Los muchachos no lloran

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La identidad del placer

El tema esencial de Los muchachos no lloran es el cortejo con el peligro como una estimulante evasión de la realidad (y, en este caso, de la identidad de género), pero dentro de un ambiente de gente aburrida y vencida que vive en un lugar profundamente provinciano dentro del de por sí poco cosmopolita estado de Nebraska, en el centro de Estados Unidos.
     Falls City (como sabemos gracias al documental The Brandon Teena Story, que trata el mismo tema) era en 1993 un pueblo de unas cinco mil personas, económicamente deprimido y mayoritariamente dependiente de una sola fábrica, al cual Teena Brandon
     (que vestida de hombre se hace llamar Brandon Teena), de 21 años, huye desde la pequeña ciudad de Lincoln, donde sus seducciones a jóvenes mujeres con ella simulando ser un hombre la han llevado muy cerca del castigo violento (de parte de los familiares de las seducidas) y donde también ha tenido problemas con la ley por delitos menores. En Falls City ella ha llegado —en cuanto a conciencia del mundo exterior y tolerancia a la diferencia— al corazón de las tinieblas ("¡Ahí cuelgan a los putos!", le dice su primo homosexual, preocupado por su seguridad, cuando ella lo visita brevemente en su casa móvil de Lincoln). Pero en la misma Falls City, Teena (con la actuación —psicológicamente penetrante y por la cual ganó un Óscar— de Hilary Swank) se siente libre para ser Brandon, usar ropa de hombre (con relleno en la entrepierna), perseguir a las mujeres locales y emular el comportamiento macho más banal dentro de un grupo de jóvenes —blancos pobres que viven vidas raídas y sin alternativa, en un pueblo donde hay poco que puedan hacer tras las horas laborales además de jugar peligrosamente con sus coches o verse bajo los puentes para espantar murciélagos.
     Dominando estas actividades sin objeto están John (Peter Saarsgard) y su compinche Tom, ex convictos relativamente afables pero peligrosamente inestables. Y está Lana (Chloe Sevigny), una rubia que trabaja en la fábrica y que se convertirá en el último amor de Brandon.  En Los muchachos no lloran, la joven y debutante directora Kimberley Pierce ha producido lo que es esencialmente una película de actores, con una precisa conciencia de clase y de los detalles regionales, en donde la cuidadosa acumulación de carácter psicológico está visual y temáticamente puntuada por referencias al recurrente tema norteamericano del "camino". Mintiéndole a Lana, Brandon fanfarronea sobre sus viajes a través del país a ciudades como Nueva Orleans. Pero en realidad ella nunca ha pasado por ningún lugar fuera de Lincoln y Falls City y los planos kilómetros de Nebraska que los separan (en una ciudad grande y tolerante como Nueva Orleans o San Francisco, Brandon —que se piensa hombre y cuyo objetivo final es una operación de cambio de sexo— pudo haber encontrado fácilmente aceptación y comunidad en lugar del trágico final que encontraría en Falls City). "El camino", dentro de la mitología norteamericana —y todo el género de road movies—,  representa la posibilidad de nuevos horizontes, de esperanza eterna. Y las falsas historias de aventuras de Brandon encajan en esa parte del sueño. Pero hay también otra cara del mito del camino: "el camino" como una especie de continuidad vacía, solitaria, que no va a ningún lado y sólo regresa circularmente hacia sí misma. Ambas caras se unen al final de la película cuando Lana, después de haber atestiguado el asesinato de Brandon y haberla llorado, es vista manejando velozmente en una carretera vacía con una sonrisa en el rostro, perdida en un momento de velocidad sin meta, tal vez recordando sus momentos de amor con Brandon (su último encuentro sexual había sido honestamente mujer-mujer). Es posible que esté abandonando Falls City, pero lo más probable es que no. Y las tomas del camino que salpican a la película, en su gran mayoría de un pedazo desierto de carretera, siempre distintas pero siempre las mismas, forman un comentario básico, irónico, del sueño de escape de Brandon Teena, porque en realidad no sabe a dónde ir. Excepto a regiones que puede controlar dentro de ella misma: para acrecentar su propia impostura y consecuentes victorias eróticas.
     Hilary Swank le otorga a Teena Brandon-Brandon Teena una viva sonrisa que atraviesa los rasgos delicados de su rostro cada vez que está arrasada por la emoción de salirse con la suya en su identidad construida. De otra forma siempre está controlando sus reacciones —incluso cuando arroja su delgado cuerpo a una pelea contra un hombre grande o cuando sigue jubilosamente la orden caprichosa de John de tratar de superar en velocidad a una patrulla— para encajar como "uno de los chicos". John y Tom están igualmente atados a sus papeles. Incluso después de que ha sido revelada la identidad sexual de Brandon —a través de una noticia en un periódico sobre su juicio en Lincoln—, incluso después de que han reaccionado golpeándola y violándola, siguen dirigiéndose a ella con términos locales y convencionales de la amistad entre hombres, como si la permanencia del papel fuera la única manera (junto con el castigo contra el descarriado) de mantener el caos a raya.
     Una semana después la asesinarán, en un insensato intento por "cancelar" los cargos de violación, porque la policía local no hace rápidamente los arrestos necesarios, después de una dura escena de brutalidad verbal en la que dos policías hombres interrogan a Brandon con desprecio total y la obligan a decir la palabra "vagina" como parte de la descripción detallada de la violación.  Este es el momento más frío en el descenso trágico de Teena-Brandon. Los más brillantes —sus sonrientes momentos de exaltación— se dirigen a todo aquel que se haya atrevido a tomar riesgos locos en la búsqueda del placer o de un firme sentido del ser.— Traducción de Santiago Bucheli

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