Las luchas del cine mexicano

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“¿Cuándo fue la última vez que Vicente Fox vio una película?” preguntó el actor Diego Luna, durante una conferencia de prensa. Nadie contestó, mucho menos el aludido. Una lástima, porque los ciudadanos tienen derecho a saber qué películas ven sus gobernantes, cuáles son sus libros favoritos, qué museo los ha impresionado más. No es lo mismo votar a un admirador del Molière de Ariane Mnouchkine que a un fanático de Steven Seagal. Un diputado podrá tener ideas propias sobre el futuro de la educación, pero pocos le creerán si dice que lo máximo es Eddie Murphy. No hay nada más revelador del carácter de una persona que sus intereses artísticos, y quién sabe si no es por eso por lo que los políticos jamás los manifiestan en público.
     En el caso de Vicente Fox, su gusto personal es un misterio. Lo que está más claro es el valor cultural e industrial que le concede al cine mexicano, tras las idas y vueltas oficiales alrededor de la propuesta de vender o cerrar el Imcine, los Estudios Churubusco y el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). Ya en junio pasado, Hacienda declaró que, cuando el Estado participa económicamente en una realización local, “sólo se realizan películas ineficaces”. Y en noviembre, la difusión del Proyecto de Presupuesto de Egresos 2004 determinó que buena parte del sector cerrara filas en apoyo a las tres instituciones amenazadas. La polémica sirvió para que el gobierno retirara la iniciativa de privatización o clausura, y pusiera los tristes números del cine local sobre la mesa del debate. En un mercado en el que quince millones de personas vieron al menos una película mexicana durante 2002, la producción cinematográfica cayó de veintiocho películas rodadas en 2000 a doce en 2002, y a catorce en 2003. Para mantenerse más de dos semanas en cartel, a una película mexicana se le exige convocar a un millón de espectadores en quince días. Si no cumple, desaparece, como Esclavo del rock and roll, con Alex Lora; y si cumple con creces, como Y tu mamá también, puede ocurrirle que recaude once millones de dólares en taquilla sin que su productor, Jorge Vergara, recupere la inversión de tres millones de la misma moneda. En 2003, las únicas películas mexicanas que vendieron un millón de boletos fueron Nicotina, Asesino en serio y La hija del caníbal. Y a pesar del dinero que movieron, ninguna de las tres obtuvo el monto suficiente como para financiar otra producción.
     Las contradicciones económicas del cine nacional no son las únicas que azotan las industrias culturales, pero son las que mejor apuntan contra las hipocresías de la economía liberal. Es paradójico que en una sociedad donde la política oficial tiende a proteger a los empresarios que arriesgan su dinero, un productor cinematográfico sólo obtenga $0.13 de cada peso recaudado en taquilla, menos aún de lo que se lleva el fisco ($0.15), casi la mitad de lo que va para el distribuidor ($0.21) y ni la tercera parte de la porción que le toca a las compañías exhibidoras ($0.51), varias de ellas de capital trasnacional. Este reparto poco equitativo, y la falta de estímulos estatales a la inversión, constituyen el centro de la crisis del sector, la herida de muerte a una industria que no despega a pesar de algunas películas exitosas y premiadas en el extranjero. “Si se tiene en cuenta la cantidad de películas que se hacen al año, el porcentaje de exitosas comercialmente o con aceptación en festivales internacionales es bastante alto”, matiza Carlos Carrera, director de El crimen del padre Amaro; “el problema es la no recuperación de las inversiones, y eso es una cuestión de mercado. Mientras no haya un cambio de las reglas de juego del mercado, favorable a los productores que arriesgan su dinero y levantan un proyecto, va a ser difícil que ese problema se solucione”.
     Esas reglas de juego son las que construyen una industria en la que los éxitos de taquilla pueden convertirse en relativos fracasos comerciales para sus productores. Amores Perros, quizás la película que consolidó el regreso del público mexicano al cine nacional, apenas si ganó ochocientos mil dólares aparte de los 2.2 millones invertidos. Para los protagonistas de la cultura, es obvio que el negocio artístico sólo puede desarrollarse si el Estado lo protege y se le exige una rentabilidad razonable. Pero en tiempos políticos y económicos en los que las actividades comerciales de alto riesgo y con bajas expectativas de recuperación se relegan sin que importe su dimensión social, la urgencia por la rentabilidad desmedida y a corto plazo ha llevado al gobierno a perder de vista el peso cultural y comercial del cine. “No hay ninguna razón para que el cine no sea rentable” apunta Nicolás Echevarría, el hombre detrás de la cámara en Cabeza de Vaca y Vivir Mata; “si en este momento el mercado no permite que un productor recupere el dinero de su inversión aun cuando su película lleva un millón de espectadores a las salas, entonces hay que reformular las reglas de juego. No estamos hablando de inversiones que están fuera de mercado o exageradas, a las que el mercado castiga por la falta de previsión. Para nada. Aquí el problema es que las reglas de juego no son equitativas, y además el gobierno carece de la imaginación necesaria para apoyar a los creadores con estímulos fiscales”.
