Minutos de decadencia

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No hace mucho descubrí con melancolía que, de mi multitud de estudiantes en edad de casarse sin escándalo, sólo dos sabían quién fue Beatrice y que una vez Dante escribió la Divina Comedia.
     Digo que sólo me dio melancolía porque hace tiempo ya que observo el avance de la barbarie con la impotencia de quien se rinde ante la peste. La primera evidencia de la gravedad del diagnóstico se produjo de hecho ya hace años, cuando descubrí con un sobresalto que aún me atormenta los insomnios que ninguno de mis alumnos en edad de endeudarse sabía quién había sido Stendhal, lo que en el mundo que procuro merecer equivale a no saber quiénes fueron, digamos, los Beatles. Una vez pasado el susto decidí hacer oídos sordos y continuar, estoico como los músicos del Titanic, mientras se hunde el barco y con él la idea de que todo tiempo es hacia delante, como creían nuestros abuelos.
     Pero sucedió que unos días después de lo de Beatrice y el Dante me invitaron a dar una charla en el extremo de una suerte de desierto que va a desembocar en Utrillas, provincia de Teruel (Aragón), por cierto que uno de los desiertos más bellos que he visto. Un escenario entre cuento de hadas o de ciencia ficción, a elegir, muy cerca de Belchite, cuyas ruinas se conservan en perfecto estado para zanjar la discusión sobre quién ganó la Guerra Civil.
     Y no con melancolía sino con una sorpresa incrédula y ahora emocionada descubrí que muchos de los muchachos que me estuvieron dando opiniones y haciendo preguntas habían sido tocados por el dedo de la literatura, confío que irremediablemente. Ni que decir tiene que no a causa de ningún hada ni ciencia ficción sino a la ciencia muy real de un par de jóvenes profesoras gravemente enfermas también, como pude comprobar, de literatura. Y todo ello dentro de unas charlas con escritores organizadas por deporte, y no a cambio de ninguna medalla, por otro par de profesores con fe. (Si los cuentan verán que no son tantos.)
     Con los días todas estas anécdotas han ido encajando en el gran rompecabezas que me tiene agobiado, pero sin resolver el misterio fundamental. Que es el de los intelectuales o artistas que parecen empeñados en profundizar y enriquecer la ignorancia. Me refiero a filósofos que no iluminan, comisarios de arte que oscurecen, periodistas que desinforman o profesores que no enseñan, o no pueden hacerlo por culpa de planes educativos que parecen pensados a modo de caballo de Troya para preparar una futura invasión: como aprendieron los romanos con los griegos, es de toda evidencia más fácil y menos costoso conquistar un país de forzudos que un país de poetas y melómanos con la inteligencia afilada.
     A mi modo de ver proliferan las pruebas de que la invasión ha comenzado y la barbarie no es ya la de toda la vida, desde la toma de la universidad por las sectas del pensamiento políticamente correcto (ya no tan incipiente en España) a la insidiosa idea de la rentabilidad como única regla de vida posible, incluso en la cultura, que hace que por ejemplo en periodismo se tienda a borrar la frontera entre información y publicidad. Hoy en día se quiebran más normas de garantía en los medios españoles que hace veinte años, y todo indica que no hemos hecho más que empezar.
     De todos los síntomas, con todo, el más preocupante es a mi modo de ver el que no puedo llamar más que el suicidio de los guardianes, o por lo menos su huida, me pregunto a cambio de qué pues no alcanzo a ver cuál es la recompensa. Y la forma más visible de comprobarlo es, igual que cuando Orwell denunció la superchería estalinista, mediante el abaratamiento y mixtificación del lenguaje.
     Me refiero a la incomprensible deserción de profesores, escritores, editores y artistas de la obligación de defender lo obtenido hasta la fecha. Por antipático y gaseoso que resulte, lo que no podemos llamar más que cultura. Profesores que aceptan inconcebibles dosis de ignorancia como si se tratase de un huracán o un diluvio, gestores culturales (una raza en expansión) incapaces de distinguir un cuadro abstracto y menos aún de abstraer una idea, o escritores que en su día querían ser Borges y hoy sólo aspiran a que los reciclen en película.
     Hasta aquí, todo suena más o menos conocido. Lo novedoso es el regodeo, la complacencia; la alegría, desfachatez e impunidad con que profesores reivindican el pensamiento sectario, arquitectos reclaman su derecho a aplastar ciudades, cineastas disfrazan de arte sus fotonovelas, el porno rosa sustituye a la canción popular, los premios literarios se conceden por encargo, la televisión propone como revolución social lo que era y sigue siendo patético vicio de mirones… y que nadie diga nada: ese sí que es un misterio. Reconocerán que, en toda esta cadena de enigmas, no es el menos consolador el que en un desierto de Teruel dos profesoras y un centenar de muchachos hayan decidido dar asilo a literatura, y preservarla mientras pasan estos cinco minutos de decadencia.

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(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).


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