Fotografía: Edward M. PioRoda/CNN vía ZUMA Wire

Los demócratas en la encrucijada

Dos fuerzas se disputan la candidatura del Partido Demócrata: la que apuesta por una agenda que movilice a las minorías y la que insiste en cortejar a los votantes más conservadores enojados con el presidente estadounidense.
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A medida que el número de precandidatos demócratas fue creciendo a lo largo de 2019, las propuestas sobre cómo vencer al presidente Donald Trump en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de este año también se han ido multiplicando. Hay quien pide deshacerse del centrismo moderado –y cauteloso– de los presidentes demócratas recientes en favor de posiciones progresistas más radicales y que promuevan un cambio de fondo en la plataforma y postulados del partido. Otros insisten en que Estados Unidos no es un espejo de las cuentas de Twitter de los activistas progresistas y que, si el Partido Demócrata no recobra en el corto y mediano plazo a los votantes moderados y de centro que abandonaron a Hillary Clinton en 2016, volverá a perder en 2020. Y algunos más subrayan que solamente una mujer o persona de color se ajustará a la cara de una nueva generación de demócratas y, por ende, al futuro del partido.

 

La realidad suele ser terca

Los datos más recientes de la Oficina del Censo y los análisis alrededor de las votaciones de 2018, le dan municiones a los grupos que postulan alguna de estas tesis. Según cálculos basados ​​en los datos del censo, la disminución a largo plazo de la población blanca de clase trabajadora como parte del electorado total se está acelerando. En las últimas cinco elecciones presidenciales, los blancos sin título universitario disminuyeron del 54% del voto total en 2000 al 44% en 2016. La erosión refleja una sociedad cada vez más educada y racialmente diversa: durante ese período, los blancos con título universitario crecieron ligeramente como parte del electorado que acudió a las urnas, del 27 al 30% de los votos, mientras que las minorías saltaron de poco menos de un quinto de los votantes a más de un cuarto. Y por si fuera poco, más del 90% de los republicanos que hoy ocupan un escaño en la Cámara de Representantes provienen de distritos con menos inmigrantes que el promedio nacional y más del 85% de ellos ocupan escaños de circunscripciones electorales con menos minorías que el promedio nacional. Es decir, los republicanos han sido borrados del mapa en todos los distritos que representan el futuro de Estados Unidos: el de ser un país más diverso.

En 2018, los blancos sin título universitario emitieron poco más del 39% de los votos en las elecciones legislativas de ese año, por debajo del 43% en las elecciones intermedias anteriores en 2014, una caída de cuatro puntos porcentuales de una elección de mitad de período a la siguiente, casi el doble del nivel promedio de disminución entre ciclos presidenciales desde 2000. Los blancos con educación universitaria se mantuvieron estables de 2014 a 2018, con alrededor del 34% por ciento del total de los votos. Mientras tanto, los no blancos aumentaron del 23% de electorado que votó en 2014, a casi el 27% el otoño de 2018. Estos datos son los que alientan a aquellos que creen que los demócratas deberían enfocarse a estimular a los votantes blancos con educación universitaria y las minorías, cuya proporción dentro del electorado está creciendo (de modo más rápido en el caso de las minorías). Pero el cálculo electoral para los demócratas no es tan simple. El porcentaje de votación de blancos de la clase trabajadora cayó en las elecciones intermedias de noviembre del 2018 porque, en comparación con 2014, aumentó más la participación de las minorías y los blancos con educación universitaria, dos grupos que en cantidad cada vez mayor se están alejando del Partido Republicano (gop) y que son muy críticos de Donald Trump. La participación en las urnas también aumentó entre los blancos de la clase trabajadora –en donde se encuentra buena parte del voto duro trumpiano– en comparación con las elecciones intermedias anteriores, pero no al mismo ritmo que otros segmentos sociodemográficos. Y en 2020 será la última vez que el segmento de votantes blancos mayores de 65 años jugará un papel determinante en una elección presidencial. Si Trump motiva y moviliza lo suficiente a su base de voto duro –aprovechándose de la caracterización de su juicio de destitución como una cacería de brujas–, en su ocaso esos votantes podrían volver a pesar tanto como en los comicios de 2016.

