La primera tarea de César Yáñez, director de comunicación del gobierno de la capital, es alinear, como pequeñas partituras, cinco o seis periódicos en la oficina de su jefe. A las seis y media, minutos antes de salir a darle los buenos días a los reporteros, Andrés Manuel López Obrador echa un vistazo a los encabezados y compone el discurso: es injusto el linchamiento al arzobispo de Guadalajara, el secretario de Hacienda miente al decir que el Apocalipsis está por caer sobre el país, gravar alimentos y medicinas es “bolsear al pueblo”. Por lo general consigue el objetivo: fijar el tema, poner a medio mundo a discutir sobre lo que él dijo en la madrugada. Día con día. A base de horas hombre, buena organización, pinceladas ideológicas y mucha improvisación.
López Obrador no debe haber leído a Toni Morrison, aunque comparte con ella la certeza de que la improvisación es lo más individual que uno puede imaginar, pues ni la persona que lo está haciendo sabe qué ocurrirá después. Pero a las siete y media, antes de desayunar, el jefe de gobierno da un giro, deja de tocar de oído y se pone a estudiar con rigor de científico el presupuesto de un hospital, o el currículo de un asambleísta, o los resultados de las encuestas que él mismo manda hacer, día con día. De ese arreglo entre el jazz y las ecuaciones han surgido piezas impecables (frenar y mermar la figura del presidente Fox para luego resguardarlo como aliado, por ejemplo) y desatinos colosales, como el zigzag escalofriante en la querella del Paraje San Juan.
A finales de septiembre, López Obrador comenzó a deslizar entre la gente de sus confianzas la idea de que, a partir de ese momento, la marcha a la candidatura presidencial atravesaría caminos y callejones peligrosos durante quince meses. De la habilidad para burlar las emboscadas dependerían sus posibilidades de llegar vivo y fuerte al preliminar 2005. Con veinte puntos de ventaja sobre sus adversarios en las principales encuestas, el cálculo recomendaba administrar la delantera. La intuición, sin embargo, vio en el riesgo una nueva oportunidad para ampliar el margen y, de paso, dar una lección memorable. Enfundado en sus ochenta puntos de popularidad, y sin importarle que ya fuera octubre, sintió que era hora de retar a la parte más corrupta del sistema judicial.
Pero en las tempranas escaramuzas de la cruzada del Paraje San Juan, López Obrador se dio cuenta que lo primero que había hecho era despertar a un coro feroz que le recordará largo tiempo su desafortunada frase de que jamás pagaría los mil ochocientos millones de pesos a la persona cuya propiedad había sido expropiada por el gobierno de la ciudad hace catorce años. No pagaría aunque se lo ordenara la Suprema Corte de Justicia. No pagaría porque hacerlo sería inmerecido, indigno, inmoral, injusto.
Fue el error político más grave en tres años de gobierno. No tuvo el talento para discernir entre ministerios públicos prostituidos y magistrados escrupulosos, entre razón jurídica y jueces miserables. Le sirvió así un apetitoso banquete a quienes habían carecido de imaginación para criticarlo y ahora pueden decir que el populista, el iluminado, se quitó el antifaz y, como Stalin o Fidel Castro, puso su idea de justicia por encima de la ley.
López Obrador no es suicida ni cree en la superioridad indefinida de la mentira. Improvisó mal y se dio cuenta que debía encontrar, rápido, un recurso que debilitara la percepción de que es un gobernante irresponsable y sospechoso. El cálculo trigonométrico le dio la orientación para detectar a un buen equipo de abogados. Días después del disparate, de “el pueblo se cansa de tanta pinche transa”, del “desacato” a un caso juzgado por la Suprema Corte, halló la fórmula para regresar al “marco de la ley” sin tener que pagarle un centavo a la, según él, pandilla de especuladores y pervertidores de jueces y ministerios públicos que lo había derrotado en las cortes.
