Zozobra
Por temor a la delincuencia, los habitantes de la ciudad de México instalan cerraduras adicionales o refuerzan las ya existentes; colocan barrotes, rejas o alarmas en sus viviendas o sus negocios; contratan, si tienen posibilidades económicas, vigilantes para su cuadra; ponen plumas a la entrada de los fraccionamientos para controlar y restringir el paso de los automóviles. Esa inquietud, por sí misma, aun si se tiene la suerte de no haber sido víctima de un delito, ya es una espina en el ánimo diario que deteriora la calidad de vida de los capitalinos: impide el pleno disfrute de la vía pública, de los cines, los restaurantes, los bares, las cantinas, los estadios, los parques, los centros comerciales, los mercados, incluso de los templos –que antaño eran lugares que los delincuentes respetaban– y hasta de la propia casa. A nadie consuela el dato estadístico de que en otros lados es peor. Estamos convencidos de que las autoridades dejaron crecer la inseguridad y de que hoy el problema es difícilmente reversible. Sabemos que no siempre fue así.
Recordamos, quienes los vivimos, tiempos mejores. Los más viejos sabemos que esta ciudad disfrutó de un razonable grado de seguridad pública. Quienes encontramos gran placer en caminar podíamos, hace tres décadas, recorrer a cualquier hora casi cualquier área de la gran urbe con tranquilidad. Yo viví en la colonia Jardín Balbuena de los ocho a los veintitrés años. Me recuerdo andando desde la casa de alguna novia o de algún amigo, o desde el inolvidable Bar Bach –después de beber un par de rusos negros–, o desde el café La Habana, o desde algún cine, o desde el Estadio de Ciudad Universitaria o desde el Estadio Azteca, hasta mi casa, incluso después de la medianoche, sin sentir que un riesgo me acechara.
Esa ciudad la hemos perdido. No aquilatábamos su serenidad porque parece estar en la índole del ser humano no valorar el bien que tiene hasta que lo ve perdido, lo está perdiendo o se lo menoscaba drásticamente. En ninguna otra área urbana del país la sensación de inseguridad está tan extendida como en la ciudad de México, donde se sienten inseguros nueve de cada diez habitantes, proporción superior a la que se observa en Mexicali, Tijuana o Ciudad Juárez.
La dimensión de nuestra criminalidad
¿Es exagerada, o injustificada, esa extendida percepción de inseguridad? Parece que los amplios espacios noticiosos que ocupan los episodios criminales en periódicos y noticiarios influyen hasta cierto punto en la psique del público. Dicho lo anterior, ¿qué tan insegura es nuestra ciudad? El gobierno capitalino reitera con frecuencia que la criminalidad está disminuyendo, pues en varios delitos las denuncias son menos hoy que en años anteriores.
Pero la estadística oficial registra tan sólo el número de averiguaciones previas iniciadas ante el Ministerio Público. No revela cuántos delitos y cuántas víctimas abarca cada una de las averiguaciones, ni qué porcentaje de delitos no se denuncia, ni qué delitos quedan sin registrarse oficialmente por otras razones. Tampoco nos dice nada acerca de la violencia con que se cometen los delitos, ni si el delincuente iba armado y, en su caso, qué arma portaba y si la utilizó.
Por tales limitaciones de las estadísticas oficiales, o por la desconfianza ciudadana en los datos que ofrecen las autoridades –interesadas en mostrar que están cumpliendo bien su trabajo–, en diversos países del mundo se ha consolidado la tradición de llevar a cabo encuestas victimológicas, que dan voz a las víctimas para que relaten su experiencia de victimización, señalen si denunciaron o no el delito, den las razones de la denuncia o de la omisión de denuncia, refieran la reacción de las autoridades e indiquen su percepción acerca de la inseguridad y de cómo ésta ha afectado sus vidas. Estas encuestas se consideran, en países que han obtenido logros importantes en abatir la delincuencia, un instrumento indispensable para diseñar políticas de seguridad pública, pues sólo conociendo la magnitud real y las características del problema se tienen posibilidades de enfrentarlo con éxito.
Las encuestas victimológicas también tienen sus propias limitaciones, una de las cuales es que sólo captan los delitos más frecuentes, tales como robos y agresiones no letales en sus diferentes modalidades, pero no otros de enorme impacto social como el homicidio y el secuestro.
El Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad (ICESI) ha llevado a cabo cinco encuestas nacionales de esa índole, unas sobre las 32 entidades federativas del país y otras sobre algunas de las áreas metropolitanas más importantes. Los datos que aquí aparecen se han tomado de esas encuestas y, en el caso de los homicidios y los secuestros, de la estadística oficial.
De todo el país, es la ciudad de México la que tiene el mayor porcentaje de viviendas en las que se encontraron una o más víctimas durante 2005: en tres de cada diez hubo al menos una persona que sufrió uno o más delitos. Asimismo, de cada diez capitalinos, tres han sido agraviados por la delincuencia por lo menos una vez en su vida.
La ciudad de México –incluyendo el Distrito Federal y la zona conurbada en el Estado de México– presentó una incidencia delictiva en 2005 de 24,878 delitos por cada cien mil habitantes, muy por encima, más del doble, de la media nacional, que es de 11,246, y por mucho más alta que la de las dos ciudades que le siguen: Tijuana y Mexicali, con 19,383 y 19,141 delitos respectivamente. Un año antes, en 2004, la incidencia fue de 20,525 delitos. El aumento es significativo: de un año a otro hubo 4,353 delitos más, es decir un aumento de veintiuno por ciento. En ninguna otra área urbana se observa un crecimiento tan desmesurado de la criminalidad en el breve período de un año.
Mientras a nivel nacional el robo abarca el 73 por ciento de la delincuencia, en la ciudad de México su recurrencia es aún mayor: 88 por ciento. Siete de cada diez robos perpetrados aquí ocurren entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche. El robo de vehículos automotores no sigue ese horario: la mayoría se comete entre las seis de la tarde y las seis de la mañana.
El robo con violencia contra el transeúnte es el que más se comete en el país. También en la ciudad de México ocupa el primer lugar: seis de cada diez delitos. El segundo sitio lo ocupan otras modalidades varias de robo, el tercero las lesiones y el cuarto el robo a casa habitación.
La gran mayoría de los robos realizados en la capital de la República, nueve de cada diez, son cometidos por menores de 36 años; cuatro de cada diez, por muchachos de diecinueve a veinticinco.
Más allá de esas cifras, el segmento de robos que aterra a la población es el de los que se cometen a mano armada, en los cuales al detrimento patrimonial puede sumarse una grave lesión y aun la pérdida de la vida. Lamentablemente ha perdido actualidad aquel chiste, no exento en su ironía de cierta dosis de realismo, de que en ciertos barrios de la ciudad los ladrones eran tan hábiles que no sólo robaban la cartera de la víctima sin rozar el pantalón sino que sustraían sus calcetines sin tocarle los zapatos. Eran hábiles y considerados. La habilidad y la consideración han venido cediendo sitio a la crueldad y a la saña.
En efecto, los asaltos no sólo han crecido en número sino se han agravado en violencia. Ocho de cada diez ladrones en la ciudad de México realizan el robo a mano armada, más con arma de fuego que con arma blanca. En tres de cada diez de estos casos, el delincuente agrede a la víctima con el arma. Un dato curioso es el de que el uso de armas es proporcionalmente mayor entre los delincuentes adolescentes, de doce a dieciocho años, y entre los que rebasan los 45. Los rateros armados suelen pasar del arma blanca al arma de fuego a partir de los dieciocho años.
Ocho de cada diez de los delitos cometidos en nuestra ciudad tienen lugar en la calle o en el transporte público, dato que da la razón a la percepción de los habitantes que identifican esos dos ámbitos como los más inseguros.
Del total de víctimas, la tercera parte padeció más de un delito durante 2005. En estas víctimas múltiples se concentra, como sucede a nivel nacional, más de la mitad de la criminalidad. El perfil predominante de la multivíctima es el de un hombre joven, obrero, empleado o trabajador independiente, lo que desmiente la creencia pedestre de cierta izquierda según la cual la delincuencia afecta sobre todo a las clases privilegiadas.
Homicidios y secuestros
Un diagnóstico sobre la inseguridad en cualquier región, entidad o ciudad no puede dejar de considerar los dos delitos de mayor impacto social: el homicidio doloso (intencional) y el secuestro. Dado que no los captan las encuestas victimológicas, tenemos que tomar las cifras de la estadística oficial.