     Los países que cineastas y productores ponen como ejemplos que se han de imitar suelen ser Argentina y Brasil, además de Estados Unidos. En Hollywood, un productor obtiene $0.65 por cada peso que el espectador deja en taquilla, y el esquema hacendario del país hace que esa industria sea de las que pagan menos impuestos. Argentina controla el 25 % de los ingresos del Comité de Radiodifusión (Comfer) y retiene un 10% del precio de las entradas a la sala y otro 10% del alquiler y venta de videos y dvd, con lo que crea un fondo permanente de apoyo al sector. Y Brasil mantiene un modelo similar, una estructura poderosa con la que consigue la realización de unas cincuenta películas por año. “Aquí estamos tan mal que nos olvidamos de que una industria no se basa en la recuperación, sino en las ganancias” concluye Hugo Rodríguez, creador de Nicotina; “nuestro cine está contraído, la situación industrial es débil, producir cuesta mucho y cuando se produce no se crea un público. Mientras no haya incentivos fiscales y apoyos indirectos, no se puede hablar de una industria como tal. Ahora nos preocupa mucho cómo hacer una película, pero no tenemos en cuenta que una industria no sólo es el momento de la producción. Nadie ha hecho nada para que, por ejemplo, a las televisoras les convenga económicamente dar películas nacionales. Nos hemos habituado a políticas oficiales del tipo ‘toma este dinero, haz tu peliculita y ya no molestes’. Pero eso no tiene nada que ver con poner en marcha la rueda de la industria”.
     Quizás lo más espeluznante de la crisis del cine mexicano es la manera en la que pone en evidencia la ceguera del poder político. Aunque la promoción de la cultura mexicana es un apartado constitucional, nada parece más ingenuo (e irrenunciable) que soñar con una clase gobernante a la que le importe el futuro de la educación, la investigación científica y las artes nacionales. Sin embargo, justo porque se les supone cierta formación economicista y mercantil, llama la atención que los técnicos del gobierno ni siquiera adviertan las ventajas estrictamente económicas que podría tener el apoyo y la protección de la industria del cine. Según estadísticas del Imcine, una película como Sexo, pudor y lágrimas, vista por 5.6 millones de personas y con doce millones de dólares de recaudación en taquilla, alcanzaría por sí sola para financiar el mantenimiento del Imcine y su presupuesto anual de siete millones de dólares. Además del valor social y cultural —que el poder sólo vería si le da votos—, es inexplicable que el oficialismo no tenga en cuenta que el cine es una fuente de trabajo monumental, una industria gigantesca que en este país alcanzó el sexto lugar entre 1945 y 1950. “La propuesta de venta del Imcine demuestra que el actual gobierno no sabe ni entiende lo que es cultura y, por lo tanto, tampoco la respeta. Todavía no quiere ver que en México la cultura es nuestro activo más interesante y el producto potencialmente más exportable. Yo creía que la cultura en México estaba secuestrada por la ignorancia, pero me equivoqué: es el país entero”, escribió Carlos Cuarón en un artículo publicado en Reforma. La ignorancia cultural es innegable en un presidente que ni sabe el nombre de Jorge Luis Borges, o en un secretario del Trabajo asustado por la lectura de Aura en las escuelas. La novedad está en que esa ignorancia también asoma en la estrechez de miras con la que se aborda el campo económico e industrial, áreas en las que la actual elite gobernante presume cierta formación y conocimiento.
     “El cortoplacismo con el que el Estado piensa la cultura es muy torpe, no sirve para hacer que el cine o cualquier industria cultural sea eficaz y rentable” apoya Echevarría. Para el productor Matthías Ehrenberg (Sexo, pudor y lágrimas), de Titán Producciones, “es increíble que no se pueda transformar la industria, cuando tenemos el cuarto público del mundo en cuanto a cantidad de espectadores”. Alfredo Joskowicz, director general de Imcine, se pronuncia por “otra repartición de los ingresos en la taquilla, porque así se ataca al que quiere producir”. Y Rodríguez destaca la “hipocresía de alegrarse y enorgullecerse porque a una película mexicana le dan un premio en el extranjero, cuando aquí no se hace nada para impulsar la industria. Enorgullecerse está muy bien, pero eso debe servir para hacer las cosas que aún no se hacen. De lo contrario es hipocresía o, en el mejor de los casos, desconocimiento”. A la ceguera cultural del poder, los directores, productores y funcionarios agregan la crítica a la estrechez de miras que le impide al gobierno tomar las medidas indispensables para reactivar una industria valiosa en términos económicos. Y la unión de ambos reclamos sugiere que hay un vínculo entre el desinterés por la importancia social del arte, y la apatía con la que la clase gobernante mira el negocio de la industria cultural. En los últimos tres años, el presupuesto destinado a la cultura es el 0.07% del pib, “mucho menos del 1% mínimo que recomienda la Unesco”, en palabras del diputado Inti Muñoz (PRD), de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Pero la escasez presupuestaria es sólo la fachada visible de una cuestión más profunda. Detrás de los números rojos, lo que se ve es una industria abandonada a la injusta regulación del mercado, como si la oferta y la demanda sirvieran por sí solas para explicar qué vale y qué no vale en materia cultural.
