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Cuando Nietzsche escribe en Ecce homo capítulos titulados "Por qué soy tan sabio", "Por qué soy tan inteligente", "Por qué es-cribo tan buenos libros", "Por qué soy un destino", poco antes de

volverse loco, su exaltación (la de un fan de sí mismo) parece desquiciada. Sin embargo, los autorretratos de los pueblos, de los Estados, de las
instituciones, dicen lo mismo y no parecen cosa de locos. Por el contrario, la exaltación del ego colectivo pasa por virtud, digna de la mayor abnegación, sin excluir la ofrenda de la propia vida, ni el sacrificio de vidas ajenas. Como si la abnegación del yo en la afirmación del nosotros fuera siempre admirable. Como si el fanatismo del nosotros fuera menos desquiciado que el fanatismo del yo.
     El nacionalismo tiene orígenes prehistóricos y hasta biológicos. Los primeros connacionales fueron los parientes, connacidos en la misma familia. En latín, la palabra natio (nación) derivó de natus (nacido). Las primeras naciones fueron tribus nómadas de docenas o cientos de personas más o menos emparentadas: comunidades de unas cuantas familias extendidas que compartían los genes, la lengua, las creencias, las costumbres, las tradiciones.
     Pero el nacionalismo de los Estados nacionales no es el antiguo nacionalismo de las naciones. Es un invento político del siglo XIX, que toma sus banderas para rebasarlo. Casi todos los Estados miembros de las Naciones Unidas tienen himnos, banderas, fechas, héroes y otros símbolos nacionales, que fueron inventados o instituidos en los siglos XIX o XX, aunque hablan de la identidad de un pueblo antiquísimo, cuyas gestas épicas culminan en la creación de un Estado admirable en el concierto de las naciones. Los himnos cantan, las historias cuentan y las filosofías del ser nacional explican por qué somos únicos, por qué nuestra cultura es tan valiosa, por qué somos tan sabios, por qué tenemos un destino.
     En realidad, los Estados modernos son demasiado grandes, heterogéneos y recientes para ser la encarnación política de una tribu milenaria, con una sola sangre, una sola lengua, una sola cultura, una sola religión. Casi todos los Estados son multinacionales. Casi todas las naciones están repartidas en más de un Estado. No hay un Estado kikapú, ni llegará a haberlo, porque la nación kikapú, aunque tiene el tamaño y el perfil de las naciones antiguas, no puede organizar un Estado viable frente a México y los Estados Unidos, con los centenares de kikapús que viven parte del año en Coahuila y parte en Oklahoma.
     A su vez, el Estado mexicano no puede adoptar el kikapú, ni cualquier otra lengua de las naciones antiguas de México; ni su religión o costumbres. Actúa en español, que (como el inglés y el francés) no es realmente una lengua nacional, sino trasnacional. También la población moderna, cosmopolita, políglota, universitaria, es trasnacional. Un mexicano doctorado se entiende más fácilmente con los doctorados de otros países que con los kikapús. Los universitarios del planeta forman una tribu invisible, que oscila entre el desarraigo y la búsqueda de raíces, sin acabar de reconocerse como una etnia sui generis, metaétnica.
     Parece extraño que los nacionalismos resurjan en un mundo cada vez más comerciante, comunicado y escolarizado. Pero lo que resurge no es el nacionalismo del Estado nacional, que, por el contrario, ha venido a menos, bajo una doble presión. Desde arriba, por los tratados, organismos y empresas que rebasan a los Estados nacionales, con la creciente globalización de los negocios, de la justicia y de la opinión pública, para exigir, por ejemplo, intervenciones extranjeras en defensa de los derechos humanos. Desde abajo, por las reclamaciones de las naciones olvidadas en los Estados nacionales.
