Señores del jurado, me declaro culpable. Otros, más sabios que yo, han decretado la grandeza de la literatura del Norte y yo discrepo. Críticos y lectores han coincidido, fraternos, en su júbilo y yo disiento. Intenté, lo juro, compartir su entusiasmo pero me vencieron los bostezos. Supongo que tengo justificaciones: vivo en la ciudad de México, soy de clase media, una miopía atroz me tortura. Me declaro también, de paso, azorado: no sabía que se me exigía sumarme al juicio de los otros. Eso me demanda, al menos, Eduardo Antonio Parra en un texto escrito para rebatir otro mío [Letras Libres no. 81]. Comienza su alegato confesando su asombro: unos, muchos, han dicho tal cosa y yo, uno solo, digo otra. No hay consenso, vaya asunto. Por fortuna su sorpresa languidece pronto y da paso a pasiones menos infantiles: el enojo, la ironía, el morbo, hasta concluir en una mueca, acaso una sonrisa. Mi espíritu es más pobre: su texto me provoca pocas cosas. Escribo por inercia.
¿Señores del jurado? ¿Culpable? Disculpen el melodrama. Es sólo que soy, como repite nuestro polemista, demasiado joven. Tengo diecinueve o veintiocho años, ya no recuerdo. De ser menos joven, eso es seguro, sería un adulto agradecido. Agradecería a Parra, por ejemplo, fijarse más en mí que en mis argumentos. Una curiosidad malsana salpica aquí y allá su texto: qué leo, cómo leo, qué sería de mí y de mi rabia en Argentina. (En Argentina, aclaro, bailaría tangos, comería alfajores, penetraría porteñas.) Su morbo no auspicia conjeturas inspiradas. Esto sugiere después de pensarme: me gustan los "relatos teóricos", desprecio el "realismo", disfruto aquello que —si entiendo bien una de sus frases trabajosas— es "raro" en México. ¿Relatos teóricos? ¿Despreciar el realismo? Me da pena (es un artificio: no soy penoso) explicarle a Parra lo siguiente: todos los relatos son teóricos, no se puede abjurar del realismo sin abjurar de la literatura toda. Cualquier escrito literario supone, así sea involuntariamente, una teoría: una apuesta conceptual, una postura ante la tradición, una manera de concebir la literatura. La crítica se ocupa, justamente, de desmontar ese esqueleto teórico. Lo mismo ocurre con el realismo: toda literatura es realista. Es decir: representa, con distintos recursos, a veces fantásticos, experiencias ocurridas fuera de los libros, en eso que por comodidad llamamos realidad. Así que no, lo siento: no abjuro del realismo porque aún me gusta la literatura. Sólo eso me gusta, de hecho. ¿México? Cómo podría gustarme.
El origen de la palabra polémica puede ser militar pero su ejercicio demanda, como quería Groucho Marx, lo contrario: inteligencia. Levantar unos argumentos para derruir otros. Oponer ideas alternas a las rebatidas. Pensar en voz alta. Parra argumenta poco, casi nada. Dedica su texto a citar mis tesis, a traicionarlas mientras las cita y a rebatirlas mientras las traiciona. Es usual su estrategia: no discutir nada que no haya sido previamente malinterpretado. Quisiera (otro artificio: no deseo nada) discutir algunas ideas pero la inexistencia de las suyas me obliga a ser sólo puntilloso. No dije eso, dije esto otro. No dije por ejemplo, como señala Parra, que la literatura del Norte fracase por ser realista. Toda literatura, insisto, lo es. Dije, y prometo no citarme: buena parte de la literatura del Norte fracasa por su tipo de realismo. Describí: un realismo más atento a la acción que al tedio, a lo público que a lo privado, a los hechos que a las emociones. No lo dije entonces pero lo digo ahora: un realismo que, bajo el pretexto de escuchar el mundo, desatiende los llamados de la forma. ¿Que no toda la literatura del norte es así? Nunca sugerí lo contrario. Festejé las excepciones, subrayé: hay, hubo, debería haber, otros realismos.
