La frontera alevosa

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Alguna vez, allá a finales de la década de los ochentas, se llevó a cabo un partido de volibol transfronterizo. Durante poco más de una hora las playas limítrofes de Tijuana y San Isidro fueron el escenario anómalo, y la maltrecha malla de alambre de casi tres metros de altura, que en ese entonces simbolizaba la línea divisoria entre México y los Estados Unidos, hubo de servir de red para el juego.
De aquel lado el equipo gringo —el nombre técnico es el de anglosajón, para evitar malentendidos o sutilezas despectivas— estaba formado por vagos californianos, asegún, de esos que usan shorts y tenis Nike, amén de sus gloriosas melenas y barbas, mientras que el equipo de acá lo formaban cholos y brothers tijuanenses. Lo singular de esa tan casual guerra deportiva fue que los mexicanos se alzaron con la victoria. Un triunfo apretado, dicen, y por lo mismo memorable, que sólo algunos románticos de aquella entidad se han obstinado en hacer leyenda. Al terminar el partido el equipo perdedor fue invitado a echarse unas cervezas y comer unos tacos. Los anglosajones aceptaron gustosos, pues transponer la línea no obligaba a nadie al despropósito de introducirse en el mar ni saltar la malla. Además la pelota era mexicana y los vencidos tenían que regresarla. De este lado había como seis puestos de comida, así como unos cincuenta paisanos, por lo que es fácil deducir que durante el partido algunos hicieron las veces de porristas. En cambio de aquel lado no había más que dos patrullas de la Border Patrol, pero muy a distancia, cuyos agentes, altos y fornidos, unos ¿seis?, ¿siete?, cual estatuas vigilantes, ni de chiste se acercaron para echarle porras a sus vagos. Tal vez a eso se debió que el equipo anglosajón cargara con la derrota, o al menos es lo que suponen los tijuanenses que rememoran la dulce leyenda. Todavía falta saber cuál de los jugadores de acá conserva como trofeo el esférico transgresor.
     El hecho se recuerda porque siendo tan amable y espontáneo devino en un ágape inusual. Aquello terminó en una borrachera apoteótica que siguió siendo amable hasta el fin. Los vagos californianos, ebrios y absortos, durmieron en la playa de San Isidro y por lo demás, al cabo de su duermevela delirante, quién sabe qué habrá sido de ellos. El hecho también se recuerda porque un solaz de esa naturaleza es difícil que se repita. Actualmente ya no hay una malla de alambre, sino una barda de lámina más alta y dizque infranqueable que al afianzarse varios metros en el mar representa un garlito incluso para cualquier nadador profesional.
     En Tijuana y en otras ciudades de la frontera donde la Border Patrol prevé grandes flujos migratorios se han colocado segundas bardas —absurdas todas— de pilotes de concreto, un metro más elevadas que las originales. Y para colmo, a modo de celebrar la llegada del nuevo milenio, los anglosajones amenazan con colocar una tercera que tendrá seis metros de altura, según informes del Centro para Conflictos de Baja Intensidad del Departamento de la Defensa de los Estados Unidos. La ocurrencia, empero, no deja de ser una ostentación baladí: se trata de una especie de Muro de Berlín posmoderno, suficiente para inhibir (eso dicen) la migración en definitiva. Al respecto la gente de la frontera asegura que si esa rareza llega a concretarse, a los migrantes les nacerán alas, ya que en el país vecino todavía no se inventa un sistema efectivo para sustituir la mano de obra barata. En todo caso, lo único que se logrará de una vez por todas es frustrar cualquier amago de volibol o lo que se le parezca.
