidad mundial: la rebelión fundamentalista contra Occidente.
     El poder y la violencia habían sido siempre temas centrales en la obra de Vargas Llosa, una clave maestra para explorar el alma de los hombres y la naturaleza de la maldad. En la década de los sesenta, el poder estaba representado por entidades generales o abstractas —el orden capitalista y la sociedad burguesa— que creaban y perpetuaban a los tiranos y su séquito siniestro. Con el tiempo, el novelista empieza a cambiar el foco y advierte los elementos opresivos en las ideologías que se ostentaban como liberadoras de la humanidad. Era el caso de los diversos movimientos guerrilleros en Centroamérica, que a su vez despertaban a los espectros militaristas en una espiral de muerte que no tenía límites. El Perú padecía entonces la instancia extrema de un movimiento de corte maoísta —Sendero Luminoso— que asesinaba a niños campesinos para mejor instruirlos en la ética del "hombre nuevo". Con escasas excepciones, los intelectuales latinoamericanos apoyaron a los guerrilleros. Vargas Llosa (y el grupo reunido alrededor de Octavio Paz en la revista Vuelta) tomó el camino impopular: reprobar tanto la opción militarista como la guerrillera, proponer la democracia.
     El torbellino de la historia tenía que alcanzar a Vargas Llosa, y lo alcanzó. La matanza de Uchuruccay fue, según su propio testimonio, el clímax biográfico que cambió su destino. En 1983, a raíz de la extraña muerte de ocho periodistas en la zona de Ayachucho (asiento de las operaciones senderistas), un sector radical de la prensa y la opinión pública inculpó al gobierno de Belaúnde Terry. En respuesta, el presidente formó una comisión investigadora de tres miembros —uno de ellos Vargas Llosa— y ocho asesores. Al cabo de treinta días en el lugar de los hechos, y después de recabar más de mil páginas de testimonios, la comisión concluyó que "los periodistas fueron asesinados por campesinos de Uchuruccay, con la probable complicidad de comuneros de otras localidades iquichanas, sin que en el momento de la matanza estuvieran presentes las fuerzas armadas". Al poco tiempo Vargas Llosa publicó en los principales diarios de Occidente su "Historia de una matanza", donde mostraba que los campesinos habían creído que los periodistas pertenecían a Sendero Luminoso. La experiencia —seguida de innumerables polémicas y diatribas— había terminado por revelarle la cruda verdad:
      
     la realidad es que las guerras entre guerrillas y fuerzas armadas resultan arreglos de cuentas entre sectores privilegiados de la sociedad, en los que las masas campesinas son utilizadas con cinismo y brutalidad por quienes dicen querer liberarlas. Son estas masas las que ofrecen siempre el mayor número de víctimas.
      
     En ese momento de "asombro, indignación y tristeza" concibió Historia de Mayta (1984). Si Uchuruccay fue una revelación, aquel libro resultó precisamente un ajuste de cuentas con los fanatismos ideológicos que lo habían seducido en los años sesenta, aquellos que, "buscando bajar el cielo a la tierra", sólo lograban arraigar aún más la opresión y la miseria. Para colmo, en el caso del Perú, la administración de Alan García amenazaba con nacionalizar la banca y estatizar la economía. En tales circunstancias, fue casi natural que un sector de la sociedad peruana llamara a Vargas Llosa como el hombre providencial, literalmente el exorcista, único capaz de introducir un orden racional en la espiral de caos, desgobierno y violencia. Todas las prevenciones contra la tentación del poder, que sin duda conocía, palidecían frente a la necesidad de un compromiso político directo. El tomo tres del volumen de ensayos Contra viento y marea (título combativo, inspirado en Against the current, de Isaiah Berlin) refleja ese llamado al que se entrega por unos años, armado de nuevas teorías económicas liberales destinadas, no a salvar al Perú, sino a mejorarlo. Porque no se trataba de bajar el cielo a la tierra, sino de dejar al cielo en el cielo y buscar para los peruanos una residencia en la tierra menos opresiva e injusta.

