Shakespeare y la política siempre se han llevado de la mano. Por ello, en esta carta que aborda lo que hoy aqueja a la democracia estadounidense, parafraseo de entrada una cita clásica del repertorio del bardo inglés: algo está podrido en los Estados Unidos de América. Y no es que en Washington exista un escándalo en puerta como en la corte danesa de Hamlet, pero los signos vitales que emanan de un sistema político crecientemente quebrado sí que son preocupantes y los síntomas están a la vista de todos. Temas torales para esa nación –y para muchas otras, particularmente para una nación vecina como la nuestra– como la capacidad de presentar una legislación de manera normal y programática en el Congreso, aprobar cada año leyes de asignación presupuestal, atacar de raíz el déficit fiscal, cerrar la brecha de la desigualdad, pasar una reforma migratoria, aprobar nombramientos de embajadores o arropar con autorización legislativa las negociaciones comerciales regionales en las que está involucrado su Ejecutivo, por mencionar solo algunos ejemplos, se encuentran en entredicho gracias a la creciente polarización ideológica y partidista. Muchos argumentarán que no es la primera vez que esto sucede en la historia de Estados Unidos. Y es cierto: desde sus inicios como nación, en los procesos deliberativos que condujeron a la redacción del acta de Independencia y de la Constitución, durante los debates en torno a la esclavitud y la expansión territorial de la joven república, o en los debates en torno al papel del Estado, los derechos civiles o las guerras culturales, siempre ha habido un nivel elevado de confrontación –en ocasiones violenta– de ideas y principios. Pero la polarización y la metástasis nunca habían sido tan nocivas. En todos los años que llevo estudiando y observando a Estados Unidos, interactuando con su sociedad y su clase política desde la diplomacia mexicana, jamás había atestiguado un entorno político tan disfuncional como el que ahora impera en Washington.
Hay muchas razones estructurales que explican las actuales circunstancias y la incapacidad que han mostrado los actores políticos para gobernar y legislar en la capital estadounidense, pero tres me parecen las más importantes.
La primera es el proceso de manipulación en la configuración de distritos electorales y que, de manera creciente, tanto demócratas como republicanos están utilizando a nivel local y estatal para blindar y favorecer electoralmente a congresistas en funciones, modificando la demarcación de una circunscripción electoral en función de preferencia o militancia partidista y de los factores étnicos o religiosos de la población que resideen dicha circunscripción. El hecho de que, por ejemplo, en las votaciones intermedias de 2010 solo cuatro congresistas titulares perdieran su escaño ante rivales que buscaban desbancarlos es indicativo de qué tan eficaz se ha vuelto esta práctica para blindar la reelección de representantes. Pero el problema va más allá de la reelección de un legislador y la capacidad de un partido político de obtener una mayoría –y por ende el control– de la Cámara de Representantes y de todos sus comités. En el fondo, la reconfiguración distrital perpetúa en el poder a congresistas que pierden así todo incentivo para modificar o revisar posicionamientos políticos y que, más que cuidarse de un potencial contendiente electoral del partido opositor, se ven obligados a cuidarse de contrincantes al interior de su propio partido. Esto conduce, por ende, a votar siempre en consonancia con la mayoría de los electores de la circunscripción. No hay razón para tomar en cuenta otras voces minoritarias y de oposición en su distrito y mucho menos para asumir posiciones o emitir votos riesgosos que deriven en que al republicano lo rebasen por la derecha o al demócrata por la izquierda. Toda política, como adelantó el emblemático Líder de la Cámara en los años ochenta “Tip” O’Neill, se ha vuelto local, y hoy aún más, en detrimento de la agenda nacional. Esto por ejemplo explica en gran medida por qué el liderazgo republicano nacional –y moderado– ha sido incapaz de mover a su partido al centro y apoyar una reforma migratoria.
