En estos momentos, a mediados del 2006, mi propuesta es que la realidad toma la forma de un octágono, con las ocho caras que a continuación describo:
Cara uno: Un hecho básico
en la historia mundial
Nuestras dificultades presentes surgieron a partir del ascenso del liberalismo en los últimos siglos. Por liberalismo, me refiero al cuerpo de ideas que comenzaron a asumir una forma reconocible en el siglo xvii, y que se ha seguido desarrollando desde entonces. Las ideas liberales insistían en un espíritu de humildad intelectual y práctica; en la tolerante aceptación de la incoherencia y la contradicción. El liberalismo insistía en que la sociedad puede dividirse en esferas separadas, y cada una de ellas puede operar con mayor o menor independencia de las demás, sin detrimento para nadie.
El liberalismo insistía en separar la Iglesia del Estado. Pero también marcaba otras separaciones: entre el Estado y la sociedad, entre el Estado y los individuos, entre la sociedad y el individuo.
El liberalismo subrayaba que nuestro propio pensamiento puede dividirse en esferas separadas, de modo que en una parte del cerebro podemos representarnos el mundo de una forma estrictamente religiosa, si así lo deseamos, y en otra área del cerebro podemos representarnos el mundo de manera científica y racional. Así, el liberalismo nos permite al menos intentar mantener la integridad de la propia racionalidad, sin tener que supeditar los cálculos racionales a otras maneras de pensar todo el tiempo.
Para el siglo xix, la idea del liberalismo ya era bastante conocida en diversas regiones del mundo, no nada más en la Europa occidental y Norteamérica. Y se difundió la creencia de que el liberalismo, en el sentido amplio que describo antes, contenía el secreto del progreso humano. Se creía que, si tan sólo la gente organizara sus sociedades y su propio pensamiento de acuerdo con los principios liberales, podría desencadenar los poderes del raciocinio y la ciencia. Tales sociedades se volverían más eficientes, inventivas y productivas. Y, en todo el mundo, la gente comenzaría a vivir una existencia mucho más humana –menos animal–, más segura, satisfactoria, saludable y con mayores riquezas.
Durante el siglo xix, los eventos en muchas partes del mundo parecían sugerir que este tipo de progreso estaba al alcance de absolutamente toda la humanidad, tarde o temprano.
Cara dos: Los aspectos desagradables del liberalismo
En su humildad, el liberalismo siempre ha permitido la autocrítica. En esa tónica, los que ahora somos liberales debemos ser capaces de reconocer que hay algo desconcertante, incluso un poco repugnante, en la idea liberal. Un primer aspecto desconcertante ha sido una enorme capacidad para la hipocresía. Es perfectamente posible proclamar las intenciones más liberales y, acto seguido, esgrimir una espada y emprender la marcha, matando y provocando el caos por razones que al final no tienen nada que ver con las intenciones liberales.
A lo largo del mismo siglo xix, cuando grandes grupos por todo el mundo comenzaban a aceptar la noción de un camino liberal y sin tropiezos hacia el progreso humano, algunas de las personas que con más alharaca promovieron esta idea se dedicaron a construir gigantescos imperios basados en la explotación y la búsqueda de la fama. Todos y cada uno de los países poderosos que apoyaban las ideas liberales y sacaban provecho de ellas acabaron implicados en estos proyectos.
Los imperios Británico y Francés avanzaron con sangre hasta las rodillas por amplias zonas del mundo, al tiempo que proclamaban las más altas motivaciones. En Estados Unidos, la noción del progreso liberal estaba indestructiblemente ligada a las acciones más horrendas contra las tribus nativas. El esclavismo estadounidense era promovido por algunos de los mismos individuos que promovían un liberalismo jeffersoniano en otros aspectos. Justo al final de la centuria, Estados Unidos conquistó territorios para formar su propio imperio remoto, nunca en la misma escala que las grandes potencias europeas, pero, de todos modos, con una intención perfectamente imperial; un territorio que le fue arrebatado, en gran escala, al Imperio Español, rabiosamente antiliberal. Y, en las Filipinas, el liberal Estados Unidos acabó cometiendo sus propias matanzas, precisamente al estilo europeo, pero con un grado de hipocresía aún mayor, dadas las pretensiones liberales de los estadounidenses.
