La gente de papel

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RITA
     Rita Hayworth se clareó el pelo negro azabache para que le quedara color caoba. Para enfatizar su apariencia de viuda, utilizó electrodos con forma de aguja de modo que su línea de pelo quedara más arriba. Se castigó el cartílago hasta que su nariz de mestiza quedó afilada. El lingüista local de Fox Pictures le trabajó la lengua: la enseño a suavizar las erres y pronunciar palabras como salamander y salad sin sonar como mojada.
     Una vez que el lingüista y el maestro del maquillaje practicaron la transformación, los productores mandaron a Rita a Buenos Aires para hacer una película sobre casinos ilegales y triángulos amorosos. Rita sabía de casinos: había bailado en algunos y se había pasado la vida sentada en sus mesas. Y también sabía de triángulos amorosos: había entrado y salido de varios muchas veces; en una ocasión hasta le agregó una cuarta arista a uno ya existente. La película se llamaba Gilda y, de entre las docenas que filmó, era la que más había odiado. Décadas más tarde, sentada en su departamento neoyorquino con vista al East River y con el cerebro ya medio disuelto en la demencia senil del alzheimer, Rita Hayworth soñaba con ciruelas con sal y un mundo mejor en el que Gilda nunca había existido.
     “Cada uno de los hombres que conocí cayó en los brazos de Gilda y se levantó conmigo”, solía decir, enlistando a los hombres con los que se había casado y que luego había dejado:

1. Edward Judson
     2. Orson Welles
     3. El príncipe Aly Khan
     4. Dick Haymes
     5. James Hill
     Ninguno de los nombres de la lista pertenecía a un pizcador de lechuga.
     En Buenos Aires, entre toma y toma, Rita iba a los quioscos de los parques a contemplar a las niñas cantando rondas y jugando avión. Por las noches iba a las funciones del Circo Argentino y veía los gatos matemáticos haciendo ejercicios de aritmética mientras le daba sorbitos a una taza de mate. El té era amargo y el olor del cuenco y las hojas molidas hicieron gotear la afilada nariz de Rita.
     Después de la función, mientras los elefantes apretaban las cuerdas de la carpa, Rita lamió la mucosidad de su labio superior, entró al lobby del hotel y tomó el elevador hasta su cuarto. Ya acostada pensó que había algo de solitario en las películas y los gatos matemáticos. Sus ciruelos se habían marchitado hacía tiempo, de modo que sus lágrimas en adelante irían a dar cuando mucho al colchón gastado de una cama de hotel.

Rita
     Cuando Gilda se estrenó en los cines de adobe nadie lanzó verduras a la pantalla. Los pizcadores de lechuga, que habían pasado la mayor parte de sus vidas depositando romanitas en la banda transportadora y que vivían lejísimos de los reflectores y las alfombras rojas de Hollywood, estaban muy orgullosos de que una de las mayores estrellas de la industria hubiera hecho el amor alguna vez con uno de ellos.
     A la mañana siguiente, inclinados sobre las romanitas que le arrancaban a la tierra helada del nuevo día con manos doblemente enguantadas, uno de los pizcadores de lechuga dijo mientras lanzaba cabezas al vagón del tractor: “Yo me tiré a Rita Hayworth. Por detrás.”
     Aunque no era cierto, él creía firmemente en su mentira. El capataz, que manejaba el tractor, preguntó cómo se veía Rita Hayworth encuerada. “Se ve como te la imaginas. Como en Gilda, pero sin ropa; y tiene los pezones oscuros y el castor negro y rejego”, dijo el pizcador de lechuga.