     La guerra entre nacionalistas serbios, bosnios y croatas surge a costa del nacionalismo yugoeslavo, impuesto por el Estado. El nacionalismo británico y el soviético se fueron diluyendo, en beneficio de otros nacionalismos. El español y, en menor grado, el francés, han perdido fuerza ante el nacionalismo de vascos y catalanes, divididos entre dos Estados vecinos, cuyas fronteras se han abierto en un mercado común. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte puede tener efectos parecidos: favorecer el nacionalismo de Quebec frente al Estado canadiense, el nacionalismo de Puerto Rico frente a los Estados Unidos, el nacionalismo de Yucatán frente al Estado mexicano.
     Los mercados comunes, el cosmopolitismo de las artes y el saber, los medios de comunicación y de transporte, debilitan los nacionalismos oficiales; pero esa debilidad, precisamente, favorece el resurgimiento de los nacionalismos sin Estado, con los mismos sueños irrealizables (excepto imaginariamente) que condujeron al nacionalismo de Estado: la unidad de genes, territorio, lengua, cultura, religión y poder en cada nación. Desde las guerras de religión del siglo XVI hasta Irlanda y Bosnia, la inestabilidad europea provocada por estos sueños no ha tenido más que la relativa solución del siglo XIX: el Estado agnóstico y el nacionalismo de Estado. Hasta el Islam fundamentalista, que prefiere un Estado teocrático, tiene que reconocer que no es realizable en Europa, aunque la población musulmana de Europa siga multiplicándose.
     También parece extraño que el fundamentalismo feroz, el nacionalismo feroz, el feminismo feroz, sean contemporáneos del individualismo feroz. Pero hay afinidades, más que oposición, entre los fanatismos del nosotros y el fanatismo del yo.
     Frente al nacionalismo original (prehistórico), el individualismo original (meramente milenario) es tardío. Aparece con la vida urbana, en personalidades excepcionales que se apartan del nosotros, filosóficamente (como Diógenes) o religiosamente (como los ascetas hinduistas, monjes budistas, eremitas cristianos). Aún más tardío (de hace unos cuantos siglos) fue que las sociedades modernas pusieran los valores de estas vidas excéntricas en el centro de sus propios ideales: la vocación individual, la conciencia individual, los derechos y el desarrollo individuales, frente a la familia, las autoridades, la sociedad y el Estado. Estos ideales, más propios del individuo que de la sociedad, resultan contradictorios como ideales sociales. Pero la contradicción se considera (idealmente) superable en una comunidad donde la plena realización de cada uno sea al mismo tiempo la plena realización de todos.
     Los conflictos inevitables de este ideal contradictorio provocan acusaciones de egoísmo: de sacrificar a los demás por intereses personales o narcisismo personal. El interés común suele verse como intachable, aunque sea un egoísmo colectivo. El narcisismo de la identidad no suele verse como narcisismo, excepto por los extraños que visitan a la familia, sociedad, empresa, institución, nación, que se cree maravillosa. Nuestras maravillas son la mismísima realidad. Nuestros intereses son la suprema realización de cada uno y de todos los demás. El imperialismo no es la imposición de nuestro nacionalismo: es la superación de los nacionalismos en una era universal.
     Con respecto al ego, asumir un nosotros puede ser un acto de madurez, una superación del egoísmo. También puede ser otra manera de ejercerlo: sin angustia, con buena conciencia, bajo la exaltación sagrada del nosotros. "La patria es primero" puede ser una forma de superar el "primero yo". También puede ser su continuación por otros medios, como es obvio en el egoísmo á deux, el nuestroísmo de la cosa nostra, del nosotros überalles, del nosotros right or wrong.
     Las pretensiones egoístas conducen normalmente a la reprobación. Para los otros, como para nosotros, el egoísmo claro es el ajeno. Pero, en el caso individual, el egoísmo reprobado deja al ego sin apoyos. Para ser un buen egoísta, hacen falta recámaras, desdoblamientos, disimulaciones. No sólo ante los demás: ante sí mismo; porque es difícil no asumir de alguna manera la reprobación externa, ser un réprobo libre de remordimientos. La solución normal es la fachada para ser aceptado por los otros y por uno. O la crisis: esa oportunidad de madurar (o cambiar de fachada).
