La consagración de la literatura

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"Apreciado lector: es un placer invitarlo a la ceremonia de consagración de la primera novela de su escritor favorito, que ha merecido este honor luego de ser publicada originalmente hace ya catorce años. La consagración tendrá lugar en el Palacio de Bellas Artes este sábado en punto de las ocho de la noche. Le rogamos llegar puntualmente.”

La doble naturaleza del canon literario –al mismo tiempo impositiva, pero siempre dependiente de constantes escrutinios– hace que una invitación como esta sea perfectamente posible, por un lado, y completamente absurda, por el otro. Y sin embargo entre los lectores y críticos se comparte una ansiedad por saber cuáles de los textos que leen y estudian tienen la validez, calidad, resistencia, o incluso el derecho de ser considerados canónicos.

Me refiero, en particular, al texto “Adiós a los jóvenes escritores setenteros” de Miguel Ángel Hernández Acosta, publicado a principios de este año en la página web de la revista Crítica, en donde el autor hace un análisis del estado actual de la literatura escrita por gente nacida en la década de los setenta. La duda que articula el análisis es la misma pero se enuncia de diversas formas: “¿Quiénes se mantienen aún, quiénes siguen escribiendo, quiénes ya escribieron la obra que los consagra?”, “¿quién de los setenteros ha sido la apuesta pública de un escritor consagrado?”, “¿quién consideraríamos que ya se consagró, quién dejó de ser una promesa y se convirtió en una realidad?”.

Curiosamente, en ningún momento llega la explicación de lo que significan estas categorías: ¿qué es un escritor consagrado?, ¿qué es una obra consagrada?, ¿qué o quiénes deciden u ordenan la consagración? La apuesta final del artículo es por el tiempo: esperar diez años a que el tiempo haga su trabajo. Dejar en manos de la historia el juicio de los hechos presentes niega la agencia de las personas que la escriben, pero además enfatiza otra categoría –la del tiempo– mediante la cual hablamos de literatura y que difícilmente resiste el análisis.

En el artículo de Hernández Acosta también hay una preocupación por despedir la juventud de estos autores: “El tiempo de los escritores setenteros que abandonan la ‘juventud’ está a punto de iniciar. Veamos si con él llega la madurez literaria.” Pero ¿qué es exactamente la madurez literaria? ¿En qué consiste un libro maduro? Da la impresión de que existen, en la gramática de la literatura, distintos criterios para juzgar una primera novela, o un último poemario, o una obra madura, pero nadie se ha detenido a explicar cuáles son; frases como “este libro está muy bien para ser una primera novela” se han repetido tanto que su nulo significado pasa inadvertido.

La juventud de obras y escritores puede ser resultado de criterios políticos –las becas del Fonca a jóvenes creadores es un ejemplo– o mercantiles –donde la norma es la novedad–, pero la madurez y la consagración de un escritor o una obra es algo mucho más difícil de explicar. Existen, es verdad, mecanismos que podrían considerarse como medios de consagración literaria: desde el más desprestigiado de todos (las cifras de venta) hasta los más institucionales (como los homenajes o cualquier tipo de reconocimiento otorgado por universidades, asociaciones o dependencias gubernamentales). La inclusión en antologías, las reediciones conmemorativas, ediciones críticas o anotadas, reseñas favorables, o las esquizofrénicas listas al final de cada año también son ejemplos de cierto tipo de consagración. Todo esto, sin embargo, no asegura lo que parece ser la única condición para consagrar un libro o a un autor: la permanencia.

Para seguir con la metáfora biológica, que un libro “sobreviva” diez o quince o veinte o cuarenta años no depende enteramente de estos mecanismos, pero es cierto que sí colaboran a extender o a mejorar la vida de la obra literaria. Ante esta contradicción resulta útil echar mano de otro ejemplo de consagración literaria que depende, en relación inversamente proporcional, de estas prácticas: el escritor o la obra “de culto”. En este caso, es necesaria la ausencia de atención institucional y mercantil para que un texto adquiera este tipo de reconocimiento. En ambos casos, la consagración existe únicamente por obra de quien la enuncia y reconoce: el escritor de culto es un extraño para otros –necesita serlo–; el escritor reconocido o consagrado por un grupo es un escritor sobrevalorado, mafioso, trivial, según otro. El canon, contra lo que se piensa, no es uno solo y depende menos del tiempo que de la capacidad por convencer al otro; es consenso en constante movimiento.

Por último, falta averiguar en qué consiste el ideal de madurez literaria: ¿con dos libros publicados antes de los cuarenta años, Juan Rulfo fue un joven genio o un escritor que no necesitó de juventud literaria para madurar? Uno de esos temas que producen cantidades de listas y artículos de periódico es el de los escritores que publicaron “tarde”, es decir, que publicaron cuando ya no se les puede reconocer o vender como escritores jóvenes: Raymond Chandler siempre está en esas listas, igual que José Saramago, Wallace Stevens, Imre Kertész y muchos más. “Escritores tardíos”, se les llama en algunos textos, como si hubiera un momento preciso para publicar y como si al pasarlo todo lo que se escribe resultara extemporáneo.

En su libro Sobre el estilo tardío, Edward Said propone un modelo de estudio en el que la temporalidad no se encuentra fuera de la obra artística, sino que se construye al interior de ella retrospectivamente. Siguiendo los análisis de Adorno sobre Beethoven, Said dice que “estilo tardío es lo que sucede cuando el arte no abdica de sus derechos a favor de la realidad”. Pedirle a la posteridad que nos indique el camino de la consagración, independientemente de lo que eso signifique, implica abandonar, como lectores, nuestros derechos sobre la literatura y nos convierte en sujetos pasivos que, pacientemente, esperan que en algún momento el futuro nos confirme si lo hicimos bien o mal. ~

 

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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