Y México ¿cómo tendría que votar?

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En la elección presidencial de Estados Unidos no solo está en juego el futuro de la democracia en ese país, y lo que Alexis de Tocqueville abordó como los dos temas torales en su Democracia en América: las instituciones políticas como expresión de las costumbres y el contrato social estadounidense y los principios en que se basa un Estado democrático liberal. Lo que suceda en las urnas el 3 de noviembre y, posiblemente, en los días subsecuentes como resultado de conteos y resultados dilatados y potencialmente cuestionados o impugnados, podría reverberar también en otras naciones y para otros sistemas democráticos, incluyendo México. Han sido un primavera y verano de turbulencia y hay pocas cosas que el presidente Donald Trump abona y sepa aprovechar tanto como eso. Sus ataques al voto por correo postal y sus intentos de supresión del voto, sus declaraciones de que los demócratas cometerán fraude o que no sabe si reconocerá el resultado o entregará pacíficamente el poder solo abonan a la incertidumbre y –dado que el sistema de Colegio Electoral tiende a favorecer estructuralmente a los republicanos– Biden necesitará colocarse por lo menos cuatro puntos por delante de Trump en el voto popular a nivel nacional para estar seguro de la victoria. Y si para el día después de las elecciones no hay un claro ganador, podría detonarse mucha volatilidad en los mercados financieros internacionales que le pegará de frente a la economía mexicana, de por sí ya en aprietos severos.

Durante mi gestión como embajador en Washington, frecuentemente bromeaba subrayando que las elecciones en Estados Unidos eran tan importantes para nuestro país que los mexicanos deberíamos tener el derecho de votar en ellas. En vista de lo que encarna esta elección –tanto la presidencial como la legislativa– para México y su diáspora (documentada e indocumentada) en Estados Unidos, bien vale la pena jugar con la idea de cómo debiera votar nuestro país si se encontrase parado, boleta en mano, a boca de urna.

México ha jugado en dos ocasiones –contra la imperiosa necesidad de mantener una equidistancia partidista-electoral– en el arenero de una campaña general estadounidense, ambas con resultados harto complejos. La primera en 1992, cuando Carlos Salinas apostó abiertamente a la reelección de George H. W. Bush y hubo que establecer de emergencia relaciones con el equipo de transición del candidato ganador, Bill Clinton, para mitigar el daño en la antesala de una eventual decisión del ejecutivo sobre si someter o no para ratificación legislativa el TLCAN, negociado y concluido con el gobierno anterior. La segunda en 2016 con Enrique Peña Nieto y la desafortunada invitación y desastrosa puesta en escena de la visita de Donald Trump como candidato, y cuyos saldos reales no podremos medir del todo hasta saber si Biden gana o no la presidencia y si los demócratas se hacen del control del Senado. Y, por si fuera poco, este episodio tiene dos colofones a cuenta del actual gobierno mexicano: la epístola de Andrés Manuel López Obrador a Trump el 12 de julio de 2018 después de su triunfo electoral, destacándole, à la Timbiriche, que “tú y yo somos uno mismo”, desplazando al “establishment o régimen predominante” de ambas naciones, cosa que irritó profundamente al liderazgo demócrata en el Congreso; y la reunión del mandatario mexicano con su homólogo en la antesala de la campaña y su zalamería innecesaria en la Casa Blanca, convertida ahora en cita de lujo de los spots de campaña de Trump por el voto hispano.

De cara a noviembre y desde hace tiempo, ha circulado en algunos sectores de opinión en nuestro país la tesis de que el resultado que más conviene a México en los comicios presidenciales estadounidenses es la reelección de Donald Trump. En parte, es el coleteo de un reflejo condicionado, una especie de resabio de memoria muscular, resultado de la convicción prevaleciente durante varias décadas en el sentido de que a México le sientan mejor las administraciones republicanas que las demócratas. Si bien hay algunos datos duros para sustentar esto en coyunturas distintas de la historia de nuestras dos naciones, también hay que recordar que ha habido administraciones republicanas, como la de Reagan por ejemplo, en las cuales la agenda se crispó tanto por temas bilaterales (el secuestro y asesinato de un agente de la DEA en suelo mexicano) como regionales y multilaterales (los conflictos centroamericanos). Y ya no hablemos de la actual, republicana solo en nombre y que ha roto todos los paradigmas y principios de la relación bilateral construidos a lo largo de casi tres décadas, alcahueteando a nuestro país y a nuestros migrantes como piñata político-electoral. Incluso, se puede argumentar que a partir de la administración de Bush padre, en la cual con motivo de la negociación del TLCAN se acendró en México la percepción de que convienen más las administraciones republicanas, la agenda adquirió –hasta 2016, indistintamente del partido y tomando en cuenta la complejidad y asimetría de poder de nuestra relación– tracción y dirección estratégica. Ocurrió con Bill Clinton invirtiendo capital político en ratificar el TLCAN y al presentar un paquete de rescate financiero para México, y con George W. Bush y Barack Obama y sus apuestas a una relación integral fincada en la responsabilidad compartida como premisa toral de nuestra agenda.

