No es fácil hacer historia literaria como algo distinto de un fichero de autores y de obras. ¿De qué estamos hablando? ¿De la vida del lector que se anima, desdoblado en un texto? ¿De la revelación creadora de nuevos temas y nuevas formas de tematizar? ¿De la tertulia estimulante en un lugar de reunión, sin hora, ni lugar, en las páginas de una revista?¿De la animación que atrae a los participantes de esa vida virtual, porque sienten que, ahí, vivir se vuelve más?
No es fácil historiar la conmoción social (entre una minoría, se entiende) que puede producir un solo poema, un solo cuento, un solo ensayo, una frase al paso, un título, un adjetivo. Recuerdo la conmoción que me produjo leer un poema (“El cántaro roto”) en la Revista Mexicana de Literatura. Recuerdo que esa revista y los suplementos literarios que llegaban a Monterrey me daban el deseo de verdadera vida literaria, y que dejé Monterrey para descubrir que el desierto está en todas partes y la verdadera vida siempre está más allá: en los textos, en las tertulias virtuales y, por supuesto, en las tertulias de verdad que milagrosamente llegan a producirse, como números maravillosos de una revista oral, efímera.
Una falla lamentable de la historia de la cultura es que no se ocupa de la obra de los editores, sin los cuales seguiríamos (socráticamente) dependiendo del milagro de la animación oral. Pero ¿cómo historiar eso, que no se sabe bien qué es? ¿Se puede hablar de obra, en el caso del editor (una obra distinta de las obras que publica)? ¿Hay una creatividad editorial, propiamente dicha? Por supuesto que sí. Es una creatividad que estimula la creatividad de los demás, una especie de animación socrática, que sube de nivel la conversación, que sabe a quién darle la palabra, que reconoce lo que está pidiendo nacer: los temas y tratamientos inéditos, las visiones, cuestiones, recuerdos, fantasías, cuya libertad nos contagia, nos aviva, nos saca de la inercia.
La creatividad editorial puede tomar la forma de una intervención oral, como las conjeturas y refutaciones de Sócrates; o escrita, como la obra de Platón, el editor de esas intervenciones, que las convierte en objetos perdurables, capaces de extender y continuar la conversación, aunque los participantes hayan muerto. Puede ser una transformación crítica, como la reedición de las ideas que produce Aristóteles. O filológica, como la de traductores y editores renacentistas o contemporáneos. O nuevamente socrática, como en las tertulias, seminarios, clubes de lectura, de los que se reúnen para hablar de los Diálogos. O empresarial, como la de editores y libreros que producen y distribuyen nuevas ediciones.
Sócrates no quiso dejar obra escrita. Su verdadera obra fue mayéutica, editorial: animar, ayudar, encauzar la aparición del diálogo creador, dado a luz por los participantes. La metáfora del parto es del propio Socrátes, que tuvo la ocurrencia de compararse con su madre (partera, maieutikós), para decir que el niño no era suyo, que él se limitaba a encauzar lo que estaba pidiendo nacer. Siglos después, la metáfora reaparece en latín: edere (de e, hacia fuera, y dare, dar) quiso decir (entre otros significados) dar a luz, con ayuda de una partera o de un editor; editio significaba parto y publicación. El diccionario latino de Agustín Blánquez Fraile cita una frase de Ovidio: editus hic ego sum, que es simplemente “aquí nací”, pero puede leerse como “édito soy de aquí” o “aquí mi madre y la partera me editaron”.
Según el mismo diccionario, editor (en latín) se usó también para el autor y hasta para el productor de espectáculos o el fundador de algo: para todo el que da algo a luz. Esta latitud se entiende por la naturaleza misma del proceso creador. Hay algo editorial en la producción de todos nuestros actos, en cuanto son (o deberían ser) creadores. Desde luego, al hablar (que es proferir, preferir, cuidar, corregir); ya no se diga al escribir. El autor se desdobla en editor, corrector y crítico; en declamador, escriba o tipógrafo; en empresario promotor de la circulación de sus textos; aunque puede ser acompañado, ayudado y hasta sustituido en algunas de estas intervenciones.
