Marosa di Giorgio (1932-2004)

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A Mariella Nigro y Enzia Verduchi
      
      
     Gracias a numerosos partes periodísticos en torno a su deceso —ocurrido a mediados de agosto en Montevideo—, hoy sabemos, dolorosa y finalmente, que Marosa di Giorgio nació en 1932. Tal vez este detalle nada aporte a una lírica que, como en el caso de la gran poeta uruguaya, ha generado muy vivas discusiones en la literatura hispanoamericana reciente. Empero, baste la diversidad de fechas de nacimiento —o su flagrante ausencia, en el caso del colectivo Medusario— consignadas en antologías como Orientales, de Amir Hamed (1932, la correcta) y Prístina y última piedra, de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras (1942), para apuntar al generoso enigma que ha rodeado la figura y la obra de Di Giorgio.
     Inmediata sucesora de aquella brillante generación del medio siglo uruguayo —integrada, entre otras, por Amanda Berenguer, Idea Vilariño e Ida Vitale—, Marosa di Giorgio publicó su primer libro, Poemas, en 1954. Ya desde entonces, el lector reconoce a plenitud la peculiarísima prosodia que caracteriza su restante y copiosa producción. Reunida bajo el nombre de Los papeles salvajes —a excepción de dos libros de “relatos”: Misales y Rosa mística, y una “novela”: La reina Amelia—, su más de una decena de títulos poéticos se ampara en el recuento de una infancia herida o traspasada por los rayos de una visión que, sin lugar a dudas, parte de la mística: la asunción de una otredad perturbadora y fascinante, cerrada pero vasta, inexplicable y usual, esencial pero mutante al mismo tiempo. Aun con tales adjetivos en mente, aquella fantástica otredad no implica, sin embargo, una elusión o borradura de verdades concretas. “La fantasía”, en palabras de Joseph Brodsky, “subraya la evidencia”, y en Marosa di Giorgio la fantasía no sólo acentúa lo existente y comprobable: es la evidencia de las cosas, conjunto de milagros transformado en pura y asombrosa cotidianeidad. Lo maravilloso resulta verosímil, pero su acontecer, antes que nada, es verdadero.
     Si se coincide con María Zambrano en que la poesía es “una herejía ante la idea de verdad”, y que lo es también “ante su exigencia de unidad”, la dispersa unidad en la poesía completa de Di Giorgio propone otra doble herejía, simultánea y contradictoria. En primer lugar, la poesía como pueril —mas no por ello menos consciente— deconstrucción de la naturaleza y lo divino (lo dado) a partir de la escritura (aquí sugerida como lo genuinamente dador); en segundo lugar, la poesía como la construcción de una hipotética naturaleza que asimismo, y en la historia de la filosofía, tuvo como sinónimo la realidad. Niñas asistidas por su madre para concebir a Dios, vacas que parlamentan en audiencia con el padre de familia, almas que comparecen ante sus propios cuerpos a la hora de la cena, apariciones marianas y angélicas, muertos que se convierten en jugosos frutos o joyas deslumbrantes, estrellas que paren ante la mirada imperturbable de los hombres… Todo el anterior catálogo de inmolaciones, suspensiones y sobreposiciones de lo real —que terminan, curiosamente, por brindarle una justa dimensión de descrédito— no es mero capricho del habla poética infantil de Di Giorgio, sino el testimonio de una voz que apenas comienza a articular su lengua y su lenguaje, a esbozar primeros conceptos del mundo sensible. Así, el cielo y el infierno, el tiempo y el espacio, Dios y el hombre, el cuerpo y su sombra, se trocan o cancelan sin aviso; así lo allegado o familiar (el das Unheimlich de Freud) se funde en lo siniestro.
     Como ocurre con el argentino Arturo Carrera (1948), la poesía no pretende ser la vuelta idílica a los territorios de la infancia. Antes bien, el verso —y, en el caso de nuestra poeta, la prosa poética— sustituye la memoria subjetiva del pasado con el fluir de un presente absoluto. Tal procedimiento no podría darse de otra forma: en la recuperación de la infancia, la palabra gana en lucidez y desencanto, mientras que pierde en luz y encantamiento.
     Pero tan profunda inmersión en las aguas de la infancia no es un cuento de hadas solamente. “El yo, en di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe”, advierten los antologadores de Medusario. Los papeles salvajes, en efecto, está compuesto por esquirlas de una íntima catástrofe: el estallido del yo, cantado y contado a lo largo de esa intermitente novela de formación del poeta o el profeta: “En la oscuridad me volví negra, y mucho más grande; y los bordes de mis alas daban luz. No podía irme porque los Hechos me habían puesto allí. // (…) Yo seguía negra, inmóvil y cambiante.”
     Queden puestos allí también los inconfundibles hechos de Marosa di Giorgio. Que los cincuenta años de Poemas, trágicamente conmemorados a la muerte de su autora, sean el recordatorio de una lectura indispensable en tiempos donde la infancia, como la palabra, ha quedado al margen de la vida y sus prodigios, y donde la supervivencia es el único arte mayor de un hombre sin posibles atributos. –

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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