Los zapatistas y la política

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A Juan Pedro Viqueira
      
     A fines de 1993 una organización llamada Ejército Zapatista de Liberación Nacional ultimaba los preparativos para tomar por las armas el poder en México. En apariencia era una acción absurda. En parte porque se trataba de un pequeño ejército que operaba en un rincón del estado de Chiapas, mal armado y compuesto por campesinos
indígenas. Pero también desde un punto de vista político, porque en ese momento el EZLN se definía en los términos convencionales de una organización revolucionaria de izquierda. En la atmósfera de descrédito que vivían las tentativas revolucionarias, y después de los acuerdos de paz en Centroamérica entre gobiernos y guerrillas, su lenguaje y su programa político parecían fuera de lugar. Y sin embargo, tras del levantamiento armado de enero de 1994, el Ejército Zapatista lograba modificar poco a poco su perfil y se presentaba a la opinión pública como un movimiento de carácter étnico, defensor de la cultura indígena. Había pasado de defender la Revolución a defender la "política de la identidad". La nueva forma de presentación pública no sólo supuso su salvación, sino que le proporcionó una repercusión extraordinaria.
      
     Primeros cambios
     Los documentos internos y la propaganda del EZLN inmediatamente anterior a 1994 no dejan lugar a dudas acerca del carácter ortodoxamente marxista de la organización. Su objetivo declarado consistía en "organizar, dirigir y ponerse a la cabeza de la lucha revolucionaria del pueblo trabajador para arrancar el poder a la burguesía, liberar nuestra patria de la dominación extranjera e instaurar la dictadura del proletariado". Pero esta forma de presentación del EZLN iba a sufrir un vuelco con el inicio de la guerra. La noche del 31 de diciembre al 1 de enero de 1994, unos tres mil guerrilleros salían de sus campamentos de la región de Las Cañadas y tomaban militarmente varios pueblos y ciudades del centro de Chiapas. Ese mismo día los zapatistas hacían pública la Declaración de la Selva Lacandona. Dirigido al pueblo de México, el tono de este documento es considerablemente distinto del de los boletines internos y de la propaganda con la que el EZLN se había definido hasta entonces. Con este texto comienza lo que podría llamarse la fase "popular nacionalista" de la puesta en escena de los zapatistas. Un fragmento dice:
      
     Pero nosotros hoy decimos ¡basta!, somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de setenta años encabezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vendepatrias. Son los mismos que se opusieron a Hidalgo y a Morelos, los que traicionaron a Vicente Guerrero, son los mismos que vendieron más de la mitad de nuestro suelo al extranjero invasor, son los mismos que formaron la dictadura de los científicos porfiristas, son los mismos que se opusieron a la Expropiación Petrolera, son los mismos que masacraron a los trabajadores ferrocarrileros en 1958 y a los estudiantes en 1968, son los mismos que hoy nos quitan todo, absolutamente todo.
      
