Manuel Álvarez Bravo

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¿Cómo hacer un perfil, en pocas palabras, de un maestro y amigo cuya vida duplica con creces la nuestra? Escribiéndole una carta, propone Asiain en estas páginas, que al interpelarlo lo muestre, que se traduzca en un paseo cordial por sus imágenes (ya iconos) y en un monólogo compartido.
Querido Manuel:
      
     Me han pedido los amigos de Letras Libres que escriba, para celebrar su centésimo aniversario, lo que llaman un perfil, es decir un retrato. Tengo enfrente el cuaderno con las notas desordenadas que he tomado en estos días, pero al sentarme a la máquina me he dado cuenta de la enormidad del encargo y, como me ocurre con frecuencia, no sé por dónde empezar. Además, he estado viendo su retrato de Gorostiza, que tengo colgado en la sala, y diciéndome que no soy yo el que sabe hacer retratos Debería llamar a Krauze y decirle que mejor le pida un autorretrato, y todos saldríamos ganando. Pero ni modo de molestarlo a usted con eso, ya no puedo posponer la tarea y para emprenderla me he puesto a escribirle estas líneas. Son para los lectores de la revista, desde luego, pero en primer lugar son para usted. Por supuesto, me reservo cosas que le contaré cuando nos veamos y me reproche no haberlo visitado. Le diré, como siempre, que he estado en mil cosas, pero ya sabe que, si por mí fuera, le caería todos los días —y qué lata, francamente, no tiene que decirlo. Cuando nos veamos quiero preguntarle por algunos amigos suyos a los que he estado leyendo y, si tiene tiempo, ver otra vez sus grabados japoneses. Y si lo encuentro (porque tengo todo tan revuelto) le llevaré un video de Georg Solti.
     O a lo mejor nada más oímos música, como otras veces. Sospecho que así le gustaría celebrar su cumpleaños: oyendo música, solo o con amigos silenciosos, que no interrumpan la audición con comentarios. (¿Lo ha ido a ver Mario Lavista?) Y sin gestos. Conozco melómanos que, cuando se entusiasman, juegan a dirigir en el aire, con la batuta imaginaria entre el índice y el pulgar; otros se quedan en su sillón pero silban discretamente, u ondean la mano siguiendo vagamente la melodía; los más silenciosos vuelven la cara al cielo (es decir, al cielorraso) y, con los ojos cerrados, dejan ver que han entrado en éxtasis. Usted no hace nada de eso. Sigue con los ojos abiertos, pero no los pasea por el cuarto ni parece tampoco fijarlos en un punto. Quién sabe qué esté viendo, no hace ningún gesto: se queda inmóvil, escuchando. Nadie habla si está cerca, en la casa se cuchichea y se camina de puntillas, las puertas se abren con cuidado, si el timbre de la calle o el teléfono suenan se los atiende con prontitud. En un retrato que alguien le tomara en esos momentos, el pie de foto sonaría a advertencia: "Hombre escuchando", como "Hombres trabajando".
     Y algo hay de eso. Me parece que escucha la música con la misma intensidad, con tanta atención, tan concentradamente como observa una foto, un grabado, una pintura. Y, me imagino, como lee un libro o escucha un poema. ¡Cuántas frases del Quijote guarda en la memoria! Hay una que le he oído citar muchas veces: "Un mudo silencio tan callado que apenas en el aire se movía." Nunca le he preguntado por qué le gusta tanto, pero creo que esa predilección dice mucho: está en ella, desde luego, su sensibilidad literaria; su pasión por la música y su necesidad de silencio; su avidez por las imágenes leves y misteriosas; su afición a las paradojas; su doble naturaleza sensual e intelectual. Claro, usted no es un intelectual (pues no comercia con sus opiniones) sino un artista, pero un artista que piensa rigurosamente sobre su obra y en quien la sensibilidad y la inteligencia van de la mano. Es algo que se nota, desde luego, en su obra, pero también en su conversación. Hace unos años, cuando le comenté que me habían pedido unas líneas para el catálogo de una exposición en torno a sus árboles y los de Octavio Paz, usted me miró fijamente unos segundos, alzó las cejas y sólo dijo: —Callóse. Le hice ver con una sonrisa que había entendido y tomé un sorbo de agua antes de retomar la conversación. No pensé hasta después en todas las implicaciones de la cita,1 pero entendí que al evocar esa imagen definía un estado de ánimo y una experiencia. Fue una salida ingeniosa, de las que usted tiene tantas, pero sobre todo fue una muestra de discreción, una lección de urbanidad y —perdone que lo abochorne— una expresión de sabiduría. (Ya sé que se va a reír, pero no sólo tiene fama de sabio, también tiene la pinta: qué le vamos a hacer.)
