Abuelo bajando la escalera
Nací en Barcelona y soy escritor, lo que no debe haceros suponer que no he intentado ganarme la vida honradamente. La prueba está en que, habiendo podido vivir del mito de Gaudí —supuestamente el genio más genial de mi ciudad—, jamás escribí una línea sobre ese perturbado ciudadano. Habría podido montar un gran negocio con Gaudí.
Ya desde tiempo inmemorial en mi familia (sagrada: que nadie ose meterse con ella), fuimos algo más que conscientes de que este arquitecto podía a la larga convertirse en una fuente inacabable de ingresos. Yo creo que fuimos los primeros, a través de mi abuelo Enrique, en intuir que Gaudí acabaría fascinando a los japoneses y que, tarde o temprano, acabaría convirtiéndose en una exuberante industria cultural. La industria Gaudí ya la vio venir en 1919 mi abuelo, primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona por aquellos días. No sé cuántas veces en familia oí contar la historia. Era un día desapacible de febrero y mi abuelo estaba almorzando en su casa. Desde hacía unas horas, en ausencia de la máxima autoridad de la ciudad, se había convertido en el alcalde en funciones. Mi abuelo se encontraba observando el segundo plato que le habían servido —un bistec muy crudo, que a él le parecía una metáfora de lo cruda que se le presentaba aquella tarde en el Ayuntamiento— y se había quedado ensimismado en sus pensamientos cuando de pronto sonó el timbre, alguien había tenido la osadía de llamar a su puerta, molestarle en pleno almuerzo ensimismado. Poco después, la sirvienta le dijo a mi abuelo que quien había llamado al timbre había sido una especie de clochard, que había manifestado su interés en ver al señor alcalde en funciones y, al decirle ella que el señor no estaba en casa, había dejado —extraño en hombre tan desarrapado— su tarjeta de visita. Mi abuelo miró distraídamente esa tarjeta y vio con sobresalto que el visitante era Antonio Gaudí, arquitecto. Al verlo, mi abuelo dio un salto y dicen que dio un grito —siempre se me dijo que gritó “¡Pero si está el señor de la Industria Gaudí!”— y salió escaleras abajo —ese descenso en nuestra familia es tan mítico como en la historia del arte el Desnudo bajando una escalera de Duchamp—, salió disparado hacia la calle para ver si todavía podía alcanzar al ilustre intruso. Lo alcanzó. Tres generaciones de mi familia no se han cansado de repetirlo: lo alcanzó. ¿Y de qué hablaron? ¿Qué quería Gaudí de nosotros? ¿De nosotros? Perdón, ¿qué quería Gaudí de mi abuelo? Pues muy sencillo, quería decirle a mi abuelo que el Ayuntamiento no le había pagado un billete de tren. Lo arreglamos enseguida, dijo mi abuelo. Entonces Gaudí sonrió y la frase que tuvo a bien decirle a mi abuelo ha formado parte durante tres generaciones del patrimonio familiar, la revelo públicamente aquí por primera vez en mi vida, es una primicia mundial, considero un deber revelarla. Gaudí le dijo a mi abuelo, al alcalde en funciones: “Es más seguro mendigar que robar, pero más refinado robar que mendigar”.
Después, pensando en qué habría querido decir exactamente el genio, mi abuelo subió las escaleras.
Casa Vicens
En el 2002, hace ya pues casi cinco años, con la zona cero de Nueva York aplanada, no era sólo el terreno del World Trade Center el que había que rediseñar, sino que EE.UU. empezó la reestructuración de unos servicios secretos que habían fracasado estrepitosamente en la prevención del ataque terrorista del 11 de septiembre que tantas cosas en el mundo cambió. Cinco años después, la zona cero es un magnífico hotel gaudiniano, el hotel Attraction, desde el que escribo estas notas sobre la relación entre Gaudí —el arquitecto que en su tiempo lo diseñara para Nueva York sin saber que ocuparía el simbólico espacio que ocupa hoy— y mi familia (sagrada). Cinco años después, el Hotel Attraction es toda una realidad. La zona cero ha sido rediseñada gaudinianamente. Pero por desgracia, no puede decirse lo mismo de los servicios secretos, que han sido rediseñados pero siguen tan inoperantes como entonces.