Por unos meses la fortuna le sonrió. Semanas antes de las elecciones, las encuestas le daban una amplia ventaja. Pero los demonios históricos del Perú andaban sueltos. En El pez en el agua (autobiografía publicada en 1993), Vargas Llosa refiere las "maniobras, intrigas, pactos, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares" que soportó durante su campaña presidencial y después de ella, sobre todo ese "torrente de lodo", ese "vociferante muladar" de las palabras, los insultos, las mentiras, las calumnias vertidas en su contra. Lo más doloroso fue encontrar de frente, vivo, ese yo colectivo impermeable a la persuasión, hecho y contrahecho de resentimiento, desconfianza y prejuicio racial. Una escena digna de Buñuel quedaría grabada en su memoria. Ocurrió una mañana candente en una pequeña localidad en el Valle de Chira, adonde acudía con algunos partidarios:
      
     armada de palos y piedras y todo tipo de armas contundentes, me salió al encuentro una horda enfurecida de hombres y mujeres, caras descompuestas por el odio que parecían venidos del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían… rugiendo y vociferando se lanzaron contra la caravana como quien lucha por salvar la vida o busca inmolarse, con una temeridad y un salvajismo que lo decían todo sobre los casi inconcebibles niveles de deterioro a que había descendido la vida para millones de peruanos. ¿De qué se defendían? ¿Qué fantasmas estaban detrás de esos garrotes y navajas amenazantes?
      
     Todos los fantasmas, comenzando por el primero, el de la Conquista: "fuera españoles", le gritaban. Ahí estaba, intacta, esa "salvática nomenclatura racial que decide buena parte de los destinos individuales" en el Perú, un país con pocas mediaciones cívicas y posibilidades de diálogo, "cuyas estructuras sociales están basadas en una especie de injusticia total y donde la violencia está en la base de todas las relaciones humanas".

El exorcismo directo, político, no sólo era imposible: se había vuelto contra sí mismo. Max Weber tenía razón: su salvación personal iba por otro camino.  
      
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     Cuando sobrevino la derrota —que a la distancia parece, al menos para él, una victoria en la derrota—, muchos recordamos con temor el destino de otro célebre escritor que, a los 37 años de edad, había librado una espléndida batalla electoral tras la cual fue vencido (un poco como Vargas Llosa) por las fuerzas del aparato politicomilitar y un electorado inexperto. José Vasconcelos salió de México en 1929 a un largo exilio en Europa y Estados Unidos. Allí escribió los cuatro volúmenes de su autobiografía, quizá la más notable en su género en habla española. No sólo un recuento puntual de sus avatares políticos, sino una confesión —en el sentido agustiniano— de sus pasiones, de sus errores y atropellos, de sus pecados. Pero, extrañamente, ese ejercicio no lo llevó a la serenidad, sino a ahondar el rencor, ya no sólo contra sus enemigos, sino contra su país y contra la modernidad occidental. El demócrata de los años veinte alabó a Franco y prologó un libro de poemas de la esposa de Leónidas Trujillo.
     Mucho más que Vasconcelos, Vargas Llosa tenía un lugar seguro donde volver: la literatura. No como refugio, sino como espacio propio de claridad y, sobre todo, de libertad. Como Vasconcelos, eligió el exorcismo autobiográfico pero, a diferencia de él, no para flagelarse al exhibir los "pecados de la carne" o aquellos desvaríos ideológicos que ya había aclarado en sus novelas. No se trataba ya de ver el rostro de los matones de la dictadura, los torvos militares, los sacerdotes tortuosos, los líderes mesiánicos, los guerrilleros, sino el rostro de don Ernesto J. Vargas, su dictador personal, su terrorista familiar, su padre. Tácitamente lo había enfrentado en sus novelas tempranas, donde la rebelión contra el padre es un tema recurrente. Ahora lo veía de frente. Creyéndolo muerto y guardando su memoria como la de un ángel en el cielo, el niño había vivido por diez años rodeado de nobles figuras paternales del ala materna hasta que de pronto, como un fantasma, el padre reaparece en la escena y descarga sobre su hijo el peso de sus resentimientos sociales y sus culpas no asumidas. "Él gritaba… y golpeaba a mi madre", "ella lloraba y lo escuchaba, muda". Muda y enamorada. Con su hijo practicaba el denuesto privado y las bofetadas públicas. La amenaza de "sacar ese revólver y dispararles cinco tiros y matarme a mí" fue el pan diario de aquel niño aterrado, arrodillado en súplica de "perdón con las manos juntas". Cuando se enteró de que Mario escribía versos se alarmó, por aquel presagio seguro de que sería "marica", y lo internó en el colegio militar Leoncio Prado (exorcizado por Vargas Llosa en La ciudad y los perros). Al paso de esas páginas autobiográficas, narrando pausada, detalladamente la historia de su padre, Vargas Llosa vio de frente el "terrible rencor" que llegó a sentir contra él, contra su poder arbitrario, absoluto, impredecible, y aquel "odio ígneo" se disolvió, si no en el perdón, al menos en una actitud compasiva por esa figura "recóndita y ciega a la razón".
     ¿Qué demonio quedaba por convocar y combatir? El del responsable principal de la miseria latinoamericana: el dictador arquetípico, el déspota que, con diversas modalidades, ha reducido muchas veces la historia de estos países a una mera biografía del poder. Sólo así culminaría su parricidio creativo.
      