 

El peso de la geografía

Pero el cálculo electoral más importante para los demócratas es geográfico. La erosión que lentamente sufre el peso de los votantes blancos de la clase trabajadora en proporción al voto nacional es ya irreversible, y si bien esa tendencia tiene implicaciones ominosas a largo plazo para el gop, esos votantes blancos están representados de manera desproporcionada en estados como Pensilvania, Míchigan y Wisconsin, tres estados que eran sólidamente demócratas y que Trump les arrebató en 2016. Los demócratas no tendrían que enfocarse tan obsesivamente en esos estados y en cortejar a los grandes bloques de población blanca trabajadora que habitan en ellos si pudieran tomar por asalto alguno de los estados más diversos y con minorías étnicas en aumento –y que hoy por hoy son republicanos, como Arizona,

((Además de Arizona están en el radar Georgia y eventualmente Texas, el botín político electoral más codiciado. Se trata de estados republicanos que, por simple efecto demográfico, podrían estar en una década al alcance de los demócratas.
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siempre y cuando logren recobrar Florida, que Obama ganó en 2008 y 2012 y que Clinton perdió en 2016. Este año, los demócratas bien podrían recuperar Pensilvania y probablemente también Míchigan, si llegan a aumentar los niveles de registro y votación entre las minorías étnicas –sobre todo de afroamericanos– y mejorar sus márgenes entre los votantes blancos de cuello blanco (aquellos que ocupan puestos de dirigentes y superiores administrativos). Pero esa es una línea delgada cuya suerte dependerá de la nominación que surja de la primaria demócrata.

En el fondo, se trata de un debate entre lo táctico y lo estratégico. Es un hecho que en el mediano plazo, las tendencias sociodemográficas –amén del desequilibrio que propicia el Colegio Electoral por el peso relativo que otorga a estados con poca población, de inclinación conservadora y republicana– favorecen a quienes piden mirar al futuro ideológico y demográfico del Partido Demócrata. Pero, de cara a noviembre, todavía resulta necesario recuperar, acaso por última vez, la coalición entre votantes moderados y votantes en estados conservadores que les dio a los demócratas su victoria abrumadora y la mayoría en la Cámara de Representantes en las intermedias de 2018. Es decir, no se requiere ganar de manera abrumadora distritos en California o Nueva York, sino ganar, aunque sea por márgenes estrechos, distritos conservadores en los estados bisagra (estados que pueden votar en uno u otro sentido en las elecciones presidenciales y que son los que determinan quién gana en el Colegio Electoral) que están en juego en noviembre.

El ala más liberal y progresista del partido se dice harta del argumento de que es indispensable cortejar a los votantes bisagra. A su modo de ver, el camino a la Casa Blanca no necesita del estadounidense independiente y moderado sino de pivotear hacia la izquierda del partido y movilizar y empoderar a la base. Sin embargo, la realidad (es decir, la configuración del Colegio Electoral y la combinación de estados que se requieren para ganar en 2020) demuestra que esos votantes bisagra serán clave para la próxima elección presidencial.

Esta impresión puede ratificarse con la elección intermedia de 2018, que no se construyó a hombros de candidatos progresistas –legisladoras como Alexandria Ocasio-Cortez fueron la excepción y no la regla– sino de candidatos demócratas moderados y de centro que compitieron y ganaron en distritos más conservadores que los que caracterizan a California o Nueva York. Un análisis reciente de la encuestadora Gallup sugiere que hay fisuras importantes en los niveles de aprobación e intención de voto de Trump precisamente en estados como Míchigan y Pensilvania, donde los demócratas recuperaron en 2018 un número importante de escaños en la Cámara de Representantes. Gallup ubicó el índice de aprobación del presidente en 2018 en 39% en Míchigan y 36% en Pensilvania, ambos ligeramente por debajo de su promedio nacional de 40% entre los adultos de cuello blanco. Entre sus principales partidarios –los blancos sin título universitario–, Gallup calculó su índice de aprobación de 2018 en 54% en Míchigan y Pensilvania, por debajo de su promedio nacional del 57% con votantes blancos de cuello azul (los trabajadores manuales).

Los activistas progresistas insisten en que hay que motivar a la base demócrata desde una postura más escorada a la izquierda, pero la evidencia disponible –en particular, un estudio que arrancó en 2018 titulado The hidden tribes of America– muestra que las posiciones ideológicas que se perciben como extremas motivan y movilizan a la base y voto duro de la oposición. Es imperativo que en 2020 algo así no beneficie a Trump.

