La restauración frenada

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Si algo caracteriza a la transición democrática mexicana es su exasperante aunque aterciopelada lentitud. Diez años después de que el PRI perdiera las elecciones presidenciales todavía estamos enfrentados a la sólida presencia de un enorme espacio territorial dominado por gobernadores del antiguo partido autoritario, que controlan sus dominios a la manera en que lo hacía antes el presidente de la República. La transición se encuentra entorpecida debido a que, si bien en el año 2000 fue clausurado el parque jurásico del antiguo régimen, los dinosaurios que allí medraban andan sueltos sin un presidente que los controle. Ahora luchan denodadamente por manipular al partido, ganar influencia y eventualmente llegar a la presidencia en 2012.

Las elecciones de julio de 2010 mostraron que la transición no se ha detenido, pero evidenciaron la lentitud del proceso. De las doce gubernaturas en disputa solamente en tres fue vencido el PRI. Por supuesto, estas derrotas fueron enormemente significativas, pues incluyeron el desplome de las formas más rancias, corruptas y autoritarias de gobierno en Oaxaca y Puebla. El balance final no fue positivo para el PRI: dejará de gobernar a casi ocho millones de ciudadanos.

Las elecciones fueron precedidas por señales ominosas; la más espectacular fue el asesinato del candidato a gobernador postulado por el PRI en Tamaulipas, seguido inmediatamente de la espeluznante noticia de que el gobernador priista de este mismo estado tenía en su escolta a un presunto pistolero de un grupo de narcotraficantes. La presencia del crimen organizado en las altas esferas de la política y su intervención electoral no auguraban nada bueno. A estos malos presagios se agregaba el convencimiento, compartido por muchos, de que estábamos ante las puertas de una total restauración del poder del PRI. Los dirigentes de este partido estaban convencidos de que ganarían las doce gubernaturas.

La gran sorpresa de estas elecciones radicó en que los malos augurios no se cumplieron y que transcurrieron en paz, dominadas por señales simbólicas esperanzadoras: la transición no estaba detenida. El proceso de erosión de los restos del antiguo régimen seguía avanzando. Esta erosión sigue siendo impulsada por la putrefacción interna del PRI y por la elevación del nivel educativo, la modernización y la urbanización de las zonas más atrasadas del país. Ello permitió que las alianzas entre el PAN y el PRD ganaran en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, y avanzaran considerablemente en Durango e Hidalgo. Todo esto permite suponer que en el futuro seguirá el lento e inexorable decrecimiento de la influencia del viejo PRI.

Pero la novedad cristalizó en un hecho que se ha convertido en el símbolo de estas elecciones: derechas e izquierdas se aliaron para derrocar el poder corrupto y autoritario del PRI. Por más que se desgañitaron clamando que son la primera fuerza política del país, los dirigentes del PRI no lograron ocultar el hecho de que la restauración del antiguo régimen había sido frenada por la coalición de las fuerzas más avanzadas, modernas y democráticas de la derecha y la izquierda. Este es el meollo del drama político que se desplegó durante las elecciones de 2010.

Las alianzas que han hecho retroceder al PRI no son mero efecto del oportunismo y del pragmatismo de políticos marginados. No son tampoco los actos contra natura que insistentemente ha denunciado el PRI. Pero no quiero practicar aquí una alquimia que transforme la rudeza de la política en pureza democrática. Los candidatos que llegan al gobierno gracias a estas alianzas son personajes profundamente empapados en los lodos locales de la cultura política priista, con toda la sordidez que la caracteriza. Y, sin embargo, son la expresión de una corriente de ideas que desde hace años se manifiesta de diversas maneras y en distintos espacios. Esta corriente defiende la posibilidad y la necesidad de que los sectores más liberales de la derecha y los grupos más socialdemócratas de la izquierda se acerquen y formen alianzas con el objeto de modernizar al país y bloquear las tendencias restauradoras y regresivas del priismo más atrasado. Yo he defendido con ahínco esta propuesta y he explicado sus bases políticas, sus posibles efectos y sus presupuestos teóricos. Y debo decir que no he estado solo en esta tarea, a pesar de que las ideas aliancistas han sido condenadas tanto por la izquierda conservadora como por la derecha reaccionaria. Para comprender lo difícil que es defender la idea de las alianzas basta recordar las enormes fuerzas que se oponen a ellas. Como ejemplos sirvan el abortado pacto entre el secretario de gobernación, el panista Gómez Mont, y el gobernador priista del estado de México, Peña Nieto; y los frecuentes berrinches de López Obrador cada vez que el PRD retoma el tema de las coaliciones. En el primer caso intentaron bloquear en el PAN las alianzas con el PRD en las elecciones de 2011 en el Estado de México; y en el segundo caso trataron de deshacer sin éxito las coaliciones en Hidalgo, Oaxaca, Puebla y Sinaloa. Y de no haber habido este boicot, hoy Durango y Veracruz se sumarían a la lista de estados donde, después de ochenta años, el PRI es derrotado. Y el hecho de que no haya logrado ser bloqueada la alianza PAN-PRD en el Estado de México posiblemente añadirá este territorio a la lista, para gran disgusto y perjuicio de su gobernador priista y muy probable candidato a la presidencia en 2012.