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     ¿Una novela más sobre dictadores? Lo precedía una larga y admirable genealogía, de Valle-Inclán a García Márquez, de Asturias a Carpentier, de Roa Bastos a Uslar Pietri. Casi todos los escritores del boom habían creado una novela sobre su propio tirano, o al menos sobre su versión local del Nostromo de Conrad, ese hombre fuerte, cacique o caudillo, señor de horca y cuchillo que se apodera de las vidas, haciendas y conciencias de los pueblos. Se había interesado en la figura de Trujillo desde 1975, pero esta vez los hados —no los demonios— postergaron el compromiso hasta que el escritor hubiese atravesado personalmente los infiernos políticos y padecido, no sólo los individuales (dictatoriales, escolares o familiares), sino los colectivos, los nacidos del fanatismo de las identidades raciales, ideológicas, nacionales, sociales, religiosas. Entonces, con una madurez que se antepone a la indignación para mejor comprender y exponer la naturaleza del mal, entró a la alucinante fiesta del Chivo.
     Dos misterios paralelos se entrelazan y enfrentan, con puntualidad de drama griego, en la novela: el poder y la libertad. En la persona de Trujillo, Vargas Llosa diseca con ojo clínico, no sólo la psicología, sino la anatomía del poder. Allí están los rasgos físicos de la dominación: la mirada paralizante, el mito del hombre que no sudaba, la manía de los uniformes y los entorchados, pero sobre todo la irrefrenable vanagloria sexual que, en un extremo casi talibánico de nuestra cultura machista, Trujillo utilizaba para imponer su control. La sujeción a través del sexo está en el centro mismo del fenómeno Trujillo. Reeditando el remoto "derecho de pernada", solía acostarse con las mujeres de sus ministros con el conocimiento o al menos una vaga complicidad de ellos, no sólo para probar la incondicionalidad de su vasallaje y obediencia, sino para erigirse en un padre de familia sobre todas las familias, el hombre con derechos patrimoniales sobre su isla personal. Esa vejación obsesiva, esa esclavitud de la mujer al macho toca una fibra delicada en la imaginación de Vargas Llosa. Por eso el personaje principal de La fiesta del Chivo es Urania, la hija pródiga de uno de los acólitos de Trujillo. Receptáculo de una conciencia histórica triste, lúcida, obturada en sus posibilidades de felicidad, Urania conduce la novela. Vuelve a Santo Domingo décadas después del fin de aquel régimen para enfrentar sus propios espeluznantes fantasmas y los de su tierra natal.
     La fiesta del Chivo recorre morosamente esa caterva de personajes cortesanos, entre grotescos y atroces, que segrega todo régimen dictatorial, algunos verdaderos, con nombre y apellido, otros ficticios, compuestos de perfiles que se dieron en la realidad. Allí están, con lujo de detalle, el matón o policía personal (el aterrador Johnny Abbes García, ex socialista, especialista en espionaje, artista de la tortura), su administrador económico (el cínico y corrupto Chirinos), su asesor político y leguleyo (el "Cerebrito" Cabral, padre de Urania), un modisto alcahuete (Manuel Antonio) y el más extraño de todos, el poeta o intelectual de cámara Joaquín Balaguer que, ciego y casi paralítico a sus 95 años, sigue siendo, al día de hoy, una figura mítica en la República Dominicana ("Que nadie aspire mientras Balaguer respire", anunciaba hace poco la propaganda de su partido).Vargas Llosa refiere la abyección extrema de Balaguer cuando, en un discurso, sostuvo que Dios había protegido a la República Dominicana de sus desastres históricos y naturales hasta delegar esa tarea providencial en manos de Trujillo. El dictador creía