 

La hoja de ruta

Tomando en cuenta todos estos factores, la mayoría de los estrategas demócratas coinciden en que para llegar a los 270 votos requeridos para ganar en el Colegio Electoral –y por ende la presidencia– es necesario recuperar Pensilvania y Míchigan. Ambos estados son la clave del llamado “muro azul” que Trump derribó en 2016 y que, en las intermedias de 2018, viraron hacia los demócratas. Pero incluso si el partido recobra Pensilvania y Míchigan en el Colegio Electoral, aún necesitaría ganar un estado bisagra más para vencer a Trump. Y eso dependerá, en gran medida, de los niveles de movilización, entusiasmo y votación de los afroamericanos y las mujeres en esos estados bisagra. Es posible que si los niveles de participación de los votantes afroamericanos de Wisconsin, Pensilvania y Míchigan –y en menor medida, de Florida y Carolina del Norte– hubieran sido tan elevados en 2016 como lo fueron en 2012, Hillary Clinton hoy sería presidenta.

Con el retiro de Kamala Harris en diciembre y Julián Castro y Cory Booker en enero, la primaria demócrata una vez más mostró que la fortaleza de una candidatura en Estados Unidos no está determinada por cuestiones de raza o género. Es verdad que Barack Obama ganó la presidencia dos veces y que docenas de mujeres obtuvieron escaños en la Cámara de Representantes en los distritos bisagra en las elecciones intermedias de 2018. Pero ello no significa que todos los precandidatos demócratas sean hoy igualmente atractivos para los electores, como demostró el caso de Clinton en 2016. Algunos aspirantes son ideológicamente más extremos; otros no conectan emocionalmente con los votantes. Se trata, después de todo, de elegir a un buen candidato. En este momento, gracias a una economía pujante y a que no parecen haber indicios para temer una desaceleración antes de noviembre próximo, Trump no es lo suficientemente impopular o débil como para que los demócratas puedan darse el lujo de una mala candidatura en 2020.

Si no se tratara de una elección sino de un referéndum, no hay duda de que Trump lo perdería. El dilema es que los demócratas tienen que postular a uno de los 12 aspirantes que hoy siguen en contienda. Uno de los problemas a los que se enfrentan los demócratas es que su primaria sea vuelva volátil y acabe convirtiéndose en un maratón sin un claro puntero. Y no solo eso: varios de los aspirantes actuales podrían obtener triunfos aislados en distintas primarias al inicio del proceso, atomizando el voto y el número de delegados, exponiendo y profundizando las fisuras al interior del partido, e incluso abriendo la posibilidad, remota pero real, de llegar en julio a la Convención Nacional del partido en Milwaukee sin un ganador. Lo anterior es en gran parte la razón por la cual Mike Bloomberg, el multibillonario ex alcalde de Nueva York, ve la oportunidad para una campaña centrista con posiciones progresistas –como el control de armas– que se brinque las primeras cuatro primarias y se enfoque en aquellos estados que celebran elecciones en el llamado supermartes (en razón del enorme número de delegados, el 40%, que están en juego ese día),

((El 3 de marzo se celebran primarias en Alabama, Arkansas, California, Colorado, Maine, Massachusetts, Minesota, Carolina del Norte, Oklahoma, Tennessee, Texas, Utah, Vermont y Virginia.
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así como los estados bisagra más vulnerables para Trump.

Nada divide tanto a los demócratas como la cuestión de si se necesita un candidato con capacidad para recuperar a los votantes independientes y blancos de clase media y trabajadora, que se han venido alejando del partido durante las últimas dos décadas, o uno mejor posicionado para movilizar la nueva alianza entre minorías étnicas, jóvenes y profesionistas blancos de zonas urbanas y suburbanas y mujeres, que hoy cobra fuerza al interior del partido. Y ese dilema se ha cristalizado en torno al exvicepresidente Joe Biden, cuya candidatura expresa, a ojos de simpatizantes y adversarios, la pregunta acerca de cómo alcanzar una mayoría ganadora en el Colegio Electoral.