     En la Declaración ha desaparecido el lenguaje revolucionario de izquierda, reemplazado por la retórica nacionalista de la Revolución mexicana, un lenguaje mucho más convencional y con el que los mexicanos se hallan bien familiarizados. La clave de su argumento reside en la presentación de Ejército Zapatista como un movimiento de carácter nacional y épico en lucha con los extranjeros o, más exactamente, contra un gobierno mexicano vendido a los extranjeros, es decir, ilegítimo. Un recurso de esta clase es desde luego casi universal, pero quizá hay algo característicamente mexicano en la estrecha asociación del EZLN con los héroes nacionales —en su lucha contra la traición y la legitimidad usurpada— que explica el fantástico eco que tuvo la Declaración. Ésta concluía con la demanda de "trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz".
     El lenguaje marxista-leninista había quedado estratégicamente apartado, pero tampoco había hecho todavía su aparición el lenguaje indianista. Pese a que la base del Ejército Zapatista estaba formada por indígenas de Chiapas, el lenguaje que utilizaban sus dirigentes se encontraba todavía lejos del discurso identitario. Los "indios" o "indígenas" todavía no existían en tanto que categoría discrecional, probablemente subsumidos en la categoría de "campesinos", una práctica común entre los revolucionarios de izquierda, para quienes hasta ese momento "indio" era una categoría "culturalista", más propia de antropólogos ofuscados que de un análisis objetivo de la realidad. Es más, entre las numerosas leyes revolucionarias que se aplicarían en las zonas liberadas por el EZLN —Ley de Impuestos de Guerra, Ley de Derechos y Obligaciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Ley Agraria Revolucionaria, Ley Revolucionaria de Mujeres, etcétera— no figuraba ninguna Ley de Derechos Indígenas.
     Volvamos por un momento a los acontecimientos de principios de enero de 1994. Una vez ocupadas las poblaciones del centro de Chiapas, los zapatistas debían seguir avanzando hasta llegar a la Ciudad de México. Quizá esperaban que su acción fuera la mecha que hiciera estallar la pólvora en todo el país. Pero no sucedió así. La reacción del ejército mexicano fue inmediata y contundente, y pocos días después los zapatistas se replegaban a la zona de Las Cañadas de la que habían partido. En aquel momento podían haber sido aniquilados. Por suerte, un buen número de periodistas y observadores mexicanos e internacionales descendía como por arte de magia sobre Chiapas. La presión de la opinión pública nacional e internacional, junto quizá con la tradición negociadora del régimen, obligaba al gobierno mexicano a adoptar una salida no militar. El 12 de enero el presidente de México, Carlos Salinas de Gortari, declaraba el cese el fuego y anunciaba una ley de amnistía y el inicio de las negociaciones.
     La prensa y los indios
     El hecho es que el EZLN no tenía nada concreto que negociar. Durante años se había estado preparando para tomar el poder y las negociaciones políticas no tenían cabida en sus planes. En estas circunstancias, la prensa comenzó a representar un papel clave. Desde luego todos los medios de comunicación mexicanos e internacionales se volcaron sobre los sucesos de Chiapas, pero hubo un diario en particular, La Jornada, que no sólo se ocupó de transmitir las noticias, sino que intervino a su vez decisivamente en la rápida reconstrucción de la imagen pública del EZLN. La Jornada fue el periódico que mayor cobertura dio  a Chiapas, y sobre todo, debido a la abierta simpatía que mostró por los zapatistas y la admiración por su dirigente, fue el medio principal del que se valió el Subcomandante Marcos para difundir sus comunicados y propaganda.
     Desde los primeros días del conflicto La Jornada se refirió a los integrantes del EZLN como "indios" o "campesinos indígenas". En un principio estos términos se empleaban de una manera débilmente connotada: los indios eran campesinos pobres y analfabetos, caracterizados por su situación de "rezago". Por otro lado, los artículos de opinión de los primeros meses calificaban el movimiento de agrarista, como resultado del acaparamiento de la tierra por parte de finqueros y ganaderos y de la ausencia de una reforma agraria. En muchos sentidos eran todavía los "indios" que, de manera espontánea, los lectores podían asociar con el ejército de Emiliano Zapata, esto es, campesinos de lengua náhuatl, pero, salvo por este detalle, no muy diferentes de cualquier otro campesino pobre mexicano. De hecho, la identificación de los sublevados con la figura de Zapata pareció gozar de cierta suerte en los dos o tres primeros meses de 1994 (después de todo, los alzados se denominaban a sí mismos zapatistas). Incluso el Subcomandante Marcos se inventó entonces una deidad indígena, Votán-Zapata, supuesta fusión de un dios maya con la figura del héroe. Pero, curiosamente, la identificación con Zapata no tuvo al final demasiadafortuna entre la opinión publica (¿por qué?) y acabó por diluirse, abandonada tanto por la prensa como por los zapatistas.
     En cambio, la identificación con lo "indígena" iba a conocer un éxito extraordinario. El propio significado de "indígena" fue modificándose con el paso de los meses. Su uso perdió poco a poco el carácter negativo de población definida por sus carencias, para adquirir nuevos matices positivos, fundamentalmente de carácter identitario. En lugar de ser simplemente indios, ahora pasaron a ser "etnias" o "grupos étnicos" (y más adelante "pueblos indígenas"), grupos con una cultura propia y distintiva. No sólo eran distintos del resto de los mexicanos, sino también más auténticos y moralmente superiores.
     En este cambio gradual de percepción también participaron de manera decisiva los artículos de opinión aparecidos en la prensa. A lo largo de 1994 y todavía en 1995, numerosos intelectuales mexicanos se sintieron obligados a escribir un artículo en La Jornada explicando y explicándose las causas de la rebelión en Chiapas. (Pero no sólo los intelectuales mexicanos: el conflicto en Chiapas estaba sirviendo, especialmente en los países del sur de Europa, para revalorizar el papel del intelectual, que ahora reencontraba lo que parecía una causa moralmente bien definida y sin las ambivalencias que ensombrecían las posturas sobre otros conflictos como los de Irak o las guerras yugoslavas.) Exceptuando los primeros meses, donde la marginación económica y la cuestión agraria fueron las explicaciones comunes, el tema de los artículos se centraba en el valor de las culturas indígenas y su relevancia para la identidad mexicana. Las opiniones tendían a enfatizar los estereotipos convencionales acerca de los indígenas —su sabiduría, la relación con la naturaleza, el respeto por los demás, la democracia directa, etcétera— pero, más aún, los indígenas mostraban, como en un espejo, "el verdadero rostro de México": un rostro que la modernidad o sus intentos ocultaban.
     Lo extraño es que los artículos de opinión se ocupaban de los indígenas, pero no del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Aunque la caracterización general y abstracta de los primeros no explicaba la acción armada del segundo, desde el punto de vista práctico parecían ser una misma cosa. En pocos meses se había logrado una identificación completa entre el EZLN y los indígenas de Chiapas (pese a que representaba a una minoría de ellos), identificación que más adelante comprendería a todos los indígenas mexicanos. La formidable densidad y heterogeneidad de grupos y organizaciones indígenas de carácter político o religioso en que se dividían los indígenas de Chiapas —organizaciones sindicales y agrarias, católicos de distintas orientaciones, evangélicos de numerosas iglesias y sectas, partidos de carácter nacional, asociaciones civiles, movimientos indianistas y otras muchas— quedaba de un golpe apartada del escenario. Entretanto, fundido con los indígenas, el EZLN se deshizo de su historia como organización armada y se instaló en la leyenda. La imagen, de acuerdo con la cual los zapatistas habían surgido súbitamente de la nada, se volvió una metáfora obsesiva: "La rebelión que vino de la noche", "los que emergieron de la profundidad de la selva". Tan magnéticas resultaban la ausencia de historia de los zapatistas y la identidad vacía del Subcomandante Marcos que el grosero intento del gobierno, en febrero de 1995, de restarle popularidad revelando su verdadera identidad (Rafael Guillén, de Tampico, licenciado en filosofía por la UNAM y profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana, etcétera), tuvo el efecto justamente contrario.
     ¿Cómo explicar el papel tan destacado de los medios de comunicación, y en particular de la prensa, en la recreación del movimiento zapatista? En parte la respuesta guarda relación con la debilidad en México de una esfera pública en la que los actores políticos puedan discutir abiertamente. Como ha observado Claudio Lomnitz, en circunstancias en las que amplios sectores de la población carecen de voz pública, son los intelectuales y la prensa los encargados de interpretar, escudriñar, "los sentimientos de la nación". Esto ha sido particularmente cierto en el caso del conflicto de Chiapas, donde las comunidades, los movimientos y las organizaciones indígenas no han tenido prácticamente forma de acceder a la opinión pública local ni nacional. A diferencia de lo que ocurre en otros países del continente, en México en general y en Chiapas en particular ni siquiera existe un grupo consistente de intelectuales indígenas, la clase de figura pública que sea capaz —mejor o peor, con mayor fidelidad o licencia— de representar a los sectores indígenas. En consecuencia, este vacío fue ocupado por los medios de comunicación y por algunos intelectuales mexicanos, quienes se encargaron de formular las necesidades y opiniones de los indígenas. Seguramente este es uno de los aspectos más asombrosos del conflicto en Chiapas: pese a los años transcurridos y los miles de artículos y libros dedicados a analizar el fenómeno, las voces indígenas prácticamente no se han escuchado. La fantasía en la representación de los "sentimientos" indígenas, su invención por parte de la opinión de los intelectuales, sólo puede explicarse por el grado tan amplio de libertad de que gozaban para hacerlo.
      