Pero bueno, eso poco importa. El FBI es una cosa y el Attraction otra bien distinta. Desde su habitación 3489, sin temor alguno a un ataque enemigo, sigo pasando revista a la relación de Gaudí con mi sagrada familia. En Barcelona hay dos espacios de este arquitecto que son escasamente conocidos, son los únicos por los que no pasan jamás los turistas. Curiosamente, son los únicos lugares donde encuentro más puntos de contacto entre mi familia y Gaudí. La Casa Vicens, situada en el barrio de Gràcia, en la calle Carolinas 18, está medio escondida, la veo desde la gran ventana de mi casa, está a cinco minutos andando, voy hasta ella muy a menudo y allí siento nostalgia. Están abiertos el jardín, el vestíbulo, el comedor y el salón de fumar, y se ve todo muy bien conservado, seguramente porque muy pocos turistas pasan por ahí, no acaba de estar en la ruta Gaudí. En la casa de enfrente, mi tío Raimundo, el loco de la familia —hablaba casi siempre en inglés siendo catalán de pura cepa—, montó una tienda de sombreros con diseños gaudinianos, la montó en los años cincuenta, cuando nadie, pero es que nadie, tenía interés en ser detenido por la policía franquista por llevar un sombrero sospechoso. Para colmo, entonces no había un solo turista en Barcelona. El negocio fue ruinoso. Los sábados por la tarde visitábamos al tío Raimundo y le comprábamos algún sombrero, que nunca nos poníamos por —nunca supimos qué podía ser peor— miedo a la cárcel o al ridículo.
Triste fin del tío Raimundo, que durante la Guerra Civil había sufrido tortura en una checa comunista y había salido de ella hablando casi sólo en inglés, el inglés que había aprendido en sus inútiles años de estudios en Cambridge. Un día —el mismo en el que se arruinaron definitivamente—, su mujer decidió encerrarlo en el Frenopático, el manicomio de Barcelona. Tenían tan poco dinero que ella pensó que por lo menos en el sanatorio mental le darían de comer. Por otra parte, era innegable que estaba loco, hasta sobraban los motivos para encerrarlo. Mis padres fueron durante años a visitarlo al Frenopático y él siempre actuaba igual: les reconocía y los abrazaba entusiasmado y les decía inicialmente unas cuantas palabras en catalán que alimentaban inicialmente en mis padres la idea de que estaba mejorando de su locura, pero a esa esperanza inicial le caía siempre una ducha de agua fría cuando dejaba el catalán y comenzaba a decir frases en inglés —mis padres no tenían ni zorra idea de ese idioma—y ya no dejaba de decirlas hasta que se marchaban. Creo que puede decirse —al menos esa era la explicación oficial en familia— que mi tío Raimundo estaba encerrado en el manicomio porque hablaba en inglés.
Casa Calvet
Cuando pienso en la amistad, sobre todo en cómo algunas amistades duran y otras no, me acuerdo de que, desde que tengo carné de conducir, sólo se me han pinchado las ruedas del coche cuatro veces, y las cuatro me acompañaba la misma persona. Casi parece mentira pero esa persona —mi amigo Juan Real, antiguo compañero de colegio y hoy editor de una pequeña pero interesante editorial barcelonesa— ha estado presente las cuatro veces en que yo he comido o cenado en el restaurante Casa Calvet de Barcelona, en la calle Casp 48, edificio modernista que tiene un increíble ascensor gaudiniano de piedra, cristal, madera y acero, que precisamente han reproducido con maravillosa exactitud aquí en el Hotel Attraction, desde donde escribo estas líneas.
Lo más curioso del caso es que las cuatro veces que yo he comido o cenado con Juan Real en Casa Calvet estaba con nosotros en la misma mesa Augusto Monterroso, ya es casualidad. La cuarta vez que eso ocurrió, hace ya unos tres años, Monterroso, que no sabía lo de los pinchazos de las ruedas de mis coches, dijo bromeando: “Ese ascensor de Gaudí debería llevar ruedas, sería la mejor forma de trasladarlo a Nueva York”. Por esos días, se estaban empezando a diseñar los planos de este Hotel Attraction y se había ya decidido que el hotel contaría con una reproducción del ascensor de Casa Calvet. Lo extraño no es que Monterroso dijera esto, lo que fue quizá más extraño es que añadió: “Estoy seguro que de la zona cero lo devolverán con las cuatro ruedas pinchadas.”
Esta frase rara de Monterroso, que escribo sentado en el ascensor del Attraction, pone punto final a mi modesto homenaje al gran Gaudí. Creo haber contribuido con estas líneas a la celebración de su centenario. Pero no vaya a equivocarse el lector. Mi tío abuelo Roberto conducía el tranvía que mató a Gaudí. No me interesa ocultarlo. Como tampoco me interesa que se vea en estas líneas exclusivamente un homenaje a Gaudí, pues son también un emocionado homenaje a aquellos sagrados familiares míos —Enrique, Raimundo, Roberto— que supieron escuchar, copiar y matar, por este orden, al celebrado arquitecto. ~