Tsai Yüan, Coahuila

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Érase una ciudad nueva, emprendedora y algo polvosa. Érase la colonia de chinos más próspera y numerosa de México, que quedó reducida a poco más de la mitad en cinco horas. La causa: asesinato —popular, multitudinario, enloquecido, cruel— de casi la mitad de sus integrantes. El 15 de mayo de 1911, murieron en Torreón entre 249 y 303 colonos chinos a manos de guerrilleros maderistas que comandaba Benjamín Argumedo, y posiblemente gente de otros cabecillas. El resto de la colonia china de Torreón, unas cuatrocientas personas, abandonaron antes de un año la Perla de la Laguna y se dispersaron por el norte de México o se fueron a Estados Unidos. Las considerables propiedades de esa comunidad fueron saqueadas por completo durante la matanza.
     En 1911, Torreón era el tercer puerto ferroviario mexicano. Llevaba veinte años de fundada y había crecido vertiginosamente. Contenía uno de los primeros altos hornos del país, una gran fábrica de hule, varias de jabón, muebles, vidrio, loza, y en sus alrededores se cosechaba el mejor algodón de la República. Atraía inversiones locales, estadounidenses y europeas. Y también chinas. La Compañía Bancaria y de Tranvías Wah Yick las representaba. Colonos chinos de todo México depositaban en Torreón sus ahorros. Había un importante hotel, un casino, un gran almacén de ropa, una equipada lavandería, un restaurante considerable, y un extenso y productivo conjunto de hortalizas, amén de numerosos negocios medianos y pequeños. (A Torreón le decían Tsai Yüan, "Jardín de las Verduras".)
     El maderismo caló en la Laguna. El 13 y 14 de mayo de 1911, una serie de improvisados grupos guerrilleros —quizá tres mil voluntarios— combatieron contra los setecientos soldados del jefe militar porfirista de Torreón. Hubo muchas bajas entre los rebeldes. Las fuerzas del gobierno les dispararon desde el bordo del ferrocarril, las huertas de los chinos, y los techos y azoteas de algunos edificios, entre ellos el hotel, el banco y el casino chinos. Corrió la conseja de que los chinos, junto con los soldados federales, los habían resistido a balazos.
     La madrugada del 15 de mayo, la guarnición porfirista desalojó en secreto la plaza, al parecer por falta de parque. Entraron primero, a las cinco de la mañana, algunos de los hombres de Argumedo, y empezaron a saquear las cantinas y las cavas de los hoteles. Cundió entre ellos la embriaguez. Argumedo ordenó entonces castigar a los chinos que, se decía, habían disparado contra los revolucionarios. El fusil, la pistola, el machete y la irresponsabilidad alcohólica daban cuenta de aquellos colonos (gente pacífica, laboriosa, frugal), al tiempo que la gente pobre iba adueñándose de todo lo que encontraba en las viviendas y negocios de los chinos.
     A las diez de la mañana, Emilio Madero y otros jefes, con sus contingentes, entraron también. La exaltación criminal se detuvo. Se mandó recoger los cadáveres y llevarlos al panteón civil. El vicecónsul británico los vio amontonados en una larga zanja, algunos mutilados. Hubo también entierros en otros lugares. Se discurrió hacer un desfile para celebrar la victoria.
     La noticia se conoció tarde y distorsionada. La primera versión culpó a los propios chinos de Torreón, que supuestamente atacaron a los rebeldes para defender la dictadura: produjeron esa especie maderistas laguneros.
     El gobierno imperial chino, lejano y perplejo, pidió la ayuda extraoficial de Estados Unidos para reclamar un desagravio; un antiguo funcionario judicial de las Filipinas, a través de abogados estadounidenses establecidos en México, realizó una investigación. La jefatura de las armas maderistas en la Laguna investigó también. El presidente León de la Barra encomendó lo propio a un abogado de su confianza. Los maderistas comarcanos se descalificaron pronto con su parcialidad; la parte sinoestadounidense pretendía encomendar la solución del diferendo a un arbitraje internacional; la investigación y la gestión mexicanas, reconociendo la responsabilidad nacional, lograron una negociación sin interferencias externas. A fines de 1912, el presidente Madero comprometió —y el Senado ratificó— una indemnización de 3,100,000 pesos oro a favor del gobierno imperial chino, la cual debía entregarse el 15 de febrero de 1913. El día del pago, la capital ardía bajo la rebelión de la Ciudadela y la Decena Trágica. México no volvió a tener paz ni a organizarse en largos años. China tampoco. Los representantes de los sucesivos —y fugaces— gobiernos chinos se apersonaban ante los regímenes mexicanos para pedir la indemnización. Se les dieron largas, se les propuso que aceptaran bonos, se les insinuaron cuantiosas rebajas. En 1934 presentaron su última solicitud. La indemnización nunca se pagó.
     El viejo cementerio municipal de Torreón lleva muchos años cerrado. Ya no caben las tumbas allí. Debajo de alguna de las calles que lo bordean estarán esos huesos de Oriente, ese polvo. Torreón, que es siempre acogedora, es un poco polvosa siempre. ~

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