Necrocorrido

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Año de 2010, penúltimo día de mayo. Tomado por los militares, al Ángel de la Independencia se le extraen los huesos de los héroes que nos dieron Patria (y ahora tuétano) para llevarlos ante un laboratorio de csi –Cadáveres Supuestamente de la Independencia, en español– que dirá, por fin, que Hidalgo es esa calavera agujereada y que Morelos no se nos perdió. Unos días antes el jefe de las conmemoraciones del Bicentenario, José Manuel Villalpando, escribió en un diario: “han esperado pacientemente allí, en sus urnas solitarias que pocos han visto, sin que nadie los visite, sin que nadie se detenga ya no digamos a agradecer lo que hicieron, sino al menos a pensar en ellos”. Es como si se refiriera a una abuelita en silla de ruedas que espera la visita de sus nietos cada domingo desde hace doscientos años. Felipe Calderón, con los tanques sobre Avenida Reforma, dirige un discurso; los huesos en vitrinas o criptas negras se trasladan y termina “este acto solemne”. Un historiador, Masferrer, en la tele dice: “Hay que recordar que las pruebas de dna arrojan que todos los amerindios compartimos a cuatro madres.” Del traslado al Castillo de Chapultepec y su exhibición por un año en Palacio Nacional se espera que, de una vez por todas, se oficialice que esos huesos son de los héroes independentistas. Y no de perro. “Le falta el sello de Oficialía de Partes.”

La historia de la necrofilia tiene casi veinte años. El 20 de junio de 1991, a las nueve de la mañana, el mismo Villalpando desenterró un ataúd forrado con plomo y zinc en el cementerio parisino de Père Lachaise por órdenes de Salinas de Gortari. Se creía que ahí estaban los huesos de Morelos. Sólo se encontró a su hijo, Juan Nepomuceno, a quien Juárez llamó “traidor” porque le rogó al emperador Maximiliano que no se fuera, que la cosa se iba a componer. Como cuando Salinas. Como ahora. No se vaya, lector.

Es el Congreso Nacional Constitu-yente el que nombra a Hidalgo, Morelos, Allende, Mina, Abasolo, Matamoros, Galeana, Jiménez, Rosales, los hermanos Bravo y a Moreno como “beneméritos de la Patria en heroico grado”, y deja fuera de la lista liberal a Iturbide. Es 1823 y ya muchos de los restos están hasta confundidos con huesos de animales o les faltan pedazos, pero los liberales necesitaban a unos padres fundadores de un país que existía sólo en sus cabezas, y los traen de todos los entierros posibles –como ahora en las noticias, con las cabezas separadas de los cuerpos– para concentrarlos en la capilla de San Felipe de Jesús dentro de la Catedral Metropolitana. Lo que llega es una red de agujeros, para citar a los porteros mexicanos: el cadáver de Abasolo está en algún lugar de Cádiz; Leonardo Bravo, padre de Nicolás, revuelto con otras decenas de huesos en una fosa común de Veracruz; Hermenegildo Galeana no se encuentra; Víctor Rosales se supone que llega a la Catedral pero no resiste el primer traslado al Altar de Reyes; su nombre simplemente desaparece. Llegan los cráneos de Hidalgo, Allende, Aldama y José Mariano Jiménez, y el tronco de Pedro Moreno desde Guanajuato porque su cabeza está en otro estado de la república. Mina, Morelos, Nicolás Bravo y Matamoros llegan, aparentemente, completos. Como relataron Lucas Alamán y Carlos María de Bustamante, testigos del traslado de los huesos de los héroes: en el público estaban casi todos los que habían clamado por el fusilamiento de los libertadores y se les hacían misas desde los púlpitos donde antes se les había insultado y excomulgado. Es el caso. La derecha que nos gobierna hoy no puede celebrar ni los doscientos años de independencia, porque apoyó a Maximiliano y a Iturbide, ni los cien de la Revolución porque azuzó a los cristeros y luchó contra Lázaro Cárdenas. Si hiciera falta recordarlo con Calderón, rodeado eternamente de militares, el pan es de cruzadas perdidas. Creen en la estabilidad sobre el cambio, en la seguridad sobre la libertad, en los comerciantes sobre los ciudadanos. En los huesos sobre el futuro.

En 1925, cuando Plutarco Elías Calles decide quitarle a la iglesia católica la posesión de los huesos heroicos y llevarlos a un lugar, si bien porfirista, por lo menos laico –a la Columna de la Independencia–, Morelos no aparece sino como un cráneo con una “M” pintada en la frente. No hay cuerpo. Y eso es lo que desata la teoría de que es, en realidad, la calavera de Matamoros o de Pedro Moreno. Tantos apellidos con la misma letra que uno se pregunta por qué a los enterradores no se les ocurrió otro método para diferenciar los cráneos. Morelos, quien había llegado de su sepultura por fusilamiento y sin decapitación (1815) en San Cristóbal Ecatepec a la Catedral de la ciudad de México, según las crónicas de la época, “con todo y sus botas”, ha desaparecido en algún momento en poco más de cien años.

Así que cuando Calles decide quitárselos a la jerarquía católica lo hace con lo que tiene a la mano el gobierno de la Revolución: coro de maestros de la sep, soldados condecorados por las guerras contra Estados Unidos y Francia, y carrozas tiradas por mulas que van sobre Paseo de la Reforma: Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, en la primera. Morelos –es decir, Moreno–, Mina y Guerrero, en la segunda, seguido de Matamoros, Bravo, Quintana Roo y Leona Vicario. No hay mención de los huesos de Adaucto Fernández, es decir, de Guadalupe Victoria, que era el único que había muerto de causas naturales, hipertrofia del corazón, con alucinaciones en las que “se le presentaba la patria como una sensación de terror”. El primer presidente de México fue también su primer ex presidente y, como todos ellos, vio a la Patria como un monstruo que no escuchaba sus instrucciones. Murió echando espuma por la boca y con los ojos muy abiertos.

Los restos que se extraen hoy no abonan a la memoria, como quisiera el necrófilo Villalpando, sino que se acumulan al “diez por ciento” de civiles muertos “en enfrentamientos con el crimen organizado”, a los cadáveres no identificados que se asume que son narcotraficantes, a los estudiantes y niños del fuego cruzado. El Bicentenario de Calderón no podría tener otro foco que el de un ministerio público y un forense analizando si los huesos son de los héroes.

Si quieren encontrar a Morelos, búsquenlo debajo de la cama. ~

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