     El egoísmo del nosotros, por el contrario, apoya. Aunque también tiene recámaras, las tiene en una especie de contrato social más o menos inconsciente, y desde luego incuestionable. El ego puede ser feliz, transparente, bajo su propia aprobación y la externa, sin estar consciente del egoísmo patriotero, gremial, racial, sexual o de la especie. También aquí hay reprobaciones, fachadas, crisis y conflictos. Pero ¿a quién le importa que nos reprueben los bárbaros, los demonios que quieren destruirnos, los necios que ni siquiera nos pueden comprender? En el seno de un nosotros, la reprobación externa no produce la angustia de la excomunión que sufre el ego aislado. Un pueblo réprobo, como el judío en Europa o el palestino en Israel, puede afrontar la reprobación con más firmeza que un ego réprobo frente al nosotros. Enfrentarse a la reprobación de su pueblo, como Baruch Spinoza o Hannah Arendt, requiere una capacidad de soledad poco común.
     ¿Quién habla en esta reprobación? ¿Quién es el nosotros que reprueba? Parecería que la ficción jurídica de la persona moral corresponde a un sujeto real: que el pueblo, la iglesia, la familia, el Estado, el partido, la empresa, el sindicato, las clases, las culturas ("nosotras las culturas" dice un texto de Valéry), nosotros los yucatecos, ustedes los mexicanos, nosotros los hombres, ustedes las mujeres, nosotros los Martínez, ustedes los del cuarto piso, nosotros los que llegamos a las once, y en general todo posible nosotros, son como una persona que habla, actúa, promete, contrata, exige, aprueba o reprueba. Pero se trata de una ilusión. No hay más personas que las físicas. Es siempre una primera persona del singular la que habla como primera persona del plural. Es siempre un yo el que dice nosotros.
     Hay en esto algo noble, que rebasa al yo y hasta lo vuelve mayestático. Pero también algo enajenante. Pasar del yo al nosotros es algo que pasa en el yo, que le pasa al yo. No produce otro sujeto: cambia la forma de asumirse del mismo. Esto puede ser visto, metafóricamente, como la aparición de un sujeto distinto, pero no hay que olvidar que se trata de una metáfora. El uso de una computadora puede verse como una interacción y hasta como un diálogo, pero se trata de una metáfora animista: la idea prehistórica de que las cosas tienen alma, de que no son cosas, sino sujetos de otro tipo, que responden a la invocación. Así también la metáfora orgánica permite invocar un sujeto colectivo, personificarlo, sentir que la familia, el pueblo y todo posible nosotros, hablan, responden, exigen, como si fueran organismos personales. Pero se trata de metáforas.
     Quizá la metáfora orgánica desciende de la metáfora animista. De hablar con los árboles, con la lluvia, con los animales, como si fueran alguien, se llega a ver un organismo, un cuerpo místico animado, en la familia, el clan, la comunidad. En esta metáfora, los sujetos reales, que son las personas físicas, quedan sujetos al sujeto irreal: se vuelven miembros, partes, de un supuesto sujeto colectivo. En la familia, el hombre es la cabeza, la mujer el corazón; en el clan, el jefe es la cabeza, los demás sus brazos.
     En la mitología individualista del contrato social, los sujetos individuales libres se reúnen en asamblea y contratan la constitución de un nuevo sujeto: así se funda la sociedad, como cualquier asociación voluntaria. En las mitologías orgánicas, por el contrario, la comunidad da origen al yo, como parte un crecimiento del nosotros. Pero el sujeto nace absorto, no distingue entre su cuerpo y el de su madre; es como un espectador que se ignora, sumido en el espectáculo. Aunque su individuación biológica es plena, su individuación personal está por hacerse. Este es el proceso que puede ser visto en la perspectiva orgánica: el yo se desprende del nosotros, como parte, como retoño, como miembro de un "sujeto" colectivo; o en la perspectiva individualista: el sujeto aparece cuando se autoconstituye, cuando se reconoce como sujeto (contemplador y actor) del espectáculo, del cual se hace cargo, dialogando y contratando con otros sujetos. En la perspectiva individualista, que es la moderna, el nosotros, el amor, la cultura, la patria, el socialismo, se construyen. En la perspectiva orgánica, que es la tradicional, todo está hecho previamente por una divinidad, naturaleza, comunidad, que origina al individuo y lo rebasa.