Por su parte, los belgas probaron ser más sanguinarios que nadie durante el final del siglo XIX y el comienzo del XX. En cuanto a los alemanes, nunca gobernaron un imperio muy grande, fuera de Europa. Y sin embargo, después de llegar tarde a las adquisiciones imperialistas, acabaron practicando en África los métodos más modernos de opresión. Justamente, en los primeros años del siglo xx, fueron pioneros en la técnica de encerrar a todo un grupo étnico en un campo de concentración y emprender un exterminio, y esto lo hicieron justo cuando la creencia en el progreso liberal mundial estaba en su cúspide. Luego, a partir de 1914, los asesinatos en masa se extendieron por la misma Europa –una situación imprevista para la gente que había defendido la idea del progreso fácil. De esta terrible manera, se reveló que el liberalismo es proclive a una particular debilidad: una catastrófica ingenuidad en el tema del sufrimiento humano y la irracionalidad.
El liberalismo siempre ha contenido un segundo aspecto que también provoca abatimiento, no tanto práctico, sino metafísico. Hay algo en el ser humano que ansía la unidad del pensamiento y la sociedad, algo que quiere alcanzar una fuerza sobrehumana, algo que anhela un dios, o algún otro poder supremo o mano que lo guíe. El liberalismo, en su humildad, no niega este deseo. Pero tampoco lo satisface. El liberalismo dice, en efecto: “Sí, puedes sentir este anhelo, tienes derecho a sentirlo y a elaborar el sistema de pensamiento religioso o filosófico que te plazca. Pero debes permitir que estos anhelos y sistemas de pensamiento permanezcan confinados a sus propias esferas, y no reducir cada aspecto de la vida y de la mente a un solo anhelo o sistema de pensamiento.” Al escuchar tal mensaje, el alma se cae hasta los pies. Y por esto, el liberalismo siempre ha dejado a mucha gente insatisfecha.
Cara tres: Antiliberalismo
Los aspectos desagradables del liberalismo siempre han generado movimientos de rebeldía contra las sociedades y las doctrinas liberales. Estas rebeliones tienden a seguir un patrón identificable de dos etapas: comienzan como protestas contra los crímenes que, hipócritamente, se cometen en nombre del liberalismo y luego evolucionan hasta convertirse en condenas de la naturaleza antimetafísica del liberalismo en sí. Es decir, las rebeliones comienzan como protestas políticas, y terminan como esfuerzos metafísicos para eliminar la noción de la separación de las esferas.
Las rebeliones comenzaron en el siglo XIX como movimientos literarios y filosóficos de conformidad con los principios del romanticismo. Sin embargo, en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, estos impulsos románticos crecieron hasta formar movimientos políticos, que tomaron una forma muy específica y original: los partidos totalitarios y las organizaciones masivas de la Europa de la posguerra. Los movimientos totalitarios brotaron prácticamente en todos los países europeos.
En la actualidad, cuando miramos en retrospectiva los movimientos totalitarios europeos, podemos suponer que cada uno fue sui generis, y que nada los ligaba. Nos resistimos a la idea de que un movimiento de la extrema izquierda como el bolchevismo pudiera haber compartido rasgos significativos con movimientos de la extrema derecha, como el fascismo de Mussolini y el nazismo de Hitler. Y no obstante, los movimientos de extrema derecha tenían aspectos de extrema izquierda; a esto se debe que el movimiento hitleriano reclamaba la palabra “socialismo”, y, por lo mismo, Mussolini, que tenía antecedentes en la extrema izquierda, atraía seguidores izquierdistas. Hace más de cincuenta años, Hannah Arendt ya había identificado las similitudes fundamentales entre las versiones derechistas e izquierdistas del totalitarismo, y a su argumentación solamente añadiría yo un énfasis en las estructuras mitológicas, en la mitología común que subyace en cada uno de los movimientos e ideologías totalitarias.
Ésta es la mitología que describí en Terror and Liberalism –aunque difícilmente soy la primera persona en hacerlo. Es la mitología que comienza estipulando la existencia de un pueblo bueno, atacado por una siniestra conspiración de fuerzas corruptoras internas y fuerzas diabólicas externas. El pueblo bueno debe alzarse en una batalla apocalíptica contra tales fuerzas y, al final de esa terrible batalla, se producirá una sociedad perfecta, en la que la separación de las esferas del liberalismo será eliminada; esa sociedad asumirá la forma de un todo único y sin fisuras, purificado de toda corrupción y elemento extraño.
Todos los movimientos totalitarios que siguieron a la Primera Guerra Mundial en Europa postulaban los términos de esta mitología de distinta manera, de modo que el pueblo bueno se identificaba con el proletariado (en el caso de los comunistas), o los hijos de la loba romana (para los fascistas italianos), o los guerreros de Cristo Rey (para los fascistas españoles), o la raza aria (para los nazis), y así por el estilo. Las fuerzas internas corruptoras eran los kulaks1 y la burguesía, o los masones, o –invariablemente– los judíos. La conspiración externa venía de los imperialistas angloamericanos, o de la tenaza que formaban la Unión Soviética y Estados Unidos, de la que, se decía, atacaba a Europa, o de las fuerzas del Sóviet y del ateísmo liberal.