     Pero como todo artificio tiende a desbordarse, los anglosajones consideran que esa tercera barda será el coto insuperable que desde hace años hacía falta. A la fecha se encuentran en el Congreso estadounidense dos iniciativas de ley: una que pretende incorporar a diez mil agentes fronterizos y otra que busca instalar a diez mil soldados del ejército en la frontera sur. En ambas iniciativas se recomienda un aumento de vehículos y de helicópteros, así como la adaptación de equipos de alta tecnología y de cómputo para la detección, aprehensión y registro de indocumentados. Sin embargo, la realidad es otra: existe la intención de enlazar todos los operativos fronterizos en uno solo (Guardián, Interferencia, Río Grande, etc.), y de hecho así ocurre, ya que para ningún investigador de los asuntos mexicoestadounidenses es desconocido que en la frontera de California y Baja California participan, desde hace un par de años, agentes del SIN (Servicio de Inmigración y Naturalización), la Border Patrol, Aduanas, Guardia Nacional, Guardias Forestales, Guardia Naval, el FBI y la DEA, entre otras agencias federales, coordinadas por un Zar de la Frontera cuya sede se encuentra ahora en Arizona. En lo básico, el objeto de los operativos consiste en dificultar el acceso de trabajadores indocumentados a las carreteras y a las ciudades estadounidenses e impedir el tráfico de drogas, todo lo cual deja traslucir que se da un tratamiento similar a dos problemas cuyo origen es radicalmente distinto.
     Estos operativos esconden un segundo propósito: hacer depender cada vez más a los migrantes de los llamados polleros o coyotes (el nombre técnico sería "traficantes de ilegales", pero casi nadie lo usa), mismos que día con día elevan a como les viene en gana el costo del cruce. Los polleros han llegado a exigir hasta mil dólares por el enorme favor, y ante la evidente imposibilidad de pago resulta obvio inferir que hayan perdido clientela en los últimos años. De modo que la opción restante se vislumbra cruenta: los indocumentados se ven obligados a transgredir la línea por ríos y canales riesgosos, o aventurarse a caminar durante varios días por el desierto o las montañas, bajo temperaturas extremas.
     Sólo en el estado de California, de 1995 a 1998, el Operativo Guardián cobró la vida de 354 migrantes; el 42% de las muertes ocurrió a causa de condiciones climáticas (insolación, deshi-dratación o hipotermia) y un 34% corresponde a ahogados en los canales de riego. Los informes proporcionados por el Centro de Apoyo al Migrante, con sede en Tijuana, que emanan tácitamente de los consulados mexicanos de San Diego y Caléxico, muestran que durante 1998 se produjo en California la cifra récord de 145 muertes, 63% más que en 1997. A mediados del año pasado, la Border Patrol anunció la puesta en marcha del Operativo Salvamento para rescatar a los ilegales agónicos en el desierto; se desconoce la cifra de los "salvados", si es que los hubo, pero lo que sí se sabe es que a partir de esa fecha y hasta terminar el año murieron noventa migrantes, cifra que representa el 62% del total de 1998. Este operativo ha servido para mejorar, al menos como intento plausible, la tan deteriorada imagen de la Border Patrol, exhibiéndola como una institución heroica que "salva" a los migrantes que se encuentran en peligro de muerte. Cabe agregar que desde 1996 hasta 1998, cuando se intensificaron los operativos, han ocurrido quinientos decesos a lo largo de la franja fronteriza: 296 en California, 51 en Arizona y 153 en Texas. En este último estado, las cifras reportan 98 muertes en 1998, debido al intenso y prolongado calor durante el verano, y a las inundaciones que siguieron esa temporada. Para 1999, aún cuando la cifra de muertes decreció (104 es lo que maneja la Comisión Interamericana de Derechos Humanos), se teme que en los próximos años se duplique. El fondo del problema estriba en si esas muertes inducidas representan una clara violación a los derechos humanos o simplemente son obra de la casualidad, pero en tanto se aletarga la desidia jurídica de ambos países para tipificarlos, prospera una verdad irreductible: los altos funcionarios estado-unidenses y mexicanos responsabilizan a los polleros de tales decesos, mismos que en la mayoría de los casos quedan impunes. *En una de las zonas más paupérrimas de Tijuana, cerca del aeropuerto, se encuentra