     Me doy cuenta de que esa anécdota puede hacer pensar que se trata de una persona libresca, con la cabeza llena de citas. Desde luego, no es exacto, porque los dichos de Sancho Panza, las ingeniosidades de Gracián, los versos de Baudelaire o los laberintos de Joyce (aparte de usted y de Salvador Elizondo ¿quién más ha recorrido de veras el Finnegans Wake entre nosotros?) no le hacen más gracia que las expresiones populares. ¿O le parece que estoy agarrando el chirrión por el palito y le doy un aire a don Ferruco en la Alameda? Pues ya estará de Dios: el que nace pa maceta no sale del corredor, a eso vinimos, y a lo que te truje, Chencha. ¿Cómo le quedó el ojo? Sus fotos nos han enseñado que el ojo no sólo es sensible a la luz, sino también al sonido, a la experiencia de todos los sentidos, a la memoria y a la inteligencia. Pienso en esa que se llama Qué chiquito es el mundo, en la que se cruzan un hombre y una mujer que caminan por la banqueta, junto a un muro descarapelado detrás del cual hay un tendedero de ropa, lleno de sábanas y telas blancas y, más allá, como telón de fondo, un cielo borrascoso que anuncia la tormenta. ¡Cuántas cosas en una sola imagen!: la historia que la produjo, el desenlace inminente, la amistad y el amor, la intimidad detrás de los muros, el tiempo que los desgasta, la ropa sucia que se lava en casa, el imperio de los elementos, la fugacidad de la vida, la eternidad del instante, cuántas cosas juntas de pronto, qué chiquito es el mundo. O sea, qué inmenso. Cuando se estaba organizando la exposición En un pequeño espacio, con fotos de su jardín, pensé (¿no se lo dije?) en el Aleph de Borges: para usted está en todas partes.
     Al traducir el texto del catálogo de la exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York me sorprendió que no se hablara de los títulos de sus fotos, porque a través de ellos usted ha hecho la crítica de su obra y ha expresado, de manera oblicua e irónica y al mismo tiempo lúcida e inteligente, una poética. Me va a decir que exagero, que nomás son títulos que se le ocurren, que eso de qué chiquito es el mundo lo dice la gente, no es una frase suya. Pero se aguanta, don Manuel. Igual va a tener que aguantarse las fiestas por su centenario. El día de las mulitas va a tener la casa llena de gente, abrazos, felicitaciones, brindis. El año pasado, cuando Nacho Toscano, que llevó a su casa al Cuarteto Latinoamericano —¿se acuerda de ese Schubert tan enérgico?—, dijo que la próxima vez el concierto tendría que ser en Bellas Artes, pensé que desde luego se lo merecía, pero le abrumaría la multitud. Y a lo mejor va a tener que aguantarse muchas más cosas, porque en su cumpleaños este país va a festejar muchísimas cosas: no sólo su obra, sino todo lo que ella y usted mismo simbolizan: la pasión artística, la fidelidad a sí mismo, la voluntad férrea, la entrega a la vocación, la exigencia de calidad, el desprendimiento, la generosidad, el amor al país, la lección de disciplina, la energía vital. Y la memoria, claro: es un hombre que nació antes que la Revolución, antes que el México moderno, y de alguna manera nos ha inventado. En realidad, al festejar su centenario, México se celebra a sí mismo. Así que ahí lo voy a ver, en olor de multitud, ni modo.
     No es que sea un misántropo; todo lo contrario: le gusta la gente; pero, como decía Machado, "no hay manera de sumar individuos" (¿así dice?; no importa: usted se acordará). Mejor dicho: le gustan las personas, los individuos —esa palabra le gusta—, las individualidades, no las multitudes donde cada uno es irreconocible. Es algo que se nota en sus fotos. No hay nunca mucha gente y siempre respeta la intimidad. Creo que ese es uno de sus temas esenciales: la intimidad, lo impenetrable, el secreto. No la violación de la intimidad ni la penetración del secreto: nunca ha querido violentar la reserva de los otros (y de lo otro) sino más bien hacer evidente su misterio, ese "misterio que resplandece", que decía Pavese. Lo suyo es revelar el misterio, hacerlo visible, no develarlo, no destruirlo.