La batalla apocalíptica iba a ser la guerra de clases, la de razas, o la cruzada católica del general Franco. Y la nueva sociedad perfecta sería el comunismo, el fascismo, el Tercer Reich, o la Nueva Edad Media de una perfecta España católica.
La mayor parte de los movimientos políticos postulan grandes mitologías que los sustentan, pero las de tipo totalitario se distinguían por un inusual culto a la muerte. La utópica perfección que culminaba la mitología siempre acababa requiriendo la matanza de millones. No era infrecuente que solicitara el autosacrificio de los mismos totalitarios. Naturalmente, el culto de la muerte variaba de un movimiento a otro. Los franquistas gritaban “¡Viva la muerte!”, mientras que los estalinistas clamaban sobre los Planes Quinquenales. Y, pese a esto, curiosamente, el comunismo soviético inspiró el mayor entusiasmo en todo el mundo precisamente en esos periodos en los que el Plan Quinquenal requería la liquidación masiva de ciudadanos, incluyendo a la cúpula del Partido Comunista. En 1956, cuando el comunismo soviético viró hacia una dirección menos sangrienta y opresiva, la Unión Soviética perdió mucho de su prestigio revolucionario, en favor de la China maoísta, en la que la brutalidad de estilo estalinista continuaba.
Cara cuatro: La ceguera liberal
El liberalismo siempre ha tenido dificultades para reconocer la naturaleza y a veces la existencia misma de estas rebeliones totalitarias. Esto se debe, en parte, a que el liberalismo da por sentado un mundo en el que la gente se comporta de acuerdo con un análisis racional de intereses y deseos. Ése es el ideal liberal, y es natural para sus partidarios asumir que ese ideal ya se profesa extensamente.
Y, sin embargo, justo el propósito de los movimientos totalitarios es alzarse en contra de ese tipo de cálculos racionales. Los totalitarios quieren vivir sus fantasías apocalípticas, quieren sentir la excitación del odio intenso y la emoción que rompe los tabúes del asesinato en masa. La gente con mentalidad liberal quiere creer que no existe esa excitación y esos deseos.
Dado que el liberalismo siempre se ha querido autocrítico, es muy fácil para la gente con ideas liberales acabar observando los movimientos totalitarios y, en un ánimo reflexivo, preguntarse: Y, ¿no somos nosotros, los liberales, tan malos como ellos, o quizá peores? Lo que en algunas ocasiones ha sido el caso, aunque no típicamente.
Una incapacidad liberal para reconocer la existencia y naturaleza de los movimientos totalitarios ha sido un rasgo cardinal de la historia del siglo pasado. Así como en el siglo xix, en el que los liberales fueron en ocasiones extrañamente ciegos ante los crímenes de sus peores enemigos, los totalitarios del XX cometían genocidios que tendían a pasar inadvertidos ante los ojos de los liberales, al menos por un tiempo. Actualmente, todo el mundo conoce, demasiado bien, la historia de los camaradas viajeros del comunismo –la gente de ideas liberales que, sin ser comunista, intentó imaginar que el comunismo era un liberalismo a toda máquina, en una versión eslava primitiva. Más tarde, los camaradas viajeros liberales no pudieron ver o creer que, en la década de los treinta, Stalin estaba privando deliberadamente de alimentos a millones de campesinos ucranios hasta matarlos, y cometiendo otros crímenes equivalentes; del mismo modo en que los descendientes de esos viajeros, los radicales al estilo del 68, nunca lograron reconocer lo que estaba pasando en la China comunista en manos del presidente Mao.
Debemos recordar que los liberales derechistas padecían de una ceguera similar en relación con el fascismo, incluso con el nazismo. Bueno, hasta algunos de los liberales izquierdistas eran incapaces de entender la naturaleza del fascismo y el nazismo. La facción mayoritaria del Partido Socialista Francés terminó votando a favor del mariscal Pétain y de la Francia fascista. Los socialistas franceses que fueron tenazmente antifascistas eran una minoría.
Cara cinco: variaciones musulmanas
El totalitarismo surgió en Europa después de la Primera Guerra Mundial, pero se extendió de inmediato al mundo musulmán, primero en la forma del comunismo, pero, de manera más importante, como variantes musulmanas del concepto original europeo. Los dos ejemplos básicos han sido el baazismo (que es la versión más radical del nacionalismo panárabe) y el islamismo radical, como el que se dio en el Egipto suní, al sur de Asia, y más tarde en el Irán chiita.