     En las discusiones políticas, estas perspectivas se confunden, según convenga. Si los otros abogan en favor o en contra de la familia, la nación, la naturaleza, no harán más que confirmar que son los otros, es decir: los malos. Si abogan por la familia, son los malos que se oponen a la libertad individual, los que quieren explotar a la mujer y disponer de su cuerpo como si fuera una propiedad patriarcal. Si abogan contra la familia, son los malos que quieren destruir los valores culturales del pueblo para facilitar la penetración imperialista, son los degenerados y egoístas que anteponen su individualismo a la responsabilidad social, los mercantilistas que quieren convertir toda relación en contractual. Si abogan por la nación, son los patrioteros cerrados al internacionalismo y el progreso, los chovinistas incapaces de reconocer el valor de otros pueblos, los racistas que van hacia el fascismo y el genocidio. Si abogan contra la nación, son los hijos desnaturalizados, renegados, apátridas.
     La confusión no es simplemente convenenciera. Toda metáfora es ambivalente. El yo tiene nostalgia del nosotros (mirada hacia atrás, que quiere superar el egoísmo, salvar la comunidad): el yo aspira al nosotros (mirada hacia adelante, que quiere superar el egoísmo, construir una nueva sociedad). La perspectiva orgánica es la romántica, de izquierda, contra la deshumanización egoísta, calculadora y comercial; y, por lo mismo, conservadora, de derecha, contra la libertad. La perspectiva individualista también es romántica, de izquierda, contra la deshumanización de la rutina, la tradición y el conformismo; y, por lo mismo, atropelladora, capitalista, de derecha, contra la comunidad.
     En la eterna lucha del bien contra el mal (es decir: de nosotros contra los otros), siempre es un yo el que reprueba (somete, manda, domina) en nombre del nosotros. Un yo no simplemente dominante y convenenciero, sino arrastrado por metáforas milenarias, equívocas, poderosas, en parte insuperables, que también arrastran al interlocutor, y dentro de las cuales éste se asume como réprobo o compungido, sumiso o rebelde. Sin esta cooperación, el juego sería imposible. En este sentido, la vida amorosa, familiar, de trabajo, política, patriótica, religiosa, suele ser una especie de mala literatura, donde los papeles, como en el teatro, la novela, el mito, se apoderan de la persona del actor, del espectador, del lector, del autor; donde los actos de los protagonistas irreales se apoderan de las personas físicas reales.
     Pero la buena literatura se hace en el mismo idioma que la mala. No es imposible que las personas maduren y se reconozcan libres, solitarias y solidarias. No es imposible que el teatro sea buen teatro, de la única manera posible: a sabiendas de que es teatro. No es imposible la solidaridad, a pesar de sus equívocos; a sabiendas de que los sujetos colectivos no existen más que en la forma de asumirse los sujetos reales. Para ser responsables y solidarios, no hace falta creer que personificamos un sujeto irreal.
     En la práctica, es difícil. Las metáforas nos arrastran. No eres tú, no soy yo. Eres una odiosa Capuleto que quiere someter a un Montesco. Eres el imperialista que nos robó el Soconusco y ahora quiere quedarse con Belice. Eres imbécil, como todos los tenedores de libros. Eres argentino: con eso está dicho todo. Eres jesuita, militar, burócrata. La otra parte puede hacer el juego, revirando estos maniqueísmos (eres un vil Montesco) o asumiéndolos como una exaltación, en la orgullosa afirmación de ostentarse como argentino, jesuita, militar, con el riesgo de que la camiseta se apodere de su persona, reducida a representar un papel personificado.