Para entender por qué este debate es clave, hay que comprender lo que ocurrió en 2016 y qué implica para 2020. En la pasada elección presidencial, Trump perdió el voto popular por un margen del 2% y apenas ganó el Colegio Electoral en los tres estados arrebatados al Partido Demócrata: 10,704 votos en Míchigan, 22,748 votos en Wisconsin y 44,292 votos en Pensilvania, de los más de 136 millones de votos emitidos a nivel nacional en los comicios de 2016. Por ello, los estados bisagra que definirán el destino de la democracia estadounidense en noviembre son estos tres, más Florida –con sus 29 votos en el Colegio Electoral solo detrás de California (con 55) y Texas (38) y empatado con Nueva York y que ha sido estado bisagra desde la elección de 2000 y un estado que han ganado todos los presidentes que se han electo y reelecto desde 1996– y Arizona, hasta ahora sólidamente republicano pero que ha experimentado los efectos del nuevo perfil sociodemográfico (sobre todo hispanos) de buena parte del país. Mientras lo que está en juego en Míchigan, Wisconsin y Pensilvania es el voto blanco de la clase obrera, la variable clave en ellos y en Florida es la presencia, entusiasmo y nivel de participación del votante afroamericano y, en el caso de Florida, también del votante latino. Y si Trump pierde, por decir, Pensilvania y Míchigan, pero no Wisconsin, Arizona ni Florida, volverá a ganar el Colegio Electoral.

A fines del 2019 se publicó un conjunto de encuestas estatales que debiera representar una luz roja para los demócratas. En los seis estados más competitivos que en 2016 se inclinaron por el gop en el Colegio Electoral, Trump está debajo de Joe Biden por un promedio de tres puntos y le lleva a Elizabeth Warren dos puntos de ventaja, entre los votantes registrados, el mismo margen de victoria que tuvo sobre Hillary Clinton en esos mismos estados hace tres años. Las encuestas también muestran que Bernie Sanders está empatado con el presidente entre los votantes registrados, pero debajo de él entre votantes potenciales. Hay candidatos que podrían, si lograran consolidarse en la cima de las encuestas estales y ganar la nominación, ser tan competitivos como Biden, pero Warren y Sanders al día de hoy no logran atraer al arcoíris de votantes que Biden mantiene; con el tipo de campaña que están conduciendo hasta el momento, es poco probable que remedien ese déficit. Biden se mantiene, con todo y sus trastabilleos y una candidatura y un perfil que reflejan más el pasado que el futuro, a la cabeza de votantes registrados y votantes potenciales, e incluso entre los que salieron a votar a las urnas en 2016.

Warren y Sanders, en cambio, pierden algunos segmentos del voto que estuvo a favor de Clinton y no parecen estar convenciendo a los independientes que votaron por Trump en los cinco estados que serán determinantes en 2020. ¿Quién apoya a Biden pero no a Warren o Sanders? Casi tres cuartas partes de esos votantes dicen que “preferirían un demócrata que prometa encontrar terreno común con los republicanos en lugar de uno que prometa luchar por una audaz agenda progresista”. De los votantes que apoyan a Biden pero no a Warren, el 52% concuerda con que la senadora está demasiado cargada a la izquierda para que se sientan cómodos apoyándola para presidenta, mientras que el 26%, no. Suenan como muchos republicanos opuestos a Trump e independientes moderados, que son los que necesita el Partido Demócrata para ganar esos estados bisagra en juego en el Colegio Electoral. Warren está haciendo campaña despreciando incluso a los demócratas moderados, prometiendo “luchar” en lugar de buscar acuerdos e insistiendo (junto con Sanders) en el plan de cobertura médica más radical jamás propuesto por candidato alguno. Al erigirse como la campeona de los progresistas y mostrar desdén hacia aquellos que prefieren un cambio gradual, está alejando a los votantes que necesitaría en los estados que importan. Seis de cada diez votantes afroamericanos se identifican como moderados o conservadores, y Biden obtiene el 58% de apoyo con este segmento, comparado con el 14% para Sanders y el 8% para Warren.

Esto no quiere decir que Biden sea el único candidato capaz de atraer a la coalición de votantes que el partido requiere para ganar el Colegio Electoral. Es un hecho que el exvicepresidente encarna riesgos y aspectos vulnerables: no moviliza a muchos jóvenes, claves en esta elección, tiende a cometer errores y deslices verbales, tiene una mandíbula de cristal y ciertamente no representa el futuro sociodemográfico ni de su partido ni de su país. Esto es peligroso en una elección que estará marinada en la mendacidad: mentiras grandotas y chiquitas; pseudohechos, datos alternativos y falsedades; distorsión, desinformación y malas artes digitales a escala industrial.