     Para entender por qué se llegó a la actual situación en la industria del cine, es interesante ver el estado de otras áreas culturales, como por ejemplo el mundo del libro. En este sector, el ritmo de producción industrial hace que los libros ya no tengan espacio en las librerías, y al mismo tiempo las editoriales se ven obligadas a mantener ese ritmo suicida para no perder su mínimo espacio en las mesas de novedades a manos de la competencia. Este círculo vicioso hace que un título nuevo sólo esté dos o tres meses en exhibición, y se retire y desaparezca si no vende una cantidad mínima de ejemplares. Como en la industria del cine, la presencia física de un producto (un libro, una película) lo determinan el mercado y las ventas, y el Estado no se inmiscuye para proteger un tipo particular de creación. Se trata de la misma política oficial para todo el segmento: la ley del más fuerte. En este modelo de cultura (y de país), el más fuerte es el que vende más y deja mejores ganancias. No importan ni la calidad, ni el aporte cultural que un proyecto específico genera para el resto de la sociedad. En la coyuntura industrial del libro, los caminos experimentales o minoritarios encuentran más dificultades que nunca, ya no para ser publicados, sino para resultar visibles. En la del cine, la experimentación resulta delirante si la condición que el mercado impone para que una película se mantenga en cartel es la de reunir un millón de espectadores en dos semanas. “Por más que le cueste entenderlo a los señores del gobierno, en el cine tiene que haber experimentación” dice Echevarría; “una industria se forma con nuevos directores, nuevos actores y nuevos técnicos. Limitar la posibilidad de la experimentación es algo que ni Hollywood hace. No todas las películas tienen por qué ser para el gran público. Y precisamente porque éste es un negocio de lo más incierto, se necesitan instituciones de apoyo como el Imcine”.
     Convertido en ley sagrada e incuestionable, el mercado funciona como una forma de censura en el mundo de las industrias culturales. El episodio de la venta o cierre del Imcine, Estudios Churubusco y el CCC significó la consagración de la censura del mercado, legitimada por primera vez en un presupuesto oficial. Dentro de la cultura, y sin el contrapeso del Estado, el peso del mercado es una fuerza de censura; y si el gobierno de turno no combate esa censura es porque no le molesta. Ésta parece la razón ideológica que conspira contra el crecimiento y despegue de las industrias culturales como potencias creadoras de significado. Lo que el Estado apoya, si tiene algún interés en hacerlo, es la coproducción de un proyecto en particular; de ninguna manera se plantea el desarrollo de una política de fomento general a una industria capaz de proponer nuevos significados y miradas ante auditorios de miles o millones de personas. En la misma semana en la que la comunidad cinematográfica se alzaba contra las iniciativas privatizadoras del Estado, Jorge Serrano Limón y su organización Cultura de la Vida anunciaban que se movilizarían contra el reestreno, programado en abril, de La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese. Una de las primeras lecciones del capitalismo fue que el dinero no tenía moral. Pero en los tiempos de la democratización de la palabra y la acción, el poder del dinero se vuelve ideológico y moral para hacer lo único que puede, es decir, conjurar las amenazas. “Es verdad que, como dice Cuarón, el país está secuestrado por la ignorancia, pero una ignorancia doble: primero, la de no ver el negocio que representa el cine, y luego la de querer convertir a México en una empresa al servicio de las grandes corporaciones trasnacionales”, dice Carrera.
     Le pregunté a Carlos Carrera, que sufrió varias acusaciones con El crimen del Padre Amaro, si veía una relación entre la falta de apoyo a las industrias culturales y la moral conservadora. “Absolutamente —respondió—. En ese momento, yo me aventuré a decir que la forma más eficaz de la censura consiste en retirar los apoyos a las expresiones culturales. De hecho, un diputado de la legislatura anterior llegó a decir que el Estado no debía coproducir estas ‘porquerías’ que hacíamos nosotros. No creo para nada que haya una campaña orquestada del gobierno contra ciertas manifestaciones artísticas, pero lo cierto es que varios miembros del gabinete están comprometidos con esa ideología”.
     — Diego Luna se preguntó públicamente si Fox va al cine alguna vez. ¿Le consta que alguien del gabinete haya visto El crimen del padre Amaro?
     — Claro, la vio Santiago Creel.
     — ¿Y qué dijo?
     — Nada.
     Que un político no diga nada es de lo más revelador. El poder siempre tiene palabras para todo. Y si algo hay que temer, es cuando se queda mudo. ~

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(Argentina, 1967) es cronista y DJ. Es autor de Extranjero siempre (Almadía) y del blog Guyazi (www.guyazi.blogspot.mx).


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