Escribe Parra que reduzco toda una literatura (la del Norte) (norte de México, un país al sur de Estados Unidos) a un solo tema: el narcotráfico. Si lo hago, me festejo. Ésa era, entre otras, mi intención: afirmar que una narrativa tan empecinadamente "realista" retrataría, casi por carambola, al narcotráfico. Hay, quién lo duda, más temas en ella: emigrantes, sexo, circos en el desierto. Pero mi ensayo no trataba, ay, sobre emigrantes, sexo o circos en el desierto. No me cuesta refrendarlo: toda literatura escrita en el norte de México alude, directa o indirectamente, al narco. El mismo Parra, tras censurarme, me confirma. Escribe sobre el narcotráfico: allá arriba "la vida está inmersa en él […] todos tenemos algún conocido que milita en sus filas […] es un fenómeno integral, capaz de cimbrar —no de destruir— todos los aspectos de la existencia humana". Coincido y pregunto: si el narco está tan presente en la realidad norteña, ¿cómo describir esa realidad sin aludir a él? ¿Es reduccionista o lógico afirmar que si se quiere retratar la vida, y la vida está "inmersa" en el narcotráfico, hay que sugerir el narcotráfico? (Es tan lógico como cacofónico.) Para no contestar Parra me regaña: el narco no es como yo, defeño clasemediero, señalo. Hay violencia pero la violencia es apenas un elemento más. Para persuadir echa mano del regionalismo: él lo sabe porque es de allá, yo no porque soy de aquí. Le concedo eso si él me concede que yo, por ejemplo, sé más del amor porque una vez, creo, ya no recuerdo, casi tuve sexo.
Ante la pobreza de sus tesis, una sospecha: molestan menos a Parra mis argumentos que mi manera de expresarlos. Una y otra vez no encuentra mis comentarios falsos sino exagerados. Una y otra vez me atiende más a mí que al tema. Una y otra vez opina que vocifero demasiado. Todo, casi todo, lo asombra. Que me exhibo y me autojustifico. Que no manifiesto las lecturas que dan sostén a mis juicios. Que mis juicios, por Dios, son radicales. Puede disfrazar su asombro pero apenas si me engaña: lo que le molesta es cierta crítica literaria. Yo acuso: Parra no tolera el protagonismo de la crítica. Acuso y, de algún modo, lo disculpo: no está sólo en su molestia, una tradición contraria a la crítica radical lo cobija. Quisiera Parra una crítica modesta, de medio tono, tan atenta a la pluralidad como para ser incapaz de arrojar cualquier juicio. Una crítica servil, al servicio de los autores que analiza, inconsciente de sí misma. Crítica subsidiaria, perdida en el reparto, apéndice apenas de las obras literarias. "Lo que no se tolera —escribía Roland Barthes en 1965— es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje." Tampoco, hoy, que un lenguaje, el de la crítica, se afirme tan válido como el de la literatura.
De haber un jurado caminaría hacia ellos, alisaría mi cabello y diría: señores del jurado, ésa es la cuestión. No la literatura del Norte, sobre la que el señor Parra no aporta nuevos argumentos. No el narcotráfico. Ni siquiera esto o aquello. La crítica y la literatura, eso, sobre todo eso. Agitaría dramáticamente unos papeles en la mano y diría: esto, pruebas. ¿Mis pruebas? Además del texto polémico de Parra, sus reseñas, publicadas en esta misma revista. En ellas Parra ejerce eso que, tácitamente, defiende en su texto: una crítica modesta, sedada. Notas sin ningún vuelo literario, carentes de violencia, sordas a su propia problemática. Notas sintomáticas, castigadas por los rasgos que definen a casi toda nuestra crítica: nulo arrojo teórico, poco interés en los mecanismos formales, ningún intento de afianzar un lenguaje capaz de hablar de otro lenguaje. Eso y, animando todo eso, una certeza triste: la crítica literaria no es, no puede ser, literatura.
Señores del jurado, concluyo, si me lo permiten, mi alegato. (Música de despedida.) La crítica literaria es, puede ser, debe ser, literatura. Tan válida como la poesía. Tan creativa como la narrativa. Su oficio no es seguir a los autores sino afirmarse, con ayuda de ellos, como una voz aparte. Debe oírse tanto a sí misma como a los otros. Usar a los autores antes que dejarse usar. No es menos significativa que la ficción: una inventa realidades, la otra sentido. Es, como la poesía, un intento de decir lo indecible: el genio de unos autores, la extrañeza de ciertos libros, el placer de la lectura. ¿Exagerar? Todo el tiempo. No hay manera de defender un punto sin recargarlo. No hay manera, tampoco, de crear sin delirar. La crítica literaria debe delirar. Que lea a los clásicos como contemporáneos y a los contemporáneos como clásicos. Que emule y parodie. Que sea a veces ficción y otras ciencia, de pronto aforística o torrencial, nunca previsible. Que hable, también, de sí misma. Siempre. Por una razón: es tan significativo lo que ocurre entre un libro y la realidad como lo que pasa entre los libros y la crítica. ¿Sembrar discordia? Una vez y, después ante la alarma, otra y otra vez. La crítica no está ahí sólo para guarecer una tradición sino para poner otras en crisis. ¿Callarse? Sólo si el resto lo hace. Se dice para menospreciarla: depende de una creación previa, es posterior a la novela o a la poesía. Ésa es, señores del jurado, su ventaja decisiva: la crítica aguarda, dirá la última palabra.~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).