Las elecciones de 2010 han abierto una rendija a través de la cual la sociedad puede atisbar, así sea borrosamente, la maquinaria política que mueve a las élites y los obstáculos que la paralizan. A las señales alentadoras que indican que, muy lentamente, se va erosionando lo que queda del antiguo régimen, se agregan signos inquietantes que muestran a una clase política timorata, poco capaz de enfrentar los retos con inteligencia y audacia. Los triunfos de la oposición al PRI han provocado algunos efectos civilizadores y democratizadores, pero la sombra de una serie desastrosa de situaciones nos hace temer que los frutos de alternancias y coaliciones se vuelvan amargos; recordemos la putrefacción de los gobiernos de Patricio Patrón Laviada en Yucatán, de Sergio Estrada Cajigal en Morelos, de Alfonso Sánchez Anaya en Tlaxcala, de Ricardo Monreal en Zacatecas y de Luis Armando Reynoso en Aguascalientes, para solo citar algunos de los casos más alarmantes. Todo ello nos hace sospechar que el priismo es hoy más una enfermedad contagiosa que una corriente político-ideológica. Es también un hábito, un conjunto de costumbres y mañas derivadas de un decadente nacionalismo revolucionario muy mancillado. Las alternancias y las coaliciones no son, para nada, inmunes a estos males. Estas son las sombras que se ciernen sobre los nuevos gobiernos de Oaxaca, Puebla y Sinaloa.

Las elecciones de 2010 marcan el inicio de una época difícil y peligrosa. La legitimidad que consiguió el presidente Felipe Calderón gracias a la guerra contra el narcotráfico se ha agotado. La sociedad mexicana no percibe que esta lucha se esté ganando: por el contrario, domina la imagen de un país sumido en una violencia demencial. Esta percepción es una terrible exageración, producto en gran medida del amarillismo de los medios masivos de difusión. El gobierno ha quedado atrapado: sería peligroso e insensato retroceder y detener la lucha contra el crimen organizado, pero no parece posible lograr un avance sustancial que cambie la opinión generalizada de que el país está viviendo una pesadilla. Por otro lado, no ha logrado arraigar y extenderse una nueva legitimidad civil y democrática, en parte debido a que la élite política ha sido incapaz de ponerse de acuerdo para realizar reformas importantes. Las elecciones parece que han clausurado y enterrado la posibilidad de aprobar una reforma de las instituciones políticas, y es improbable que se avance en cambios sustanciales en los sistemas tributario, laboral o educacional.