el Cañón Zapata: otrora reducto que alcanzó fama porque por ahí ingresaban a California, cuando no había barda, cientos de esperanzados migrantes. El cruce al paraíso era tan natural como la entrada a un limbo de ascua, siendo que el infierno había quedado atrás. Claro está que la Border Patrol los interceptaba casi de inmediato. La benignidad de la captura consistía en trasladarlos a los Centros de Detención, para luego llevarlos a la Aduana Internacional de Tijuana y expulsarlos del país con el lacónico regaño: No lo vuelvan a hacer. Sin embargo, el sesgo generoso que todavía hasta principios de la década de los ochentas se mantenía más o menos invariable, no es ni ha sido la constante, como se sabe, entre las diferentes agencias federales de resistencia y los indocumentados. Desde la aparición, en 1987, de la ley Simpson Rodino, el racismo se ha recrudecido a grados ignominiosos. El trabajador ilegal se enfrenta a toda una gama de actos de violencia, que va desde el abuso físico y verbal (los novísimos adjetivos son "comefrijoles" o "pieles de lodo", superiores por mucho a los antiguos "pollos" o "grasientos", o al decoroso "espaldas mojadas"), pasando por la postración a condiciones de vida casi infrahumanas, hasta el asesinato con armas de fuego a cargo de los guardias fronterizos por el motivo que mejor les plazca. Además, por una nebulosa deducción —para evitar castigos penales o simples multas— los guardias hacen todo lo posible por evitar que los ilegales tengan contacto con los consulados mexicanos. Temen la más mínima denuncia, no obstante que en lo referente a la inmigración las leyes norteamericanas sean tornadizas y atenten sin menoscabo contra los derechos humanos de los indocumentados.
     A partir de 1994, cuando se puso en marcha la Operación Guardián (violenta, racista, xenófoba y demás hermosuras del oprobio), sólo aquellos migrantes que pagan las disparatadas cuotas exigidas por los polleros son puestos en manos de contratistas y propietarios de centros agrícolas. Eso no significa que vivirán en condiciones apenas dignas. Es sabido que los empresarios instalan a veces hasta quince o veinte ilegales en cuartuchos de lámina de diez por diez yardas, que no cuentan siquiera con los mínimos servicios médicos y que sólo en las Misiones (centros religiosos evangelistas, presbiterianos, bautistas, católicos, etcétera) serán atendidos y recibirán ropa y comida enlatada. Por fortuna existen numerosas Misiones en torno a los campos de cultivo. Al terminar los ciclos agrícolas, que comprenden el periodo de abril a noviembre, los contratistas hacen contacto con la Border Patrol para que los ilegales sean deportados a su "infierno frijolero", como suelen llamar a México.
     A fuerza de renovar modalidades discriminatorias, la nueva estrategia de tráfico ilegal se postula como una perversión acaso más decantada. Los polleros tienen la encomienda de seleccionar grupos homogéneos de trabajadores: los de más baja estatura, es decir, la mayoría, son ideales para los campos de fresa, cebolla y ajo, debido a que como tienen más facilidad para agacharse y volverse a agachar, asegún: pizcan al doble o al triple que los grandulones; estos últimos, por razones obvias —aunque a saber cuál sea la medida idónea para ser "grandulón"— son más aptos para la pizca de naranja, manzana y pera. Si esta regla es efectiva, se infiere que por las características de la raza, no hay mucho de dónde escoger para la recolección de frutas de árbol. ¡Ni modo!

Contra el deseo legítimo de algunos indocumentados mexicanos de adquirir la nacionalidad norteamericana, actualmente hay un sinnúmero de requisitos que hace imposible cualquier intento al respecto. Les exigen ser poseedores de cuentas bancarias, propiedades —tanto mejor si se trata de bienes raíces— y desde luego comprobación documentada de todo aquello que represente solvencia económica. Es así que ante la magnitud de la exigencia o los engorros que conlleva, el trabajador ilegal opta por sus tradicionales y malcontentos hábitos. Si bien le va, si no sufre maltratos que le impidan trabajar o si no es deportado a las primeras de cambio, será el fruto de sus sacrificios de ir y venir cuantas veces sea necesario, sabiéndose orgulloso transgresor —o bien, hasta que el cuerpo aguante—, lo que le permitirá invertir en México, particularmente en la región de la que proviene.