     No está mal que las personas físicas se sientan parte de personas morales, mientras les sirva para madurar. La arrogancia individual es tan reprobable, tan angustiosa, tan insegura, que arrogarse un nosotros le sirve de apoyo, aunque el sujeto colectivo no exista, aunque asumirlo sea una forma de perderse, de enajenarse, de volverse loco en compañía. Pero también es cierto que este apoyo ilusorio puede ser un apoyo, transitoriamente. El nosotros familiar puede ayudar a que el ego salga de su mónada y se vuelva consciente del yo en el descubrimiento del tú. (También puede volverse loco á deux.) El nosotros del clan puede ayudar a superar el egoísmo del núcleo familiar. (También puede arrastrar a la vendetta y el genocidio.) Ser ante todo mexicano es una pequeñez nacionalista frente a la especie, pero una madurez frente a los patriotismos regionales (a su vez respetables, según como se miren). La familia, el alma mater, el grupo, el amor loco, el apellido, el nacionalismo, el feminismo, pueden servir como andaderas, como círculos de apoyo, mientras se llega a andar de pie. También pueden servir para impedirlo.
     Quién sabe si sería bonito que la humanidad girara en torno a las necesidades de mi ego, que me diera todas las facilidades para madurar y me esperara todo lo necesario hasta que yo diera el paso siguiente, y así me fuera graduando de maduración en maduración, en círculos cada vez más amplios, desde la conciencia del nosotros familiar hasta la conciencia del nosotros los humanos, nosotros los seres vivos, nosotros el universo. Pero no es así. La libertad empieza gracias a los demás (en esto tiene razón la sabiduría comunitaria), prospera a pesar de los demás (en esto tiene razón la sabiduría individualista) y no puede cumplirse si los demás no son libres (en esto se reconcilian ambas: en el sueño de una fraternidad universal). El proceso real es conflictivo, atropellador, movido por sueños (no siempre ilusorios) de prosperidad del yo, del nosotros.
     La postulación de un nosotros crea costos y beneficios (psicológicos, sociales, económicos) que nunca se reparten a partes iguales. En las empresas lucrativas esto es objeto de un cálculo explícito, de luchas y regateos más o menos abiertos, donde es legítimo buscar el interés propio; cosa absolutamente prohibida (y por lo tanto subterránea) en un grupo guerrillero. En el mundo del espectáculo, el regateo del renombre, de los créditos, de los lugares, es explícito y hasta contractual; en el mundo religioso es vergonzante, y por lo mismo soterrado.
     Hasta en las empresas lucrativas se apela a un ego colectivo, cuyos intereses (la supervivencia, la prosperidad) deben ser primero. Es impresionante cómo toda empresa, institución, imperio, "se" resiste a desaparecer, aunque ya no tenga sentido; cómo la "defunción" de una persona moral (y hasta la simple desaparición de un rasgo de identidad, como el latín en la Iglesia o las monedas nacionales en Europa) produce sentimientos de duelo. A pesar de que las personas físicas subsistan y aun prosperen gracias al cambio, los sentimientos se producen como si el sujeto irreal tuviera vida y muerte. La legalidad de las personas morales se apoya en esta legitimidad anterior a la ley: en la metáfora orgánica, sentida como realidad.
     Para sostener esta "realidad", en toda comunidad hay recámaras, desdoblamientos, disimulaciones, que la decencia no permite explorar, bajo la reprobación de pequeñez, mal gusto, peligrosa concesión al enemigo. Se supone que los pequeños egoísmos deben sujetarse al interés supremo del nosotros, ese sujeto que no puede ser egoísta, y que cobija, resuelve, sintetiza, las pequeñas contradicciones en algo superior, aunque de hecho cada uno jale la cobija del nosotros para encubrir los intereses de su ego, no necesariamente cínicos o siquiera conscientes; con frecuencia, irreales.