El homicidio tiene escasa cifra oculta ya que, cuando un cadáver acusa indicios de que la muerte no fue natural, el hecho suele hacerse del conocimiento del Ministerio Público. El homicidio doloso ha venido descendiendo considerablemente en el país. Si en 2000 se cometían catorce por cada cien mil habitantes, en 2004 la incidencia fue de diez y, aunque en 2005 aumentó a once, el descenso en este lustro es notable. La tasa de homicidios dolosos en la ciudad de México es de ocho, menor a la media nacional. Sin embargo, es de advertirse que esa tasa ha permanecido inalterada en los últimos años, en tanto que, como ya se apuntó, la media nacional ha venido descendiendo. No puede dejar de observarse, por otra parte, a fin de disponer de datos comparativos, que en las ciudades con una seguridad pública aceptable –las de la gran mayoría de países integrantes de la Unión Europea, las de Canadá o las de Australia, por ejemplo– la tasa de homicidios dolosos oscila entre 1.5 y tres por cien mil habitantes.
Respecto del secuestro, la situación del Distrito Federal es incomparablemente peor que la del resto país. No sabemos qué porcentaje no se denuncia –posiblemente sea muy alto–, pero en 2005 se denunciaron 323 en toda la República, de los cuales ciento tres –la tercera parte– corresponden a la capital. Esa cantidad tan abultada, empero, ha venido bajando. Apenas el año anterior se registraron oficialmente en nuestra ciudad 145 secuestros. Este delito, que otrora afectaba sobre todo a los sectores favorecidos económicamente, se ha extendido a todas las capas de la sociedad con las modalidades de secuestro exprés y el secuestro relámpago, en los que no se piden rescates millonarios. El secuestro es la conducta delictiva que más angustia e indignación provoca. Lo más grave es que en numerosos casos se ha descubierto la intervención de policías o ex policías en las bandas de secuestradores.
La cifra oculta
En la ciudad de México se denuncia poco menos de uno de cada cinco delitos, porcentaje ligeramente por debajo de la media nacional. La omisión de la denuncia es atribuida por las víctimas a la inconformidad con la actuación del Ministerio Público. Consideran que denunciar el delito no es sino perder el tiempo. Esa razón, aducida por la mitad de las víctimas en el territorio nacional, es invocada en la ciudad de México por dos de cada tres ofendidos. El porcentaje de presuntos delincuentes detenidos es apenas del seis por ciento. No sólo aquí, sino en todo el país, no obstante que la opinión ciudadana sobre las policías es desfavorable, el juicio acerca del Ministerio Público es aún más adverso. Sólo de los partidos políticos se hace una evaluación todavía más negativa.
La cifra oculta de la criminalidad no sólo se integra por los delitos no denunciados, sino también por aquellos que, a pesar de denunciarse, no dan lugar a que se inicie una averiguación previa: los varios delitos perpetrados en un solo incidente, con varias víctimas, que quedan registrados en una sola averiguación previa, y los delitos que no se registran en la estadística oficial deliberadamente o por deficiencias en el sistema instaurado. En el Distrito Federal se registra menos de uno de cada diez delitos cometidos: la delincuencia real es diez veces mayor que la reconocida por la Procuraduría General de Justicia. Es de observarse que, en los países industrializados, queda registrada oficialmente alrededor de la tercera parte de los delitos realizados.
La policía
Seguramente a casi todos los mexicanos ha de sorprenderles saber que, en otros países, la policía tiene un amplio reconocimiento y un sólido respeto de parte de los ciudadanos. En España, por ejemplo, se trata de la institución más prestigiada, y en el resto de la Unión Europea también goza de gran aceptación. Por citar un país de América Latina, los chilenos están orgullosos de su policía.
Muy distantes de aquéllas son las calificaciones de los cuerpos policíacos mexicanos, sobre todo de los locales –en cambio, las policías federales (la Agencia Federal de Investigación, AFI, y la Policía Federal Preventiva –PFP–) son evaluadas mucho mejor. Nueve de cada diez capitalinos tienen poca confianza, o ninguna, en sus policías preventiva y judicial locales.