     En los años recientes, conforme ha ido creciendo la hostilidad fronteriza, según explica Manuel Valenzuela Arce, reconocido investigador del Colegio de la Frontera, los migrantes, en su gran mayoría, prefieren eludir el trato con los polleros.

El control que ejerce el SIN sobre ellos ha terminado por convertirlos en figuras caducas. Valenzuela Arce asegura que a veces realizan dobles operativos: seleccionan un grupo, le cobran, lo introducen y enseguida lo ponen a disposición de la Border Patrol, siendo en realidad otro el grupo escogido que habrán de trasladar los llamados guías hasta los campos de cultivo. Tampoco se permite el tráfico de mujeres, ya que los anglosajones temen una incontrolable "epidemia de embarazos" y los hijos —montañas de hijos— serían automáticamente norteamericanos legales.
     El distintivo de la cerrazón fronteriza no persigue otro fin que evitar la contaminación racial. Al sentirse amenazado el White Power diseña estrategias para que los indocumentados se valgan por sí mismos, y ante su casi absoluta indefensión el migrante ejerce una temeridad a ultranza. Su destino será esconderse, a veces durante varias semanas, en cuevas o debajo de los árboles o en los tollos más inimaginables. Estando del otro lado sus empeños serán todo lo degradante que se desee, pero nunca inciertos, sobre todo porque se halla en la disyuntiva, siempre latente, de esquivar a una guardia cada vez más numerosa y sofisticada o conseguir trabajo lo antes posible. Lo segundo será lo mejor, aunque sin la ayuda de polleros ni guías lo más seguro es que sea capturado y regresado a México sin dinero en los bolsillos. Sin embargo, su ilusión jamás se desvanece. Y es que sabe por referencias que los empresarios lo contratarán, le pagarán a seis dólares la hora (un poco más de la mitad del salario legal) y le darán techo —una pocilga, pero ¡qué importa!— aun cuando llegue solo, como un errabundo, a los centros agrícolas. Es así que a contracorriente y con la fe puesta en Dios, el migrante ha de reincidir a como dé lugar, pues frente a una perspectiva de vida tan macabra, tanto en los Estados Unidos como en México, parece obvio que su terquedad sea cada vez más sinónimo de necesidad, y así pongan diez bardas o los obstáculos más insospechados, los migrantes seguirán jugándosela. Se trata de un éxodo forzado con tintes a todas luces trágicos. Miles de mexicanos y centroamericanos no saben si regresarán, pero todos están conscientes de que es la única posibilidad real de salir mal que bien de la pobreza, nada más por obra y gracia de su trabajo. * El acceso natural al Cañón Zapata es por una colina algo clivosa donde cualquier arbusto es un milagro. De inmediato, como por arte de magia, se percibe una insólita hondonada, fantástica como una ilusión óptica. Desde lo alto se domina también el panorama bilateral partido por la barda metálica que al prolongarse en línea recta hacia la costa sortea meandros y bajíos. No hay visos de volibol por ninguna parte siquiera como performance, y sí en cambio el histórico juego del gato y el ratón: de este lado observo a uno que otro paisano agazapado junto a la barda, mientras que del otro lado la Border Patrol acecha con insana paciencia. Acompañado por el escritor tijuanense Marco Antonio Samaniego intento entrevistar a los paisanos que están a un tris de cruzar la frontera. No es propicio el mediodía para la intentona. Es en la madrugada cuando la mayoría se atreve, pese a los potentes reflectores que utiliza la guardia desde la playa limítrofe de Tijuana hasta lo que se conoce como Nido de las Águilas, localizado en la orilla fronteriza de la ciudad. La lluvia es ideal para el cruce, simplemente porque a los guardias de la Border Patrol no les gusta mojarse. También la neblina ayuda, sobre todo si es nocturna. Pero de ahí en fuera el margen de riesgo es amplio.
