Padecer de “nubes en los ojos” es casi fatal conforme se avanza en la edad. Las nubes pueden ser superficiales –uno de los diversos males que opacan la córnea– o internas: la enfermedad que se cierne sobre el cristalino, esa lente natural oculta detrás de “la niña de los ojos” –el agujerito central del iris, el diafragma que es la pupila. El cristalino es blando: se hace automáticamente más o menos convexo, según necesitemos enfocar más cerca o más lejos –lo tensan o distienden los músculos ciliares que lo rodean y lo fijan detrás del iris–, y deja así pasar, en foco perfecto, las imágenes finas a la superficie del fondo del ojo, a la retina, con sus células sensibles y reactivas a la luz y los colores, los “conos” y los “bastones”, gracias a los cuales tenemos visión central nítida y visión periférica semidifusa pero suficiente. Incluso tenemos, sin notarlo, una pequeña zona ciega en el campo visual, que marca el lugar donde llega al fondo del ojo el nervio óptico, el cual lleva a la corteza cerebral occipital las reacciones de las células retinianas –y allí, en la corteza occipital, todo eso se convierte en conciencia de la visión.
Tanta maravilla, ¿de quién puede ser obra? A ver, Hugo…
Al correr de los años, el cristalino se endurece: dejamos de poder enfocar de lejos y, sobre todo, de cerca, y nos servimos de anteojos para suplir su antigua función. Y también se opaca. Ya no vemos los colores en todo su esplendor. Ni las formas tampoco. Y como la cosa es gradual, ni cuenta nos damos. Pero si nos quitan quirúrgicamente (o, ahora, si nos desintegran, nos los “emulsifican” con altísimas ondas sonoras) esos cristalinos viejos, todo se arregla, máxime que hoy día nos colocan en su lugar pequeñas lentes intraoculares que sustituyen muy bien el quehacer que ellos realizaban cuando nuevos, y volvemos a ver de maravilla. Antes se perdía por completo la vista con la opacificación de los cristalinos, que se llama catarata. A través de las pupilas, los cristalinos se veían –se llegan a ver– grisáceos o hasta blancos: como nubes. Se perdía la vista física. Así le pasó, por ejemplo, a ese milagro que fue Juan Sebastián Bach. En las últimas semanas de su vida se quedó ciego, al parecer por cataratas. Un oculista inglés había tratado de abatirle los cristalinos, clavándole un punzón y punzándolos desde el borde inferior entre la córnea y la esclera –lo blanco del ojo–, y a través de la pupila, como se estilaba entonces, desde luego que sin anestesia. Fue inútil. No pudo desprenderlos. Pero, poco antes de morir, Bach recuperó la visión. Tal vez se golpeó accidentalmente la cabeza, y sus endurecidos cristalinos probablemente se partieron –se luxaron– y volvió a ver la luz. Él, hombre de fe, de hondísima fe cristiana, debe de haber atribuido el suceso a un favor de Dios. Es imposible negarlo… de plano.
(Hubo sacerdotes ciegos por cataratas, ya viejos, a los que, celebrando misa, al arrodillarse con cierta torpeza y fuerza después de consagrar, se les luxaron los cristalinos y vieron de nuevo la luz y las formas. Eso pasó en España y el Perú; lo creyeron un milagro: se atribuye a San Agustín la frase “No se mueve la hoja de un árbol sin la voluntad de Dios”. A esto último reaccionaron con energía los jesuitas, insistiendo siempre en el enorme papel del libre albedrío, la libertad individual de la persona humana, con la que cada quien decide la conducta que lo salva –la caridad– o lo condena –la falta de caridad, de compasión, la soberbia de no reconocer al otro como igual, no advertir lo interesante que es; aparte de que esa conducta, la que salva, aunque no salvara a nadie –dijo más de uno–, es buena y es justa.)
También se puede perder o conservar otros tipos de vista. Hay, entre ellos, una vista moral. Me acuerdo de ti, Hugo, hablando de eso con otro nombre. (Me acuerdo de ti hablando de muchas cosas muy dignas de ser oídas, y con frecuencia gratísimas.)
Cuando los nazis trataron de imponer en Dinamarca las leyes de exclusión contra los judíos, el gobierno danés, en un extremo de osadía, no lo permitió, y con ello defendió a su población judía y la salvó, en muy gran parte, de la Shoah, del exterminio. Incluso se dice que el rey Cristián x, cuando se trató de forzar a los judíos daneses a llevar el brazalete con la estrella de David amarilla y la leyenda “Jude”, se puso él mismo uno de esos brazaletes, y salió a pasear a caballo así marcado, ante el entusiasmo de la gente de Copenhague. Esta anécdota, que me contaba mi padre con honda emoción (él era oculista –u oftalmólogo, como se dice ahora por influencia del inglés–, y me contó también lo de las cataratas, y otras cosas importantes), esa anécdota tan bella, te digo, parece que no es segura, que quizás no ocurrió. Pero lo seguro es que los judíos daneses recibieron una gran protección, muy arriesgada, y lograron salvarse en un elevado número, mayoritario. Y también algunos judíos alemanes y de otras naciones que se refugiaron en Dinamarca.
Los que perseguían a esos hombres y mujeres y niños, para hacerlos sufrir brutalmente y matarlos, los que consideraban a esos seres humanos, hermanos nuestros, como gente que merecía esa persecución encarnizada, padecían la ceguera moral. No son los únicos que en la historia han hecho gala de esa monstruosidad, ni los últimos. Faltó quien les extrajera a tiempo los cristalinos del alma, endurecidos y opacos. Ante ellos, los Aliados, a costa del esfuerzo y la vida de cientos de miles y millones de luchadores –militares y civiles, la gran mayoría anónimos: sólo en la urss, treinta millones de muertos–, reaccionaron haciéndoles una guerra sin cuartel: en el frente, en la fábrica de guerra, en la producción de apoyo, con la mera ayuda animosa. Sin cuartel porque así la plantearon aquellos ciegos morales.
Entre las lecturas de que he sacado provecho o placer (otro provecho), no pocas proceden de consejos tuyos. Y algunas son, además, libros que tú me has dado, mi buen Hugo. Hay uno que, gracias a nuestro querido Víctor Godínez –él nos lo consiguió, y lo leyó emocionado–, lo compartí, porque me lo sugeriste, con mi padre: Perpetrators, victims, bystanders / The Jewish catastrophe (Nueva York, Aaron Books, 1992), ese apretadísimo resumen que el gran historiador Raul Hilberg hizo de su enorme obra sobre la Shoah –que ahora ya está en español (La destrucción de los judíos europeos, Madrid, Akal, 2005, 1,455 pp.), y espero pronto llegue a México.
La historia se escribe –se lee, estudia y enseña– porque es interesantísima, y porque no es lícito olvidar. ¿Es lícito perder la vista? Los hombres también somos, en un grado por demás importante, lo que hemos sido –individual y colectivamente. Todo el tiempo somos eso: al hablar, al pensar, hasta soñando lo somos. (Entre otras cosas, yo he sido, soy y seré tu cuate. Y de Guita.)~