     El efecto de ventriloquia
     En suma, fue la cuestión de la identidad, la "identidad indígena", lo que acabó finalmente por imponerse a la opinión pública como el revelador privilegiado de los sucesos de Chiapas. En retrospectiva, ello era quizá previsible, si tenemos en cuenta la influencia (procedente de los Estados Unidos) de las premisas multiculturalistas como principio de participación política, en sustitución de los criterios clásicos de desarrollo y redistribución.
     No obstante, algunos aspectos del proceso son más circunstanciales, como el propio papel del jefe zapatista. En una situación militarmente precaria, por decir lo mínimo, la posibilidad de supervivencia del EZLN se basaba, como es obvio, en sostener el eco y la simpatía que había despertado en la opinión pública en los primeros momentos. Y el Subcomandante Marcos aprovechó esta situación. Si la prensa marcaba la pauta de lo que interesaba escuchar fuera de Chiapas, señalando las propuestas, imágenes y lenguajes que tenían repercusión y los que no, con genial intuición el jefe zapatista seguía y alimentaba generosamente esa demanda. Se produjo así una relación de expectativas recíprocas y de mutua dependencia entre Marcos y la "opinión informada". En este juego dialéctico, Marcos diseñaba su oferta en función de la demanda, y ésta se reorientaba en función de las necesidades del EZLN.

