LeCorbusier y el poema con muros

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Es común que los propietarios de casas cuyo proyecto han encomendado a un arquitecto terminen quejándose de su realización. Conozco solo dos casas de Le Corbusier, la casa La Roche (1923-1925) y la Villa Savoye (1928-1931), y, al mismo tiempo que sus espacios me resultan atrayentes, no me sorprende que quienes fueron sus dueños las encontraran difíciles de habitar. Quizá el reproche más famoso sea el del señor La Roche, quien encargó al arquitecto suizo-francés una casa para vivir y alojar su colección pictórica: “La casa era tan bella que era casi una lástima colgar ahí pinturas… Le encargué un marco para mi colección y usted me entregó un poema con muros.”

El reproche admirativo no pudo venir más al caso, en la medida en que Le Corbusier mantuvo siempre en el centro de su diana el hacer poesía con la arquitectura. “Soy un joven de 71 años, soy un hombre de artes plásticas, trabajo con mis ojos y mis manos animado por los fenómenos visuales. Mis investigaciones coinciden con mis sentimientos, dirigidos al valor primordial: la poesía”, dijo en una tardía entrevista con la bbc. Al recorrer sus casas, la experiencia no lo desdice. Y en ello es evidente su sesgo hacia la pintura. Siento que su arquitectura es en buena medida –y perdón por la palabrita– pictorialista, cosa que por lo demás no me parece gran descubrimiento, tratándose de un artista que, además de genial arquitecto, fue pintor muy apreciable. La exposición Le Corbusier. Mesures de l’homme en el Centro Pompidou de París me permite calar más en esa suerte de traslación del plano pictórico a la tercera dimensión en sus construcciones.

Para sintetizar mi experiencia, pienso en el último tramo de la rampa en zigzag de la Villa Savoye, que conduce al solario en la techumbre. Paso a paso, ascendiendo al aire libre desde la amplísima terraza del primer piso, el barandal tubular a la izquierda es referencia náutica, mientras que a la derecha una envolvente semicilíndrica aporta fluencia y órbita a la marcha. Así, uno se aproxima viajando al muro de la azotea, no muy alto, que está recortado por un admirable vano rectangular –del tamaño de un cuadro de mediano formato– que se abre al cielo y a las copas de los árboles. Más que ventana, el vano es una alusión al lienzo pictórico, como ocurre en tantos espacios interiores diseñados por el arquitecto, que se definen por la capción de un cuadrángulo que no es solo un “cuadrado” sino un determinante plástico. Algo que puede comprobar cualquiera que lleve una cámara fotográfica a una de sus casas. La cámara le ofrece un encuadramiento suplementario absolutamente adecuado a los fines del arquitecto, quien concebía los interiores domésticos como “recorridos arquitectónicos” desprendiendo volúmenes para crear espacios plásticos modulados por la luz.

Suele menospreciarse a Le Corbusier como tardío “pintor cubista”. No: él planteó la superación del cubismo mediante el empleo del orden matemático, y así proyectaba sus cuadros con los mismos “trazos reguladores” con los que proyectaba edificios. Entre sus obras pictóricas expuestas en el Pompidou, sobresale La chimenea (1918), que él consideraba su verdadero primer cuadro. Austero, geométrico y muy bien pintado, hoy parece tener en depósito un proyecto de vida, si no es que francamente un destino: representa de primer vistazo no más que la repisa de una chimenea sobre la que descansa un libro superpuesto a un cuaderno junto a un cuerpo sólido, un paralelogramo. Es destino, digo, porque tiende un arco entre “el principio” y “el fin” de su trayectoria. Su “fin” será cuando construya, 35 años más tarde, el paralelogramo de una cabañita en un risco, para veranear en su vejez frente al mar en cuyas aguas, por cierto, morirá. En este arco, La chimenea se transforma ante nuestros ojos, pues su paralelogramo se refleja en la repisa como si estuviera alzado sobre el agua. El espejo que por lo común se adosa al muro de las chimeneas francesas se encuentra aquí trasladado imaginariamente a la repisa –un espejo de agua–, mientras que el fondo nos abstrae del muro hacia un paisaje desierto, un horizonte y el cielo. Con resolución de arquitecto, Le Corbusier –quien firma el cuadro como lo hacía por entonces, con su verdadero apellido, Jeanneret– fija la voluta de una jamba para sostener el tablero de la chimenea. Estamos en un mundo que es pictórico y arquitectónico a un tiempo, y que proyecta la vida. El cuaderno y el libro debieron también estar calculados: uno sería el de sus apuntes arquitectónicos, otro el de su escritura. Quiero creerlo, pues mi primer acceso a Le Corbusier fue como lector entusiasmado por este arquitecto-escritor que armó ensayos brillantes a partir de fotos de la modernidad maquinal, especialmente en Hacia una arquitectura (1923) y El arte decorativo de hoy (1925).

He dicho que solo conozco dos casas, pero ahora me desmiento. Mucho antes de visitar aquellas, tuve mi primera experiencia lecorbusiana en la ciudad de México, en un edificio de la plaza Río de Janeiro cuyos departamentos están calcados del pabellón L’Esprit Nouveau construido por el arquitecto en 1925. El pabellón fue demolido, pero sobrevive en el imaginario arquitectónico como punto de arranque de su “idea habitacional” gracias también a las fotos que se conservan, donde se aprecia que su mobiliario ostentaba numerosas menciones del formato cuadro, no solo por las pinturas colgadas en los muros, sino por los gabinetes, armarios, libreros, aparadores y escritorios que disponían de nichos cuadrangulares. ¿Hay pues una determinación pictórica en la arquitectura de Le Corbusier? Me atrae mucho la idea, pero no me gustaría quedarme a vivir ahí. ~

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La exposición Le Corbusier. Mesures de l’homme estará abierta en el Centro de Arte Georges Pompidou hasta el 3 de agosto de 2015.

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(ciudad de México, 1956) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'Persecución de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).


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