La intervención editorial empieza por las prácticas (poco estudiadas) del autor que sabe reconocer la inspiración: leer en lo que no está escrito lo que está pidiendo nacer, lo que tiene algo que decir, de veras inédito. Hay ejemplos ilustres (Valéry, Wittgenstein) de escritores disciplinados, dueños de su oficio, inmensamente dotados, que se dejan llevar por una especie de esterilidad activa y siguen escribiendo páginas que no añaden nada. Hay el extremo opuesto, el de tener algo que decir y dejarlo en el limbo, por incompetencia, incultura, conformismo, comodidad. No es raro vislumbrar en algunos textos lo que estaba pidiendo nacer y se quedó en posibilidad. Muchas posibilidades ni siquiera llegan a eso, se quedan en la página en blanco: la página de menos, espejo de la página de más.
Si todos los actos pueden ser creadores, en todo lugar y momento pudiera haber esa plusvalía creadora que sube de nivel la vida. Pero no es así. De igual manera que la creatividad es contagiosa y llega a poner en resonancia muchas capacidades, el conformismo es contagioso y puede sofocar la creatividad. Así, en diversos lugares y momentos, surgen y luego desaparecen los llamados siglos de oro: focos de creatividad contagiosa y sostenida (en una o más disciplinas, en dos o más generaciones) que se van apagando en un nuevo conformismo.
Vistos en retrospectiva, parece que algo estaba pidiendo nacer, que las circunstancias eran favorables, que una chispa accidental desencadenó la creatividad, que el milagro era históricamente necesario, en la Atenas de Pericles o el Renacimiento italiano. Pero los focos de creatividad nunca son desenlaces automáticos, menos aún consecuencia del conformismo previo. Ahora mismo, en muchos medios, parece difícil esperar un renacimiento creador; y hasta es posible que, a los primeros síntomas, fuera combatido, como algo extraño en una situación estable.
Los milagros parecen depender de la creatividad de muy pocas personas, que se exigen más y se toman en cuenta unas a otras (no siempre amistosamente); y que, cooperando o compitiendo, suben de nivel la producción hasta entonces conformista. Y, entre esas pocas personas, tienen un papel central los editores, en el amplio sentido latino de la palabra. Muchas obras importantes nunca hubieran sido creadas sin la presencia activa de un editor que organiza la conversación y crea el ambiente estimulante para leer y escribir, ver y pintar, escuchar y componer música, discutir, criticar, investigar. La animación creadora es invisible en las mediciones del pib, pero sube de nivel la vida y tiene un efecto multiplicador hasta en la productividad material. El editor no crea la creatividad (latente o viva en toda persona), ni la obra del creador: crea la resonancia entre capacidades diversas, empezando por la capacidad de leer creadoramente, que es la suya, y la que pone en marcha la conversación.
Retrospectivamente, la aparición de la revista Plural en octubre de 1971 puede parecer necesaria, como un salto de madurez, en la tradición mexicana de excelencia y pluralidad que empieza con El Renacimiento (1868), en la tradición cosmopolita de la literatura en español que se remonta al modernismo y, antes, el italianismo. Puede parecer necesaria en la vida de Octavio Paz, hijo y nieto de editores, participante desde su juventud en aventuras editoriales, testigo comprometido del 68 en París y en México, hasta el punto de tomar una decisión (la renuncia a la embajada de México en la India), que cambia el rumbo de su vida, a los 54 años. Necesaria ante un sistema político anquilosado y sin alternativa viable a corto plazo, fuera de convocar a la reflexión pública. Necesaria ante un sistema teórico anquilosado en una vulgata que servía para todo, especialmente para presentar a las dictaduras comunistas como el futuro radiante de la humanidad.