En el curso de los meses siguientes el lenguaje del Subcomandante Marcos sufrió una sorprendente transformación. Marcos, que por lo que parece no conoce ninguna lengua indígena, empezó a hablar como los indios. O más precisamente, empezó a hablar como la población urbana se figura que hablan los indios: una extraña mezcla de expresiones del castellano arcaico de Chiapas, sintaxis de los indios de las películas del Oeste y motivos del género pastoril romántico europeo. Tomemos como ejemplo un fragmento de la Segunda declaración de la Selva Lacandona —un texto que, dado su carácter formal, no es particularmente "indio"—, publicada el 12 de junio de 1994:
      
     Así habló su palabra del corazón de nuestros muertos de siempre. Vimos nosotros que es buena su palabra de nuestros muertos, vimos que hay verdad y dignidad en su consejo. Por eso llamamos a todos nuestros hermanos indígenas mexicanos a que resistan con nosotros. Llamamos a los campesinos todos a que resistan con nosotros, a los obreros, a los empleados, a los colonos, a las amas de casa, a los estudiantes, a los maestros, a los que hacen del pensamiento y la palabra su vida, a todos los que dignidad y vergüenza tengan, a todos llamamos a que con nosotros resistan, pues quiere el mal gobierno que no haya democracia en nuestros suelos. Nada aceptaremos que venga del corazón podrido del mal gobierno, ni una moneda sola ni un medicamento ni una piedra ni un grano de alimento ni una migaja de las limosnas que ofrece a cambio de nuestro digno caminar.
      
     Entre este texto y el de la primera Declaración, publicado sólo cinco meses antes, hay evidentes diferencias de estilo, pero también se han modificado algunas categorías. Ahora hablan los indígenas: el "nosotros" no se corresponde con los pobres y desposeídos de México en general, sino específicamente con los indígenas, quienes, por ejemplo, se dirigen a los campesinos como una categoría diferente. En ese "nosotros" también se incluye el Subcomandante Marcos, quien tiende a emplear los pronombres personales de forma intercambiable y en un mismo texto pasa del "yo" al "nosotros los indígenas" sin solución de continuidad. En fin, por momentos Marcos se convertía en un "indio" y los lectores estaban fascinados; el jefe zapatista no sólo cumplía con las expectativas de imágenes formularias, sino que, en un proceso de retroalimentación, contribuía a crearlas.
     En realidad, el discurso "popular-nacionalista" no había desaparecido de los documentos zapatistas, pero se había envuelto en un lenguaje aparentemente indígena. Esta era una estrategia clave porque, mediante ese efecto de ventrílocuo, las exigencias políticas adquirían una potencia enorme. No es necesario insistir en el papel de "otros", de otredad radical, que han tenido los indígenas americanos en la imaginación occidental. Pero en México en particular, lo "indio" se encuentra profundamente unido a la conciencia que tiene la nación de sí misma. Se imagina no sólo en su pasado y en sus márgenes, sino también (o por eso) en su esencia, una supuesta esencia que en momentos de crisis sale a la superficie. Los artículos de opinión en la prensa evidenciaban una nostalgia nacionalista precisamente cuando el país se estaba abriendo a la economía internacional. Y los indígenas encarnaban esa nostalgia: el "México profundo". Se podría hacer una historia de las crisis de identidad mexicanas siguiendo los momentos en que la "cuestión indígena" aparece, abiertamente, en el discurso público: se critican los proyectos indigenistas del Estado, se proponen nuevas políticas y nuevas leyes, hasta que por fin la cuestión pierde interés y acaba desapareciendo del debate público para refugiarse nuevamente en el mundo académico. Algo de esto sucedió en los meses que siguieron a la insurrección zapatista de 1994. Parecía que el país entero se hubiera tendido en el diván de la Selva Lacandona. No puede decirse que fuera un fenómeno reflexivo ni crítico, sino más bien una catarsis colectiva en la que políticos, intelectuales y la opinión pública en general hablaban de los indígenas de Chiapas, pero sólo en apariencia, porque en realidad estaban hablando de "México".
     Erigirse en defensor y portavoz de los indios, pues, no es constituirse en representante de un sector cualquiera de la población mexicana. La identificación con el mundo indígena, o mejor dicho, ser identificado con los indígenas por parte de la opinión pública, proporciona un fuerte capital simbólico con el cual negociar en el escenario político mexicano. Numerosos agentes —el Estado, la iglesia católica , las iglesias protestantes, los partidos políticos y un sinfín de organizaciones políticas o culturales— procuran establecer esa suerte de "magia de contacto" con los indígenas que proporcione una legitimidad adicional a su causa. Los indígenas se encuentran en los márgenes de la sociedad ("en algún lugar de la Selva Lacandona"), y los márgenes otorgan poder. No obstante, fue el EZLN (quizá junto con la iglesia católica en Chiapas) quien mejor, más creíblemente, logró adquirir y administrar esa magia.
      