puntualmente en esa interpretación. Pero, ¿también Balaguer? "Hice la política que se podía hacer", le confesó a Vargas Llosa. "Esquivé a las mujeres y la corrupción." Soltero y solitario, versificador modernista y hombre culto, Maquiavelo habría admirado la discreta supervivencia de Balaguer durante las décadas del trujillismo, pero más aún la relojería política que echó a andar tras el asesinato del dictador. En aquel teatro shakespeareano no se escatima la acción represiva contra los conspiradores, pero después se aprovecha esa misma estela de sangre para honrarlos en muerte y desterrar —implacable y suavemente— a los herederos de Trujillo. "La política es eso —confesaba Balaguer, sin inmutarse—: abrirse camino entre cadáveres."
     En su cirugía literaria, Vargas Llosa describe en detalle los procedimientos de manipulación, las variedades de la censura y la sutil gradación en el ejercicio del dominio: desde el simple extrañamiento, en un ademán que deja a la víctima exánime, hasta el más brutal asesinato. Con todo, el misterio mayor reside en la colaboración voluntaria, hipnótica, de las masas subordinadas a un hombre: "Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que al ser escupidos, maltratados, y sintiéndose abyectos, se realizaban." Había "algo más sutil e indefinible que el miedo" en la parálisis de la voluntad y del libre albedrío, no sólo en el ciudadano común, sino en personajes valerosos, como el general José Román, quien, habiendo participado centralmente en la conspiración contra Trujillo y consumado ya el magnicidio, entra en un estado de parálisis, revierte la liberación de su destino y sufre, o más bien provoca voluntariamente, su espantoso e innecesario martirio. ¿Había violentado un tabú, algo sagrado? Vargas Llosa propone una respuesta al enigma: Trujillo seguía dentro de ellos, dominándolos, avasallándolos. Revelar minuciosamente los mecanismos que emplea ese fantasma fue uno de sus incentivos mayores para embarcarse en la novela.
     Esa revelación no podía tomar la forma fácil de un tratamiento burlón, fársico, extravagante o teatral, como ocurrió en el caso de otras novelas de dictadores, señaladamente El otoño del patriarca, obra magistral sin duda, pero donde predomina una atmósfera casi divertida u orgiástica, una suerte de interminable orgasmo del poder —no exento de desesperación y melancolía— por parte del patriarca inmortal e inasible, en su "vasto reino de pesadumbre". Significativamente, García Márquez no describe o desentraña la pesadumbre: la registra, la presupone. La prosa misma —con su torrente verbal y su incesante imaginería— es una onomatopeya del poder. Vargas Llosa, en cambio, documenta con acuciosidad casi jurídica la pesadumbre. Su prosa es mucho más puntual y acotada, más controlada por el ojo crítico que quiere recrear, desde dentro, las recámaras del poder. En la tradición shakespeareana, La fiesta del Chivo es una novela que, en palabras de Vargas Llosa, "no finge la irrealidad sino la realidad", y parte de fuentes, reportajes, testimonios y obras históricas de primera  mano.
     La distinción entre los dos tratamientos no es sólo literaria: creo que también es moral. La erótica del poder atrae a algunos escritores, tanto en sus novelas como en su vida real. Esa fascinación consiente su transmutación artística: el patriarca de García Márquez, con sus cinco mil hijos y doscientos años de edad, mueve a risa y asco —a veces incluso a lástima—, es la idea platónica del patriarca vuelta prosa poética, una idea selvática, vegetal, zoológica, telúrica. Si se acuesta con todas las mujeres es porque no ha encontrado el amor. Es una víctima múltiple: de sí mismo, de la mujer