     Esta mañana estuve viendo (uno nunca dice "vi una foto de Álvarez Bravo", sino "estuve viendo") Pies en la tierra, una foto de una mujer desnuda —pero tiene zapatos de tacón; no de aguja, zapatillas bajas— parada en un camino de tierra, erguida con el cuerpo de perfil y la cara vuelta al cielo —no le vemos el rostro sino la cabellera—, con unos magueyes a la derecha. Me sorprendió el título. ¿Qué quiere decir? La mujer tiene el cuerpo al aire, expuesto a los elementos, pero no las plantas de los pies, que no tocan la tierra. El título, entonces, no es una descripción de la imagen. O lo es, pero teniendo en cuenta la frase hecha: tener los pies en la tierra, actuar con sensatez, no extraviarse, no perder los límites. Bajo el sol benigno, en el aire acariciante, por el camino pedregoso, tener los pies en la tierra es andar con zapatos. ¿Sí? Sé que si le dijera esto levantaría los hombros y con una sonrisa, sin decir nada (¡cómo le gusta hablar en silencio!), me diría: "¿usted cree?", y yo me sentiría tontísimo. Y, claro, me diría para mis adentros que no, no es eso. Más bien se refiere a que el cuerpo de la mujer, de una perfección sin falla, de una belleza sin mácula, en la que el sol no toca sino las nalgas para dibujar la línea de sombra que las divide, está visto y retratado con los pies en la tierra, sin que la mirada ceda al vértigo y el arrebato del deseo, sin el ansia de la posesión, en el puro goce de su perfección. Pero si se lo dijera, usted, otra vez, levantaría los hombros y, sonriendo, diría: "¿usted cree?" O peor: diría: "¡Ah, qué interesante!" No diría, en cambio, lo que uno al final entiende que le dice: no le dé vueltas: vea.
     Los títulos de sus fotos son sorprendentes por eso: porque nos abren los ojos. En ellos se deja ver más que en las fotos y al ponerlos subraya, con una línea siempre tenue y delicada, la independencia de la imagen. A veces se limita a nombrar el objeto fotografiado. Por ejemplo, Chapil de leña y Jícamas nombran fotos donde aparece eso: un chapil de leña, unas jícamas. Claro: en un caso lo interesante es la perspectiva; en el otro, la caída de la luz. Pero usted parece decirnos: sí, la caída de la luz es interesantísima, pero lo más interesante son esas jícamas, que permiten esa caída de luz: esas jícamas que son esas jícamas.
     El título de una de sus fotos más famosas, Dos pares de piernas, no dice que esas piernas son un dibujo burdo en un cartel publicitario, ni que uno de los pares está cubierto por un pantalón y el otro por unas medias y unas faldas… La frase Caballo de madera no nos anuncia que el caballo asoma entre un muro y una cortina y que de él sólo vemos el cuello, parte de una pata y de la cabeza. Otra foto de caballos de madera se llama Los obstáculos, y no se nos anuncia que hay caballos; en cambio, los obstáculos no los vemos de inmediato. En Mano que da aparece una mano con un anillo y una flor asida con el índice y el pulgar, pero el título no dice que se trata de una radiografía en la que vemos no la piel sino los huesos de la mano. ¿Qué dice ese título? ¿Que lo importante es lo que hace la mano, no los huesos?, ¿o más bien que lo importante no es el título sino la imagen?
     La relación de sus títulos con la foto a la que designan no es siempre la misma. A veces nombran el objeto fotografiado, a veces un elemento de la foto, a veces una historia posible, de la que la foto sería el emblema, o algo ausente. Dan siempre en el blanco, pero nunca fijan el sentido, nunca matan la presa, no exhiben un trofeo. Son un comentario hecho al pasar, pero siempre revelador. Usted revela las fotos dos veces: en el cuarto oscuro y al ponerles un título. A veces, pocas veces, nomás revela en el cuarto oscuro, y luego pone Sin título. A veces nomás revela con las palabras, como cuando en el auto señala de pronto por la ventanilla y dice, por ejemplo: Perro moviendo la cola o Ventana con nubes, y se guarda la foto en la cabeza.
     Por suerte, también guarda muchas en sus negativos. Ya irán saliendo. Me gusta ese letrero que puso hace mil años en su cuarto oscuro, bajo el foquito rojo: "Hay tiempo." A alguien que cumple cien años (y que nos anunció con bastante antelación que los iba a cumplir) nadie le va a decir que no hay tiempo. Pero a mí se me acabó el espacio, ya lo he de haber fatigado y usted tiene cosas que hacer (¡siempre tiene cosas que hacer!; ¡qué trabajo, eso de ser artista!), así que mejor le seguimos otro día. Déle un beso a Colette, otro a Aurelia, otro a Genoveva y a Manuelito, y reciba un abrazo. El año que viene va a ser más tranquila la cosa. –

 

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