El descrédito de nuestras policías no es gratuito. Se lo han ganado a pulso. Ni la policía preventiva ni la judicial tienen niveles siquiera medianos de calidad profesional. En otros países, la selección y la capacitación de aspirantes es muy profunda. En Chile la carrera policíaca, a la que sólo se puede ingresar cuando se ha concluido el bachillerato, dura ocho semestres, lapso en el cual es posible adquirir los conocimientos indispensables para desempeñar un oficio que es de enorme importancia y dificultad. Aquí no se ha emprendido con seriedad la tarea de profesionalizar y modernizar ni nuestros cuerpos policíacos ni nuestro Ministerio Público. Desde luego, a mayores exigencias de profesionalización y modernización deben corresponder condiciones laborales justas y atractivas.
Es triste el dato de la cantidad de agentes policiales y ministeriales consignados como presuntos responsables de delitos ante la autoridad judicial. De diciembre de 2000 a junio de 2006, se puso a disposición de jueces penales a 7,571 agentes preventivos y a 1,424 servidores públicos de la Procuraduría General de Justicia.
Dolorosamente, sigue siendo actual el aserto del inolvidable maestro Alfonso Quiroz Cuarón, formulado hace ya 45 años, de que la policía mexicana se encuentra aún en una etapa primitiva.
Por qué
Es innegable que los gobiernos perredistas heredaron la aguda inseguridad ciudadana de las administraciones anteriores. Desde mediados de la década de los ochenta se estropeó la seguridad pública. Sin embargo, como ya se anotó, la criminalidad está aumentando aceleradamente en nuestra metrópoli. Es muy sensible el aumento registrado de 2004 a 2005. No podemos comparar con años anteriores porque aún no disponíamos del magnífico instrumento de que ahora disponemos: las encuestas victimológicas.
No es tarea sencilla explicar por qué la incidencia delictiva alcanza en nuestra ciudad los niveles que ahora padecemos. Los vaivenes de la criminalidad siguen ritmos cuyo comportamiento tiene mucho de enigmático. Podría pensarse que toda gran urbe, por su concentración poblacional, sus movimientos económicos, sus diferencias sociales y su diversidad de actividades, necesariamente tiende a registrar una tasa considerablemente alta de delitos. Pero, si bien es cierto que el grueso de la delincuencia se aglutina en áreas urbanas densamente pobladas, no es una fatalidad que en éstas la incidencia delictiva crezca o permanezca invariablemente alta.
En Monterrey y Guadalajara, por ejemplo, otras grandes ciudades con las características enumeradas en el párrafo anterior, la incidencia delictiva es de 8,582 y 10,640 delitos por cada cien mil habitantes, proporciones ambas muy inferiores a las de la ciudad de México e incluso menores a la media nacional. Guadalajara ha venido abatiendo de manera notable su criminalidad.
¿Por qué en la ciudad de México la tendencia es la opuesta? Sin pretender la explicación exhaustiva de una realidad sumamente compleja, la cual requiere de un cuidadoso análisis que no se ha hecho, es insoslayable la criminogénesis puesta en marcha por los gobiernos perredistas. Lo advirtió ya en las páginas de esta misma revista, con la lucidez que lo caracteriza, Luis González de Alba.1 Tras la conversión de corporaciones clientelares antaño priistas, los gobiernos perredistas entregaron las calles a comerciantes ambulantes, taxistas piratas, lavacoches y arrendadores de espacios de estacionamiento en la vía pública. La entrega no fue gratuita: había que pagar cuotas económicas y cuotas políticas. Las primeras han suministrado ingentes recursos monetarios a las campañas electorales. Las segundas aportan ejércitos heterogéneos y numerosos de militantes conversos dispuestos siempre a sumarse –junto con invasores de predios y aspirantes a viviendas– a marchas, mítines, plantones y urnas. Las corporaciones obtienen así patentes de corso para sus operaciones. “Pero esas corporaciones –observa el autor de Los días y los años– están siempre con un pie en el puesto callejero y el otro en la delincuencia organizada, en los bajos fondos que van del simple contrabando hasta el narcotráfico, pasando por el secuestro, el robo y el asalto.”
No es difícil percatarse de la relación entre desorden callejero, delincuencia común y delincuencia organizada. El crecimiento exorbitante del comercio ambulante –que se ha adueñado impunemente de kilómetros y kilómetros de calles– ha generado espacios que hacen recordar la corte de los milagros de Víctor Hugo. Nunca como en estos años se había experimentado una invasión así del ambulantaje. Se calcula que el número de vendedores en la vía pública se ha multiplicado en los años recientes. No hay un censo que precise la cantidad. Los cálculos son imprecisos, pero apuntan a un número apabullante de cientos de miles de vendedores informales.