Pizcadores de lechuga
     La seguimos hasta acá, de su mansión en Hollywood hasta El Monte, pasando por los campos de flores. Cuando su Cadillac se detuvo lo hundimos en cabezas de lechuga gritando: “Rita vendida.” Le dijimos que se regresara a revolcarse con sus güeritos de Hollywood.
     El chofer abrió la puerta y ella salió como si nada, haciendo las lechugas a un lado con la punta del pie, firmando autógrafos y lanzando besos para todos menos nosotros. Con un delicado gesto de muñeca sacudió la ceniza de su cigarro y alzó la mirada al cielo, buscando un signo de Saturno.

Rita
     El león que ruge al principio de las películas de la MGM fue entrenado con un látigo y trozos de carne por Charles Gay. En su granja de felinos atizaba y enjaulaba a la gata salvaje, obligándola a representar números de circo y a gruñir mirando la cámara a una señal. Después de recibir cada rollo de película, Charles le ponía el elástico de la peluca y le esponjaba la melena de acrílico. Los ejecutivos de la MGM nunca se enteraron de que su fiero macho alfa era, en realidad, una leona más bien pasada de peso.
     Diez años más tarde Charles la vendió a un zoológico móvil, pero se quedó con su camada. Los cachorros le destrozaron brazos y piernas mientras dormía soñando con junglas artificiales y gorros de safari. Sobrevivió y fue él quien me dijo que no son los elefantes quienes nunca olvidan, sino aquellos a los que traicionamos, a los que dejamos heridos. Especies que pasan sus recuerdos por generaciones, transfiriendo su amargura y resentimiento a su descendencia, incapaces de perdonar, con sus brazos chuecos y lechugas en mano, incapaces de excusar un cambio de dirección o de guardarropa. Diciéndoles a sus hijos y nietos que soy una puta traicionera.

Pizcadores de lechuga
     Siempre quiere estar bajo los reflectores, metiéndose a fuerza en historias que no son la suya. El cielo se viene abajo y ella comienza su número de baile. Lanza su boquilla al aire y la cacha con los labios. Siempre la misma rutina y espera que se la sigan ovacionando.
     Dirá: “Orson me compró esto”, quitándose un brazalete. Pero, antes de Hollywood y los güeros gordos, éramos nosotros los que la veíamos bailar, nosotros los que tendíamos un camino de lechugas para que no se le manchara ni una lentejuela del vestido o se le raspara la suela de los zapatos.
     Una vez que nos traicionó, dejamos de pelar lechugas a su paso. A cambio empezamos a tirar barriles de ensalada podrida en las oficinas de su club de fans y a lanzar romanitas a las paredes de su mansión de Hollywood. Caían en su alberca y, cuando por la mañana ella se disponía a darse una remojada, el mayordomo tenía que sacar las cabezas flotantes. Y en los estrenos de sus películas las pantallas acababan verdes de tantos impactos.
      
     Rita
     En la historia de Sansón, el objeto del amor es una filistea. Una mujer que nunca olvidó de dónde venía: de hombres de sexo encapuchado, los prepucios menéandose como trompas de elefante.
     Ella prefirió a su gente y una bolsa de plata sobre el amor de Sansón cuando le cortó los caireles con una navaja prestada y se los mandó a sus enemigos. Sansón fue consagrado por Dios Todopoderoso y derrotado por el más débil de los sexos.

Rita
     El héroe es Dalila, es la que somete al bruto, vengando la muerte de los miles que él asesinó. Manteniéndose firme en defensa de los filisteos y la piel tierna de sus miembros.

Rita
     Había dos facciones: los que lanzaban romanitas podridas desde la grada, escandalosos y malcriados. Escupían, maldecían, sacaban la lengua entre sus dedos. Y estaban los dignos representantes del Museo Nacional de la Lechuga, que me trajeron frescos ramos de orejona. Decían: “No todos los pizcadores de lechuga son iguales. Algunos la adoramos y la hemos adorado siempre. No nos importa si usted duerme bajo las ingles y la carne bofa del hombre blanco, o si la fruta que dan sus ciruelos es ácida.” –
     

— Traducción de Álvaro Enrigue
     Con autorización de la Editorial McSweeney’s

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