     Otros paisanos se agrupan como cuyos bajo cualquier sombra exigua. Por algún presentimiento inexacto prefieren mantenerse en silencio, tanto que en cuanto me les acerco apenas si me miran. Cuando les digo que quiero conversar con ellos se inquietan y no saben qué hacer. Si tiemblan se delatan, pero si hablan qué han de decir. Al fin, luego de un cuarto de hora de insistencia, consigo que dos jóvenes menores de veinte años, en tono apenas audible, tartamudeando me digan que son del Estado de México. ¿Es la primera vez? Sí, es la pri-primera vez. ¿Tienen miedo? Sí, tenemos mi-miedo. ¿Quién les recomendó venir hasta acá?, ¿qué les dijeron de los gringos? En ese momento vuelven sus cabezas hacia otra parte como si quisieran darme la espalda, tal vez al sesgo recibieron una seña de los otros, unos siete echados sobre la tierra, quienes fingen dormir, y entiendo que debo retirarme. Además Samaniego refuerza mi propósito al hacerme una seña de huida.
     Al cabo de dos horas de infructuosas tentativas de entrevista en el inmenso y famosísimo Cañón Zapata, consigo que un paisano acceda a conversar. Todo deberá ser rápido, no muchas preguntas, y además pone otras condiciones que, dadas las circunstancias, considero mínimos pruritos de dignidad: Cigarréame la plática y dame cien pesos. De acuerdo, cumplo sus exigencias, y empezamos. Total que casi por cada pregunta consume un cigarro, y como las respuestas no son muy largas apaga los Camel a la mitad. Fuma con un ahínco tan fuera de serie que me hace pensar que son los últimos gallitos de su vida. Quizás a causa de ese placer inficionado obtengo algunos datos de cajón: se llama José Antonio Marín; tiene treinta años; es casado y es padre de dos hijos; proviene de Nayarit —¡qué extraño!, los estados con mayores niveles de migración son Jalisco, Michoacán, Zacatecas y por encima de todos Oaxaca, a tal grado que ya al norte de la península se le llama "Oaxacalifornia". Con esta, si Dios quiere, será la sexta vez que cruce la frontera. Habla con un aplomo que me desconcierta. Está en verdad tan seguro de su hazaña que luego de decir lo anterior suelta la bocanada de humo con despreocupación. Sus experiencias son amargas: maltratos, fatigas incurables, insultos —sobre todo insultos ¡en español!, todos los sabidos y aparte muchísimos ¿en inglés? José Antonio no sabe inglés, gran problema para un ilegal, pero el idioma le resulta insultante de cabo a rabo. Nos tratan como bestias, pero nos pagan, y eso es lo que importa. No quiere tener trato con los polleros porque ya no son gente de fiar: Cobran un dineral por la pasada. Curtido en la reincidencia ilegal, sabe que estando del otro lado tendrá trabajo seguro, siempre y cuando logre escabullirse de la migra, cosa que para él es fácil. No soy novato en esto. Ya conozco la zona y sé dónde esconderme. La primera vez que cruzó no había caminado ni dos kilómetros cuando lo aprehendieron. La segunda la efectuó en compañía de su hermano mayor que conocía varios recovecos. Lo bueno fue que pronto llegaron a un centro agrícola y fueron contratados de inmediato. Es la vez que más ha durado en California: fue poco más de un año. Al relatar la tercera reincidencia revela que ya de regreso, al pasar por la Aduana, lo interceptaron tres policías mexicanos; le dijeron que si no les daba todo el dinero lo golpearían y luego lo meterían a la cárcel. Como José Antonio se resistió le propinaron una tremenda tunda, dejándolo sin un quinto, pero en libertad. Todavía no puedo creer que los de mi raza me traten mucho más mal que los gringos. De los de la migra sólo he recibido un macanazo en la cintura y hasta eso no muy fuerte. Dice que la golpiza le produjo una hernia que aún le da mucha lata.