Las variadas formas de comercio ambulante, además de conformar un ámbito apto para objetos robados, fracturan la continuidad de los espacios urbanos, obstruyen la vigilancia y facilitan los asaltos contra los transeúntes por las ventajas que ofrecen a los delincuentes para ocultarse y huir. Tanto los carteristas como los atracadores de conductores de vehículos privados y de pasajeros del transporte público tienen en el desorden callejero una efectiva protección y una probabilidad considerable de impunidad.
Asimismo, como advierte Ana María Salazar al referirse a la delincuencia aparentemente insignificante: “Esto forma parte de los círculos de criminalidad: para mover la mercancía se requiere de un auto robado; para proteger lo robado se necesitan armas, y para mantener todo esto en una bodega se requiere contratar seguridad, lo que incluye la complicidad de la policía local: son células que interactúan. Una vez que se usó el auto para mover la mercancía y las armas usadas en su protección, ya no les sirve y optan por desmantelarlo. Venden las partes en el mercado negro y ese dinero les servirá para comprar armas. A eso se refiere la explosión de la delincuencia organizada, toda una red de delincuentes interconectables”.2
Además de la antigua convivencia entre delincuentes y policías, y la metamorfosis kafkiana de policías a delincuentes después de la jornada laboral, la vigencia efectiva de la ley ha menguado. González de Alba, en el texto ya citado, dice en pocas líneas lo que todos hemos descubierto atónitos, indignados e impotentes:
Se dispararon los secuestros, los asaltos perdieron todo disimulo y ocurrieron a la luz del día y a la vista de la multitud atareada. Tomar un taxi fue arriesgarse al asalto a mano armada y al minisecuestro; cualquiera podía ser asaltado cada quincena; los pobres, viajando en camiones atestados, debían entregar sus relojes mientras una o varias mujeres eran violadas al fondo del transporte desviado de su ruta. Los rufianes se habían tardado en ver ese vacío y lo ocuparon.
La manifestación más salvaje de ese nuevo entorno social fue el linchamiento de tres policías en Tláhuac –dos de ellos asesinados–, cuyo único pecado fue estar cumpliendo con su deber de realizar una investigación sobre narcomenudeo en una escuela. Mientras la turbamulta los inmolaba frente a las cámaras de televisión, pudieron implorar ante los micrófonos de los reporteros una ayuda que no llegó porque el jefe de la policía preventiva capitalina, hoy Jefe de Gobierno electo, sencillamente no dio la orden que los habría salvado. Lo más doloroso no fue el linchamiento, a pesar de toda su crueldad y su miseria infrahumana. Lo más patético es que pudo salvarse a los policías y, sin embargo, se los sacrificó, pues tuvo más peso en el jefe policíaco la negligencia, la pereza, la cobardía o el absoluto desprecio por la vida de los agredidos, o todo eso junto, que el sentido del deber.
Telón
La ciudad de la esperanza llamó a la de México el ex jefe de Gobierno Andrés Manuel López Obrador, pero él y sus adláteres la dejaron convertirse en la ciudad del miedo. Aquella capital, en la que se podía caminar a solas casi por cualquier rumbo y a altas horas de la noche sin temor a un asalto, fue sustituida por una urbe donde la violencia extrema es cotidiana. Se ha venido imponiendo un ambiente de zozobra. Eso ha dañado la calidad de vida de todos, incluso la de quienes no han sido aún víctimas de la delincuencia, y se ha lesionado la cohesión social.
¿Cómo empezar a revertir tal desgracia? La policía preventiva capitalina es corrupta e ineficaz, y está infiltrada en sus distintos niveles por delincuentes. De ahí que el rescate de nuestra ciudad exija, como primer paso, que el Presidente de la República ejerza plenamente sus facultades legales respecto de la seguridad pública en el Distrito Federal. Porque, en esta lucha titánica, la victoria parece imposible sin que se ponga fin a la actitud de connivencia, o por lo menos de negligencia grave, que han observado las autoridades capitalinas ante la delincuencia. A pesar de los pesares, no podemos renunciar a recuperar “la ciudad que todos soñamos”. Esa renuncia equivaldría a aceptar la degradación definitiva del escenario en el que cotidianamente se nos manifiesta la vida. ~