La segunda razón radica en el creciente peso del dinero en los procesos electorales, particularmente a raíz de una decisión lamentable de la Suprema Corte en 2010 (“Citizens United vs. fec”). Amparada en la Primera Enmienda a la Constitución que garantiza la libertad de expresión, la Corte determinó eliminar todo tope de gasto y límite a cómo ycuánto pueden donar individuos y corporaciones a las campañas políticas a través de los llamados Comités de Acción Política (pac y Superpac). En términos prácticos, este dictamen no solo permite canalizar fondos anónimos a las campañas sino que abre la puerta a que las personas que coloquen más recursos en los procesos electorales y preelectorales puedan tener una influencia desmedida en el proceso mismo y en la eventual toma de decisiones. Esto hace que los partidos y sus activistas estén de facto inmersos en una recaudación permanente de fondos y que ello los vuelva rehenes de intereses, agendas y visiones particulares, en detrimento de la gran mayoría de los ciudadanos. No extraña, por ende, que tanto el movimiento del Tea Party como Occupy Wall Street sean las dos caras opuestas y extremas del mismo fenómeno: ciudadanos que sienten que sus aspiraciones, preocupaciones o visiones no tienen cabida en los partidos Republicano y Demócrata, respectivamente.
La tercera de ellas es la radicalización en el espectro ideológico en Estados Unidos. Se trata de un fenómeno más sutil y menos medible pero quizá tan delicado como los dos anteriores. El surgimiento y consolidación de canales en televisión y radio dedicados de modo exclusivo a las noticias, así como la explosión de redes sociales y plataformas noticiosas y de opinión digitales, han erosionado el común denominador en la socialización política del ciudadano estadounidense. Hasta hace dos décadas, había básicamente tres fuentes de noticias –abc, cbs y nbc– muy similares en tendencia y de corte moderado y centrista, si bien una de ellas tiraba más a centroderecha y otra a centroizquierda. Esa convergencia de opinión editorial reflejaba también un sistema político que, más allá de los desacuerdos entre republicanos y demócratas, era relativamente centrista. Los televidentes estadounidenses estaban expuestos a un debate y exposición transversales de ideas que gravitaban hacia el centro. Hoy eso ha dejado de existir. Con canales noticiosos de 24 horas, con el alud de opciones de información y de opinión, los estadounidenses han adquirido la capacidad para leer o sintonizar solo las fuentes y tendencias con las que comulgan, filtrando cualquier argumento o postura que no compartan. Esto ha eliminado el contraste de ideas y la exposición a corrientes de opinión que no sean las propias, y ha llevado a una cerrazón y polarización ideológicas.
Hoy el bipartidismo que tanto incidió en la vida política y pública de Estados Unidos a lo largo de prácticamente todo el siglo XX ha desaparecido. Y es justo el bipartidismo lo que ha permitido al país establecer los consensos políticos, sociales y económicos fundacionales y paradigmáticos de su historia moderna. A raíz de la recesión económica severa por la que ha atravesado Estados Unidos a partir de 2009 y de la creciente desigualdad económica, los analistas y la opinión pública se enfocaron en la llamada “economía del 1%”, en referencia al segmento reducidísimo de la élite económica del país que concentra la riqueza de manera desproporcionada. Pero esa nueva acumulación del poder económico, junto con las tres tendencias descritas, en los hechos está derivando en una democracia del 1%; democracia de, por y para unos cuantos. Para quienes creemos que aun con todas sus fallas y vicios la democracia estadounidense ha sido un punto de referencia de la democracia liberal y representativa, con pesos y contrapesos efectivos y anclada en una amplísima clase media meritocrática con movilidad social, las circunstancias actuales del ejercicio político en Estados Unidos son motivo de honda preocupación, al grado de convertirse en el fantasma que, como al príncipe Hamlet, atormentará y perseguirá a su práctica de la democracia. ~
(Ciudad de México, 1963) es consultor internacional y embajador de México. Fue el embajador mexicano en Estados Unidos de 2007 a 2013.