     Al respecto el Centro de Apoyo al Migrante ofrece otros datos. Cuando entrevisté a Raúl Ramírez, director de dicho Centro, le hice saber la revelación de José Antonio Marín. Argumentó que se trata de un caso aislado; su amplia experiencia de ocho años al frente de la Casa del Migrante —que es financiada por la Iglesia Católica y por miembros de la iniciativa privada tijuanense— y luego en el Centro —que fue creación de Manuel López Obrador— le dan la certeza de que sólo el 15% de los ilegales que regresan a México son agredidos y desde luego asaltados por la policía mexicana. El porcentaje abarca gran parte de la franja fronteriza, dado que hay Centros de Apoyo en cinco de las principales ciudades de la frontera. Además cada año disminuye esta incidencia de acciones delictivas contra el paisanaje, en tanto se incrementa el índice de violación a los derechos humanos por parte de la guardia fronteriza.
     Al hacer el enlace con lo expuesto por José Antonio Marín, dilucido que el "caso aislado" no lo es tanto, pues él mismo confiesa que muchos de los ilegales, al menos sus compañeros de trabajo, se ven obligados a mandar el dinero a sus familias antes de cruzar la Aduana Internacional de regreso. Esto es un verdadero problema. Tenemos que valernos de los mexicanos legales para que nos hagan el envío. No son muchos los que nos ayudan. Yo tengo una hermana que vive desde hace diez años en Los Ángeles, ella es legal y no quiere tener tratos conmigo ni con mi familia. Confiesa que la mayoría de los mexicanos "de allá" —el caso sigue siendo aislado— elude el trato con los indocumentados, y tiene razón. Se sabe que una enorme cantidad de chicanos apoyó la ley Simpson Rodino, razón de más para implantarla. Son los sacerdotes o los pastores de las Misiones, y a veces hasta los mismos gringos, quienes por lástima nos hacen ese favor. En ese momento interviene Samaniego para relatar que él vivió la experiencia del cruce, sólo por antojo, a principios de los noventas. Fue una aventura de dos meses, fea, eso sí, pero nada del otro mundo, porque da la casualidad de que él es rubio y pasa por anglosajón y, aún más, por vago californiano. De modo que no tuvo problemas con la Border Patrol; incluso cuando fue contratado para trabajar en un campo de fresas, cobró casi el salario legal, amén de que habla inglés y toda la cosa. Confiesa que dormía en un cuartucho, como todos los ilegales, pero solo, a sus anchas. Así que su aventura únicamente puede ser vista tras el velo de la inmodificación. Cómo le hubiera gustado —especula— no distinguirse de los demás migrantes a fin de vivir la experiencia en su cabal magnitud. Al oírlo José Antonio Marín lo mira con recelo y aduce exactamente todo lo contrario: cómo le hubiera gustado ser rubio de por vida para no tener tantos problemas ni en México ni en los Estados Unidos. No obstante, luego de la infinidad de trabas y humillaciones que ha sufrido, afirma orgulloso que con sus dólares pudo construir una casa y comprar una vaca. Es el patrimonio que legará a sus hijos. Y si se puede más, pues más, porque yo seguiré rifándomela. Al final de la conversación confiesa que tiene veinte días en Tijuana. No ha podido cruzar porque no ha llovido. Necesito un aguacero. Y asegura que si en una semana más no consigue saltar la barda, tendrá que ir a la Casa del Migrante. No dudo que allí me darán dinero para el pasaje de regreso a mi tierra. Le doy las gracias y él me pide un último Camel. Ahora va a cigarrear a solas ¿junto a la barda? A saber. Ya en retirada me vuelvo para hacerle una última pregunta que —reconozco— está fuera de contexto: Oye, perdón, ¿practicas algún deporte como el futbol, el beisbol, el volibol, el basquetbol? Y su respuesta me desilusiona: No, no practico ningún deporte. Lástima, cómo me hubiera gustado que jugara volibol para… ¿Querría yo formar un equipo?… En fin, lo único que me queda es desearle buena suerte. –

+ posts


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: