Lo más extraño de la nieve
es no haberla visto
pero convocarla
como un hábito del asombro
o una condición de ciertas palabras.
La nieve solícita de Lezama,
por ejemplo,
su nieve perpleja en el trigo,
su festón enhebrado de nieve,
su pulpa cortesana,
sus insectos ciegos
a pique por el flanco frío,
sus nieves declamadas,
sus nieves invitadas,
sus nieves que escrutan
gamos en el bosque
y follajes cubiertos
por la red de una luz
tan tenue como la falacia
del invierno fijo en las palmeras
que se deshace
con el primer golpe de sol,
su rastro de arena,
y la brisa canicular pintada de verde.
¿Qué es esa nieve
retenida por sus paradojas?
¿La nieve de alguien,
íntima e intransmisible,
o la nieve del mundo?
Una analogía redundante:
si el mármol es parásito de la nieve
no a la inversa
la cercanía blanca es tan absoluta
que entonces se cancela.
Y no hay conocimiento.
Pero con otras formas,
con otros hechos
el símil puede tener
la consistencia de un acto.
Nunca he visto el muérdago,
su amarilla natividad,
sus bayas pálidas en el roble,
su contorno suelto y sin corona.
Sé que hay umbrales precisos
donde impone la costumbre de un beso
o épocas en medio del verano
próximas a la sequía
en que arde en una fogata
por sacrificio o por memoria.
Según los druidas
(que para mí son como la nieve)
el muérdago lo cura todo,
es sabio e inmortal.
Lo mismo podría decirse
de cualquier cosa que se desconoce:
el tojo en el mediodía
de un monte quemado,
el baobab en la tórrida planicie
o los tisanuros en un hoyo
distante del viento.
La nieve a veces no tiene linderos,
redime castas, fechas,
hace ritos en la tierra
que invierten la simetría
de lo que buscan los ojos.
Entonces las quimeras
ya no se miran
tras la reja como antes.
Y así ocurre de repente:
cuando descubrí la nieve de verdad,
la nieve sola,
ya no importaba. –
(ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. Por su libro 'Muerte en la rúa Augusta' (Almadía, 2009) ganó en 2010 el Premio Xavier Villaurrutia.