La fórmula se llamaba nulidad de juicio concluido por fraudulento. Impecable. Le permitiría salir bien librado en los tribunales, la política y los medios de comunicación. Grosso modo: es un recurso para demostrar que un juicio fue llevado en forma fraudulenta, ya sea porque se mantuvo al juez en el error, o porque se lo condujo a que pensara alguna cosa que no era cierta; así, otra autoridad judicial puede verificar que estuvo en pleito lo que no debería haber estado. Es un recurso común. Y como el caso del Paraje San Juan parece ser una plaga de imprecisiones, alteraciones de contratos originales, firmas falsificadas y personajes que testificaron después de muertos, no habría autoridad que le negara la entrada.
El propio presidente del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, Juan Luis González A. Carrancá, bendijo ante la opinión pública la propuesta de pedir la nulidad de juicio concluido por fraudulento. “Desde luego que puede iniciarlo”, comentó. “Hay una sentencia firme de la Suprema Corte que debe ser respetada. Pero quienes conocemos el Derecho sabemos que si se llegó a una situación en donde hubo algún elemento de fraude, en donde se violentó el procedimiento, entonces existe la posibilidad de rectificar. El jefe de gobierno puede promover ese juicio”.
Pero la improvisación volvió a desquiciar lo que las ecuaciones habían conseguido corregir. En vez de salir a explicarle el recurso a los opinadores embravecidos, bastante desinformados en materia de leyes, por cierto, y a los políticos deseosos de pegarle un tiro en la frente al justiciero; en vez de presumir un recurso que, cuando menos, le daría un año y medio de tregua judicial; en vez de celebrar su acierto jurídico, López Obrador le echó tierra y, al grito de “nunca pagaré”, se fue a la caballeriza, tomó una lanza nueva, se encomendó a Charlie Parker y salió a pelear una segunda cruzada, aún más delirante que la primera.
Misha Maiski, el virtuoso violonchelista báltico, dijo hace unos días al iniciar una gira que la técnica es un gran aliado, pero que en la música lo que importa son las emociones. ¿Puede trasladarse ese concepto a la política? Quizá ésa sea la duda epistemológica de López Obrador después de las angustias del Paraje San Juan: las emociones de la política no son, necesariamente, las de la música, ni las de la literatura de Toni Morrison; ni siquiera las de los cuentos de príncipes y dragones.
Al regresar de la segunda cruzada, y mientras le desinfectaban las heridas, el jefe de gobierno celebró que la Suprema Corte hubiera aceptado revisar los términos de la sentencia de amparo del caso Paraje San Juan, independientemente de lo que hubieran resuelto las instancias inferiores. Y no dejó correr un minuto para expresar que acataría otra sentencia de la Corte que obligaba a su gobierno a pagar 107 millones de pesos al, por él tan despreciado, gobierno de la Delegación Miguel Hidalgo, en manos de unos irreverentes, pero eficaces jóvenes del Partido Acción Nacional. No es suicida, ni cree en la superioridad indefinida de la mentira.
¿Cuánto terminará pagando López Obrador por los equívocos de esta historia? Las encuestas de principio de noviembre indicarían que el episodio de San Juan no sólo no le quitó popularidad, sino que más mexicanos se enamoraron profundamente de él. Pero la imagen de personaje mesiánico al margen de la ley, o la caricatura de rebelde protofascista que intelectuales y rivales políticos le fabricaron, con mucha habilidad y poco análisis, debe terminar por afectarlo. Severamente. La descalificación del Consejo Coordinador Empresarial, caracterizándolo como una suerte de rufián anárquico, es un botón de muestra de lo que puede venir en los quince meses de “riesgo”, el preliminar 2005 y, si para entonces vive, el electoral 2006.
Esa supervivencia dependerá, no tanto de burlar las emboscadas, sino de la capacidad que tenga para poner las matemáticas y la lógica formal a salvo de los placeres de la improvisación. O cuando menos en el mismo plano. No será fácil, pues, en política, Andrés Manuel López Obrador ama la música de cámara. Como gobernante poderoso, sabe lo que es la excitación previa a un concierto con orquesta; pero lo que más ama es la comunicación directa, la complicidad y el estímulo continuo de la música de cámara, que, a fin de cuentas, es siempre música entre amigos. ~
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