Pero, visto desde aquellos años, el surgimiento del pluralismo parecía dudoso, y para muchos indeseable. Había buenos augurios. En 1966, el mundo intelectual se enfrentó al gobierno mexicano, por el despido arbitrario de Arnaldo Orfila Reynal (director del Fondo de Cultura Económica), con un desplante inédito: suscribir acciones para la creación de una editorial independiente (Siglo XXI). En 1968, Julio Scherer García llegó a la dirección del periódico Excélsior y renovó una tradición liberal: llamar a escritores reconocidos al debate diario. Ese mismo año, la actitud cerrada y arbitraria del poder provoca una protesta estudiantil y la exigencia de diálogo público. Pero la democracia era mal vista en la izquierda y en la derecha. Algo situado en el espectro que va de los liberales a los libertarios parecía querer nacer, pero daba tumbos entre la democracia del presidente Allende, el eurocomunismo, la guerrilla universitaria inspirada en el Che, los movimientos cívicos y religiosos, la apertura a sinistra del Concilio y los democratacristianos. Aunque la inquietud se daba especialmente en el mundo intelectual (no campesino, no sindical), era arrastrada por simplezas y convencionalismos muy poco dignos del espíritu crítico. Cuando en agosto de 1968, a raíz del conflicto estudiantil y la invitación de Scherer, Daniel Cosío Villegas entra a Excélsior, critica los malos argumentos, tanto de los estudiantes como del gobierno, y llama al debate razonado (“No hay sino un remedio: hacer pública de verdad la vida pública del país”), es visto con desprecio por ambas partes, como un iluso liberal del siglo xix.
El conformismo periférico (el no pensar en español y en nuestras circunstancias, creando las categorías necesarias para el caso, en vez de seguir las ideas de moda en París, Berkeley o La Habana) no sólo era ideológico. Se daba hasta en detalles como la piratería de textos de publicaciones extranjeras. Se leía un texto interesante en alguna revista y se traducía sin más, apresurándose, para adelantarse a otros que lo pudieran ver, y sin pensar jamás en dirigirse al autor o la revista. En el fondo, era asumirse como inexistentes frente a los creadores extranjeros, como incapaces de interlocución desde el propio centro creador. Recuerdo algunos extrañamientos sobre colaboraciones extranjeras, que no entendí hasta darme cuenta de que para muchos era inconcebible que Claude Lévi-Strauss o John Keneth Galbraith fueran colaboradores de Plural (en vez de remotas eminencias pirateables); era inconcebible que Galbraith, por ejemplo, mandara un artículo con un recado a mano que decía (más o menos): Octavio, no exageres. Págame un poco más.
También recuerdo extrañamientos por un artículo rechazado: las quejas de que se le exigía como si fuera de Lévi-Strauss, no de un profesor mexicano. Pero de eso se trataba, precisamente. De asumirse en el centro, no en la periferia; de exigirse como el que más. Lo más revelador de todo, para quien supiera verlo, era que los textos mexicanos publicados sí estaban en ese nivel. Un nivel alcanzado repetidamente desde hacía siglos, pero abandonado repetidamente por el conformismo. Plural, como la Revista de Occidente, como Sur, no era una revista de divulgación cosmopolita para informar a las colonias de lo que están haciendo las metrópolis, era un centro vivo de animación creadora, estimulado por “el cruzamiento”, recomendado por Manuel Gutiérrez Najera y los poetas modernistas que tuvieron confianza en su propia capacidad.
Plural respondía (desde el nombre certero) a lo que estaba pidiendo nacer. Pero no estaba escrito que naciera. Pudo haberse quedado en el deseo, como la revista internacional que Orfila pensó hacer en Siglo XXI; o pudo haber descarrilado, como Libre, el proyecto parisino de Paz y varios novelistas del boom; o pudo haber sido menos de lo que fue. Gracias a Julio Scherer, que decidió patrocinarla (aunque la tuvo que defender, año tras año, ante sus socios cooperativistas, que no entendían el gasto innecesario para Excélsior) y a Octavio Paz, que sentía la importancia histórica de ayudar a nacer lo mejor (aunque pudo haber hecho lo que tantos escritores famosos: no ganarse enemistades, rechazando o corrigiendo colaboraciones de otros escritores), Plural subió el nivel de la conversación creadora, fue un centro de la cultura viva en su momento. –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.