Lo que hoy sigue definiendo la carrera demócrata es la ausencia de un candidato que realmente haya capturado la imaginación de los votantes. Es posible que surja uno que pueda neutralizar el voto duro de Trump en estados bisagra, motivando a votantes no blancos y jóvenes. Pero ni Warren ni Sanders tienen mucho apoyo entre votantes afroamericanos y los partidarios de Warren tienden a ser de mayor edad que los de Sanders. El universo de Twitter –pro-Warren y pro-Sanders– no refleja el universo de electores clave para la victoria de los demócratas en noviembre próximo. En su necesidad de afianzar a sus respectivos votantes progresistas, tanto Warren como Sanders habían mostrado preocupación de que, si se atacaban uno al otro, terminarían por alienar a sus simpatizantes. Pero ese “pacto de no agresión” quedó roto en la antesala del último debate antes del arranque de las primarias. Sanders cuestionó si una mujer podía ganar la elección presidencial,

((Trascendió que en una conversación privada entre ambos en diciembre 2019, Sanders le dijo a Warren que dudaba que una mujer pudiese ganar en 2020. Si bien Sanders ha reiterado que no hubo tal intercambio, durante el séptimo y último debate demócrata el 14 de enero, Warren dejó entrever, en su respuesta al senador, que efectivamente fue así. Warren incluso confirmó a varios medios la veracidad de la historia en los días previos al debate.
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 y Warren comenzó a establecer un contraste implícito con Sanders al enfatizar su género, una ruta más disponible después de la salida de la senadora Harris. Ambos tienen en la mira al contrincante que podría negarles triunfos tempranos –y el impulso mediático y político que ello conlleva– en las primarias de Iowa y Nuevo Hampshire, Pete Buttigieg. A finales de 2019, Buttigieg traía más tracción, al menos entre los votantes blancos de esos dos estados, en los que inician las primarias. Su talento e intelecto han generado mucho entusiasmo en Iowa y Nuevo Hampshire, como dejan ver las grandes multitudes que asisten a sus eventos. Pero aún enfrenta grandes interrogantes sobre si puede expandir su atractivo, particularmente en la comunidad afroamericana e hispana. A mediados de enero, Sanders había recobrado en esos estados el terreno perdido a fines de 2019. Lo mejor para Biden, que va rezagado en las encuestas de Iowa, es que Buttigieg le niegue a Sanders o a Warren una victoria ahí y, además, evitar que alguno se alce con las dos primeras primarias y adquiera momentum y financiamiento difíciles de neutralizar camino a las primarias de Carolina del Sur y Nevada (donde Biden está sólidamente a la cabeza por el apoyo del voto afroamericano) y las del supermartes. Y ningún precandidato logró generar mayor interés en Iowa que la senadora por Minesota, Amy Klobuchar, quien pasó más tiempo en el estado que cualquier otro de los principales cinco precandidatos y que puede presumir un perfil moderado y de centro que es atractivo en un estado como ese.

Una respuesta lógica para los demócratas sería elegir una fórmula que combine a un candidato que atraiga a los votantes blancos mayores de centro o más conservadores disgustados con Trump con otro mejor posicionado para movilizar a los jóvenes blancos y de minorías étnicas que son más hostiles hacia el presidente pero menos propensos a acudir a las urnas el día de la elección, tal y como sucedió con Hillary Clinton en 2016. Pero el dilema central que enfrenta el Partido Demócrata es que Trump es la principal amenaza a la democracia estadounidense en más de un siglo y que, más allá de preferencias ideológicas, el objetivo común al interior del partido debiera ser evitar, a como dé lugar y por encima de luchas de pureza ideológica, su reelección. Más allá de si los demócratas deciden ir por una revolución o una reforma y si lo hacen a hombros del voto de base o de bisagra, los datos duros del Colegio Electoral y las encuestas estatales recientes –que difieren dramáticamente de las encuestas nacionales– son los que deberían servirles de fuente de información de cara a las primarias. El mensaje es claro: no pueden nominar a un candidato menos atractivo que Clinton en los estados bisagra clave, o perderán. Así de sencillo. ~

 

Este artículo es un adelanto del número de febrero de Letras Libres.

 

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(Ciudad de México, 1963) es consultor internacional y embajador de México. Fue el embajador mexicano en Estados Unidos de 2007 a 2013.


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