     Los derechos étnicos
     En poco más de un año, desde finales de 1993 hasta mediados de 1995, el EZLN había recorrido una secuencia del tipo siguiente: marxista-leninista > popular nacionalista > indianista. Pero hasta ese momento el indianismo de los zapatistas permanecía sumamente vago, más como una toma de posición moral que como un programa político. La concreción (relativa) de este último en realidad no brotó de la propia dirigencia zapatista, sino de un sector de sus asesores. En octubre de 1995 comenzaron las negociaciones de San Andrés entre el gobierno y el EZLN. Debían celebrarse cuatro mesas principales consecutivas: "Derechos y Cultura Indígena", "Democracia y Justicia", "Bienestar y Desarrollo" y "Derechos de la Mujer". Los zapatistas contaban con un nutrido grupo de asesores en la negociación de la primera mesa, en su mayoría personas provenientes del mundo académico, varios de ellos antropólogos, y fueron éstos quienes elaboraron y dieron contenido al título de "Derechos y Cultura Indígena". La clave de este apelativo giraba en torno a los conceptos de autodeterminación y autonomía étnica, es decir, la propuesta de creación de regiones autónomas gobernadas de acuerdo con los "usos y costumbres" indígenas. (Probablemente uno de los aspectos más controvertidos, y que ha sido criticado en profundidad por Juan Pedro Viqueira, Fernando Escalante y Roger Bartra.)
     Todavía pasaría algún tiempo para que los zapatistas dejaran a un lado sus exigencias de carácter nacional. Pero la adopción de las tesis de la defensa de los "derechos indígenas" fijó, en lo esencial, el nuevo sentido y el perfil político del EZLN. Tiempo después el Subcomandante Marcos lo afirmaría claramente: "Lo fundamental de nuestra lucha es la demanda de los derechos y la cultura indígena, porque eso somos". "Porque esos somos": de no reconocer la existencia de la categoría "indígena", habían pasado a definirse casi exclusivamente por ella.
     Desde entonces la posición política zapatista no sufrió cambios sustanciales. A mediados de 1996 las negociaciones quedaron en suspenso, seguidas por cuatro años de práctica inactividad negociadora. En julio de 2000 el candidato conservador Vicente Fox ganaba las elecciones a la presidencia de México y el pri perdía. Para reanudar el diálogo entonces, el EZLN fijó como condición que se aprobara la Ley de Derechos y Cultura Indígena, una versión del texto del acuerdo alcanzado en la primera mesa de San Andrés. Y mientras tanto los zapatistas organizaron una espectacular marcha de sus comandantes y su Subcomandante hasta la Ciudad de México, la cual, tras recorrer el sur del país, llegó en marzo del 2001 al Zócalo. Finalmente, el texto de la ley que el presidente presentó a la Cámara de Diputados y al Senado, y que implicaba la reforma de varios artículos de la Constitución, fue modificado por el Poder Legislativo Federal, que hizo disminuir el nivel de autonomía y autodeterminación de las comunidades indígenas inicialmente propuesto. En respuesta, el EZLN interrumpió nuevamente los contactos, y así sigue la situación hasta ahora. De todos modos, queda la impresión de que el conflicto ha desembocado en la disputa de cuestiones insustanciales, y de que el enfrentamiento ha perdido su impulso y se mueve por inercia. Es muy posible que el "problema indígena" esté comenzando a experimentar un serio reflujo en el interés público. Pero, como sabemos, esto no tendría por qué dejar fuera de lugar a los zapatistas; conociendo el talento del Subcomandante Marcos, no sería extraño que fuera capaz de orientarse una vez más en una dirección política distinta, imprevisible y redituable.
      
     La política de la identidad y el indígena imaginario
     La historia del EZLN, desde 1994, es una hazaña de supervivencia política en condiciones difíciles mediante una impresionante capacidad de adaptación, espectacularización y sensibilidad por las emociones de la opinión pública. Un ejército que iba a realizar la revolución socialista a contratiempo logró emerger —aunque ello supusiera una reducción drástica de sus expectativas— como una organización de defensa de la identidad indígena.
     El problema de fondo es, como he tratado de hacer ver un poco oblicuamente a lo largo de estas páginas, que esta política de la identidad se basa en una ficción. No requiere de la población indígena, sino de un indígena irreal. Para citar la expresión de Baudrillard, empleada por Alcida Ramos, el indígena funciona aquí como un "simulacro", es decir, es base de una operación que proporciona todos los signos de lo real, pero sin que aparezca ninguna de sus contradicciones ni vicisitudes. Es posible que toda política de la identidad necesite de esta ficción. Pero en el caso de Chiapas —como sucede en general con los indígenas americanos— se suma el hecho de que el indígena modelo de la ficción será el resultado de la proyección occidental: cristiano de la iglesia primitiva, ecologista, demócrata, revolucionario, místico, renacido pentecostal, feminista, patriota mexicano, enemigo del neoliberalismo, etcétera. En lo más profundo de la selva, el público encuentra el sueño de un indio que dice justamente lo que aquél quiere, necesita escuchar.
     Resulta muy revelador el desinterés —de las autoridades mexicanas, de los prozapatistas, de todos— por consultar la opinión de la población indígena (sobre la Ley de Derechos Indígenas o sobre cualquier otra cuestión). Es como si no fuera posible o, lo que es peor, como si no fuera necesario. En realidad, no se necesita a los indígenas de carne y hueso, con toda su heterogeneidad, contradicciones e incesantes cambios de adhesión política y religiosa, sino a un indio imaginario a través del cual se pueda ejercer la ventriloquia. Por lo demás, estoy convencido de que una política de consulta a la población indígena produciría respuestas inesperadas. Esto es lo que sucedió en Guatemala, cuando se sometió a referendo el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas, consecuencia de los acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla. Los indígenas, pese a que se suponía que eran sus beneficiarios, prácticamente no votaron; sin duda tenían otros intereses, otras preocupaciones, pero, sobre todo, otra lógica política. A esto se debe que la discusión sobre la política indígena resulte especialmente difícil de desarrollar, porque está dirigida casi exclusivamente a inspirar el espectáculo. Y en efecto, tratándose de indígenas, los problemas de representación democrática y de legitimidad política quedan prácticamente suspendidos, no parecen suponer ningún problema.
     Sin embargo, entre el respeto por las diferencias culturales reales de la población indígena y la aceptación sin más del simulacro hay una diferencia vital. La diversidad cultural que representan los indígenas de México debiera servir para estimular unas relaciones más abiertas y plurales. En cambio, el uso de la ficción impide que los indígenas se organicen de manera flexible y produce que, pese a su diversidad y su pluralidad, queden fijados en una categoría asfixiante. A menudo, el peso de esta ficción cobra tal fuerza que los propios indígenas se ven obligados a cumplir con su papel en el espectáculo, o de lo contrario ni siquiera existirán. –

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