esquiva, del prestigio taumatúrgico que los otros se han construido en torno suyo, de los embajadores yanquis, de la Iglesia Católica, de los implacables conspiradores que asesinaron a su esposa e hijo, de los cortesanos que lo engañan y manipulan y, sobre todo, del tiempo. En su novela, García Márquez se rinde a la piadosa y casi tierna fascinación por esa "autoridad inapelable y devastadora" que alguna vez había sido "un torrente de fiebre que veíamos brotar ante nuestros ojos de sus manantiales primarios", pero que "en el légamo sin orillas de la plenitud del otoño… estaba tan solo en su gloria que ya no le quedaban ni enemigos".
     También en Vargas Llosa hay una fascinación frente a sus personajes, incluso frente a los más crueles (como Johnny Abbes), pero es de una índole distinta: no hay un solo momento de regodeo, sino la firmeza de una vivisección definitiva, las ganas inmensas de exorcizarlos de una vez por todas en la armonía de la narración. En la novela y en la realidad, a Vargas Llosa no lo mueve la atracción por el poder sino su enjuiciamiento, su crítica, incluso su abolición en zonas individuales en las que el poder no vale ni debe valer nada.
     Porque, a diferencia también de otras novelas de dictadores, La fiesta del Chivo tiene protagonistas entrañables (casi todos mártires) que representan el llamado, no menos misterioso, de la libertad. En aquellos conspiradores que tenían agravios pendientes con el dictador, la rebeldía, sin ser menos heroica, es comprensible. Pero la contraparte perfecta del poder absoluto encarna en un personaje conmovedor, Salvador Estrella Sadhalá, dominicano de ascendencia libanesa y cristiano de convicciones absolutas, que descubre, gracias a su director espiritual y al nuncio apostólico, que en la propia tradición católica, en el mismísimo Santo Tomás, se declara lícito el tiranicidio como recurso último ante el poderoso que ha olvidado, relegado o traicionado la soberanía original del pueblo, la búsqueda del "bien común". Sin saberlo, Estrella Sadhalá descubría las fuentes originarias de un pensamiento libertario anterior, o cuando menos paralelo, al liberalismo anglosajón.
     "Si hay algo que yo odio —ha dicho Vargas Llosa—, algo que me repugna profundamente, que me indigna, es la dictadura.  No es solamente una convicción política, un principio moral: es un movimiento de las entrañas, una actitud visceral, quizá porque he padecido muchas dictaduras en mi propio país, quizá porque desde niño viví en carne propia esa autoridad que se impone con brutalidad." En términos biográficos y en la historia de la literatura en habla hispana, La fiesta del Chivo es una defensa apasionada y definitiva de la filiación contraria, la filiación de la libertad. Esa misma filiación signó (a principios del siglo XIX) el pacto fundacional de los países latinoamericanos, y a ella hemos vuelto ahora, maltrechos pero acaso más sensatos, como Urania a Santo Domingo, tras doscientos años de dictaduras y anarquías, de revueltas y rebeliones, de guerrillas y revoluciones. El poder —sus representantes vivos y sus demonios— no cesará de afirmar su voluntad y su imperio. Lo hará encarnando en dictadores demagógicos o asesinos, o en colectividades fanáticas y opresivas. La literatura no podrá evitarlo, no es ese su papel; pero en su radical libertad, la literatura —sobre todo la de ficción— es, como decía Orwell, el preventivo natural contra la dictadura y algo peor, letal de hecho para los tiranos en sus "vastos reinos de pesadumbre": la literatura, no el poder, suele tener la palabra final. –

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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