Después de las elecciones todavía es más evidente que el eje de las tensiones políticas es el tema de las alianzas. Desde antes hubo quienes creyeron firmemente que la única alternativa era una gran alianza del PAN con el PRI, que no consideraban como contra natura. Este camino implicaba el pacto con Peña Nieto, que ya he mencionado, para impedir en el Estado de México una coalición de izquierdas y derechas en 2011 a cambio del apoyo del PRI a la política hacendaria de Felipe Calderón. A partir de este acuerdo se podría proceder a una verdadera restauración: una reforma política eliminaría la sobrerrepresentación legislativa (de 8%) que auspicia la pluralidad, aprobada en 1996, e implantaría un candado de gobernabilidad para otorgarle mayoría absoluta de diputados al partido ganador que obtuviese una mayoría relativa de al menos 35% en las elecciones. A ello se debería añadir, desde luego, la eliminación de la propuesta de una segunda vuelta electoral, en la cual el PRI seguramente perdería, aun después de ganar la primera vuelta (por la afluencia del voto útil antripriista). Se trataría de un retorno a la situación anterior a 1997, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. Lo expresó muy claramente el gobernador Enrique Peña Nieto: “El Estado democrático necesita mayorías para ser eficaz” (El Universal, 16 de marzo 2010). Nada más falso, como lo señaló Jesús Silva-Herzog Márquez, al argüir que, por ejemplo, la extrema fragmentación del Congreso brasileño, que desde hace años ha mantenido al partido gobernante en situación minoritaria, no ha impedido que Cardoso y Lula hayan logrado aprobar importantes reformas (“El artilugio mayoritario”, Reforma, 29 de marzo 2010). Este ejemplo nos lleva, además, a meditar amargamente sobre el bajo nivel de la clase política, en la cual no vemos de momento a nadie que se parezca vagamente a un Cardoso o a un Lula. Acaso muchos percibieron a López Obrador como un gran estadista, pero la ilusión se esfumó muy pronto. En México tenemos operadores políticos, a veces muy buenos; pero no vemos a estadistas. Hay una operocracia habilidosa, pero no hay buenos políticos.

La alianza del PAN con el PRI fracasó y en consecuencia el secretario de gobernación, que la había impulsado, tuvo que renunciar cuando fue evidente que las coaliciones con el PRD dieron buenos resultados. Sin duda esto tendrá consecuencias inquietantes. Una parte de la clase empresarial, que ya se había hecho a la idea de un retorno del PRI, seguramente mostrará su desencanto y su alarma. Una primera señal premonitoria ya la dio Claudio X. González Guajardo, prominente hombre de negocios, presidente de Fundación Televisa e impulsor de obras de filantropía educativa. En un artículo denuncia la “obsesión” de Felipe Calderón por marginar al PRI del poder; lo acusa de haber dejado de gobernar para todos los mexicanos y de haber quedado reducido a ser un líder de partido (“De Presidente de México a presidente del PAN”, Reforma, 14 de julio 2010). Este empresario advierte que, ante esta situación, el PRI dejará de colaborar en la agenda de reformas y se inquieta por el destino de la administración pública durante los dos últimos años del gobierno panista. No nos dice que, en realidad, el PRI nunca estuvo de acuerdo en impulsar reformas que le diesen prestigio y popularidad al gobierno de Calderón; siempre le regateó con cicatería los apoyos y maniobró para erosionar su precaria legitimidad.

La clase política vivirá una situación complicada durante los años que faltan para las elecciones presidenciales, y la sociedad civil resentirá los efectos de las tensiones. Los diversos grupos empresariales ejercerán fuertes presiones e intentarán proteger sus intereses. El duopolio televisivo intensificará su tradicional manipulación política y apoyará o denunciará a políticos según el vaivén de sus conveniencias. Podemos temer que aumenten las provocaciones de los sectores más atrasados o marginales del PRI, que con sus patadas de ahogado contribuyan a desestabilizar al sistema político. No debemos descartar eventuales zarpazos de los narcotraficantes. Los partidos políticos serán sacudidos por la lucha interna de las facciones. Las elecciones del 2011 en el Estado de México, para elegir gobernador, serán un momento decisivo durante el cual se pondrá a prueba la correlación de fuerzas. Si el PAN y el PRD logran presentar una candidatura común, ello será una fuerte inyección de civilidad democrática en la sociedad. Está alianza será torpedeada intensamente por los grupos más rancios de todas las corrientes, que tratarán de intoxicar el ambiente político de mil maneras.

Es posible que los resultados de las elecciones de 2010 hayan alejado el peligro de una reducción súbita de la pluralidad política, aunque sea a costa de abrir un periodo de turbulencia. Ahora habría que aspirar a que de esta turbulencia surja algo nuevo en el panorama político. Habrá seguramente buenas y malas sorpresas. Yo espero que unas y otras sirvan para que la civilidad democrática se extienda y se consolide. ~

 

 

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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