     Esto pone a los sujetos reales en conflictos difícilmente superables. No sólo entre mi libertad y la tuya, mi prosperidad y la tuya, que pueden tener solución (que mi libertad prospere a pesar de la tuya no tiene que querer decir: a costa de la tuya); sino entre mis ilusiones y las tuyas, conflicto que puede no tener solución, mientras persistan nuestras ilusiones. Y a veces persisten de la peor manera posible, reforzándose mutuamente: tú y yo, locos de amor y solos contra el mundo egoísta y absurdo; tú bien sabes, compadre, que, en esta larga lucha, los únicos que no hemos claudicado somos tú y yo; recibo este premio, no como una exaltación de mi modesta persona, sino como un reconocimiento al desarrollo científico de San Blas; es necesario que yo tenga ese puesto para que la endodoncia aporte su progreso al desarrollo del país, para que haya mujeres en los altos puestos, para que el poder vuelva a los Martínez, para que tengan voz los que no tienen voz, para impedir que los malvados se apoderen de esa trinchera. Afortunadamente, en muchos casos, el yo queda desnudo de la cobija del nosotros ante sus propios ojos. Así puede asumirse como persona libre, solitaria y solidaria. O hacerse nuevas ilusiones.
     Hay quienes creen abandonar sus ilusiones abandonando a las personas con las cuales las compartieron. Puede ser lo más sano. Pero puede ser ilusorio: irse con sus fantasmas a otra parte. Una vez que despierto, que descubro la mala literatura que hay en la vida familiar, que me vuelvo consciente de la opresión que sufro, que me gradúo de tan estrecho círculo hacia un círculo más amplio, que me libero, tiro a la basura a mis padres, a mis hermanos, ese nido de víboras, toda esa mentira. La operación es ilusoria, porque persiste la complicidad, porque me llevo el drama, las escenas, los papeles; porque mi padre, mi madre, mis hermanos, siguen siendo figuras míticas, personajes de una tragedia griega, no tú, no yo: personas físicas reales. Para romper el hechizo de la mala literatura, para reconocerme como persona física real, tengo que verte como tú, necesito que me veas como tú. Mi solidaridad con el desarrollo de las personas físicas reales no es un lujo que puedo darme: es una necesidad de mi propio desarrollo.
     En sus relaciones con Rosa Luxemburgo, León Jogiches fue siempre el compañero, el militante de una solidaridad abstracta que le impedía reconocerse y reconocerla como persona física real, a pesar de que ella sí se daba cuenta: Tengo unas ganas locas de ser feliz. Soy un gato que quiere ronronear de felicidad, acariciar y ser acariciada. Pero tú, nada, nada aparte de la causa.
     En la eterna lucha del bien contra el mal, Jogiches prefería ser parte generosa y abnegada de un nosotros (los buenos) en construcción, de un sujeto positivo de la historia que pudiera decir: por qué somos tan sabios, por qué todo error posible sucedió en el pasado y no se repetirá, por qué el futuro es nuestro. Ser parte de un nosotros tan grandioso, que a sus ojos era la mismísima realidad, volvía irreal su relación consigo mismo, con ella y con los demás. Ser un yo libre, solitario, solidario, feliz con un tú feliz, le parecía un nosotros pequeñísimo, egoísta, burgués, ilusorio, no la mismísima realidad.
     También sucede en el feminismo. Si por feminismo se entiende tratarte como un sujeto real, no como un objeto, tu libertad no prospera a costa de la mía: la favorece. Me ayuda a liberarme de papeles falsos, de ilusiones solípticas, de cursilerías machistas. Pero si dejas que un nosotras impersonal se apodere de ti y me satanice (en vez de exorcizarme), como objeto de odio, como parte de un nosotros enemigo, vete al demonio. Mejor aún: mandemos al demonio a las personas impersonales que se apoderan de nosotros; despachemos a carcajadas las cursilerías machistas y feministas, las ilusiones de Montescos y Capuletos.
     Hay quienes creen que es fácil superar las metáforas, desmitologar los discursos, dejar atrás las ilusiones. Se trata de una ilusión, de un discurso mítico, de una metáfora milenaria (la purificación, la vuelta a los orígenes): mala literatura crítica de una mala literatura anterior. El arrastre de las metáforas no se supera con otras metáforas que nos arrastren a creer que éstas sí son las buenas: la mismísima realidad. Se supera aceptándolas, críticamente, como metáforas. Fuera del lenguaje, no hay exorcismo posible contra el lenguaje. Lo que se puede hacer contra la mala literatura es buena literatura. –

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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