Con Joe Biden como el candidato demócrata, no debiera caber la menor duda acerca de cuál opción es la mejor para México. De un lado, un hombre que conoce a fondo la relación bilateral, que la ha abonado y jugado un papel central –desde el Senado y luego la vicepresidencia– en todos los temas de nuestra agenda durante las pasadas tres décadas: la aprobación del TLCAN en 1993, el paquete financiero de 1994, la eliminación del proceso unilateral de certificación legislativa sobre drogas en 2001, el apoyo a la iniciativa de ley bipartidista Kennedy-McCain para la reforma migratoria en 2007, o la construcción de un andamiaje de cooperación en seguridad, inteligencia y procuración de justicia. Pocos políticos en Estados Unidos conocen hoy la relación con México como Biden. Del otro, Donald Trump y su política de chantaje, embestida, diatriba, emboscada y contaminación permanente de la relación con México, con una agenda xenófoba y antiinmigrante que lacera a millones de migrantes indocumentados mexicanos y que cilindrea al supremacismo blanco que ya se cobró la vida de mexicoamericanos en el atentado en El Paso en 2019.

Y no sugiero aquí que una potencial administración Biden será un día de campo para nuestro país. De entrada habrá facturas que saldar por las percepciones –válidas o no– de que este y el anterior gobierno mexicanos se decantaron por Trump. Y Biden será mucho menos reacio a hablar –en público y privado– de los retos que enfrenta nuestro país en su vertiente interna en este momento. Pero sin duda alguna, en términos de la relación madura, corresponsable y sinérgica con Estados Unidos a la que muchos le hemos apostado durante años, el escenario más deseable es una victoria de Biden.

Aún así, el argumento más falaz de los que hoy circulan con respecto a por qué nos conviene la reelección de Trump es que el mandatario estadounidense es uno de los pocos contrapesos reales al presidente López Obrador. Es cierto; el mandatario mexicano ha buscado –ya sea por convicción táctica o por temor– evitar a como dé lugar el conflicto con su homólogo estadounidense, lo cual en sí mismo no es malo. Yo he apoyado que no se suba al ring para combatir histrionismo con más histrionismo, aunque ciertamente Trump ha logrado salirse con la suya en temas en los que tendríamos que haber pintado rayas rojas de contención.

Hay que decirlo con todas sus letras: apostar el futuro de México a otro periodo más de Trump es como entregarles las llaves de Fort Knox a Bonnie y Clyde. Alcanzada la renegociación del TLCAN, a él lo único que le importa con relación a México son los temas de seguridad fronteriza, la migración y ahora el trasiego de drogas ilícitas –del fentanilo en particular–. Fuera de esos asuntos que forman parte de su narrativa política-electoral frente a su voto duro, Trump no va a levantar ni el meñique para defender en México las premisas de una democracia liberal y de un sistema de pesos y contrapesos y separación efectiva de poderes, de la autonomía de organismos y dependencias clave para nuestra salud democrática, de los derechos humanos y la equidad, de la importancia de la libertad de expresión y de prensa, de una economía de reglas claras y piso parejo, de una sociedad plural y abierta. Todos estos temas le importan un rábano a Trump.

Haríamos bien en recordar, junto con Oscar Wilde, que “cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias”. Un Trump reelecto, desatado y sin ningún tipo de freno es una amenaza no solo para la agenda bilateral. Su triunfo sería una señal indiscutible de que la democracia estadounidense está en serios aprietos y eso no puede ser una buena noticia para México, cualquiera que sea el parámetro que se utilice. Tampoco lo será para los 11 millones de mexicanos –de los cuales 5 millones son indocumentados– y los 37 millones de mexicoamericanos en Estados Unidos.~

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(Ciudad de México, 1963) es consultor internacional y embajador de México. Fue el embajador mexicano en Estados Unidos de 2007 a 2013.


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