El baazismo y el islamismo radical se perciben convencionalmente como opuestos porque, mientras que el baazismo pugna por una dictadura conducida por los políticos de su propio partido, los islamistas radicales buscan una dictadura clerical –son distintas metas. El baaz y los islamistas se han enfrentado en terribles guerras, no solamente en los años 80 entre Iraq e Irán. Pero, de cualquier modo, también tienen detrás una larga historia de alianzas; por ejemplo, entre el baaz sirio y el Hezbolah libanés, que se ha mantenido firme por más de un cuarto de siglo. En la actualidad, las alianzas de baaz e islamistas luchan con uñas y dientes contra las fuerzas democráticas tanto en el Líbano como en Iraq. Esas alianzas tampoco deben sorprendernos.
El baazismo y el islamismo radical tienen cosmologías similares; en realidad son variantes de la misma cosmología, que postula un mundo en el que el pueblo bueno es, o bien la nación árabe (en el caso de los baazistas) o la comunidad del islam (para los islamistas), que sufren el acoso, según el caso, de fuerzas internas corruptoras (judíos, masones, falsos árabes y musulmanes hipócritas) y por fuerzas diabólicas externas (sionistas, imperialistas occidentales), que buscan exterminar al pueblo bueno. Ambos claman por una guerra apocalíptica (la revolución árabe, la yihad) para resistir el mal cósmico y crear la sociedad perfecta. Tanto el baazismo como el islamismo describen esta sociedad perfecta como una resurrección modernizada del Califato musulmán del siglo séptimo, si bien el baaz enfatiza el aspecto étnico árabe imperial del Califato, mientras que los islamistas radicales dan preponderancia al aspecto teocrático sagrado y al reino de la shariah. Hace un año, un editor en Jordania publicó una novela que se decía fue escrita por el propio Saddam Hussein, la cual, resumida por The New York Times, sigue muy cercanamente la narrativa básica acerca del antiguo Califato y sus enemigos que describo antes.
El baazismo y el islamismo radical también comparten una porción de su historia intelectual. Cada uno de estos movimientos vio la luz en el periodo clásico de todos los movimientos totalitarios, es decir, los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, y los dos abrevaron de fuentes europeas. El baaz, especialmente en el nazismo, aunque también en el estalinismo. El mentor de Hussein, Michel Aflaq, estudió en Francia y tradujo al teórico nazi Alfred Rosenberg al árabe. El islamismo radical estudió a algunos de los escritores de Vichy, así como las ideas nazis acerca de los judíos –por ejemplo, en Los protocolos de los sabios de Sion, que desde hace tiempo entró en los comentarios islámicos del Corán. También el fascismo italiano los influyó. No deja de ser significativo que, en su juicio en Iraq el pasado diciembre, Hussein (como lo reportó The New York Times, el 6 de diciembre de 2005) invocara a Mussolini como su modelo de resistencia heroica –una afirmación notable.
El baazismo y el islamismo radical también han prosperado políticamente a un ritmo bastante parecido. Ambos movimientos alcanzaron el apogeo de su poder en 1979, cuando el ayatola Jomeini condujo su revolución islámica en Irán, y Hussein logró radicalizar la ya existente dictadura baazista en Iraq. Ambos, también, dieron el disparo de salida de sus apocalipsis. Y las consecuencias han resultado, desde el punto de vista de la historia del totalitarismo moderno, por completo predecibles y tradicionales. En su esfuerzo por resistir las siniestras fuerzas cósmicas de la maldad y por resucitar el antiguo Califato, la revolución árabe del baazismo y la yihad de los islamistas radicales han asesinado, entre ambos, a más de dos millones de personas desde 1979. La era del totalitarismo es la era del genocidio, y hoy, en el mundo musulmán, se vive la era del totalitarismo.
Cara seis: La ceguera liberal en Oriente Medio
La misma ingenuidad que impidió que los liberales de buen corazón se dieran cuenta de la escala que habían alcanzado los crímenes de Stalin y Hitler en el pasado, impide también a sus descendientes darse cuenta de las matanzas más recientes. Los liberales de buen corazón hoy se dicen a sí mismos que las masacres en el mundo musulmán moderno son de origen antropológico, y reflejan rasgos eternos de la civilización musulmana; por lo mismo, concluyen, no deben verse como sucesos extraordinarios o modernos. Esta explicación es una calumnia. La historia del islam y del Imperio Otomano ha visto muchas centurias doradas de paz y civilización, con beneficios para el mundo entero. A lo largo de los siglos, el islam ha tendido a ser más –y no menos– tolerante que el cristianismo.
Alternativamente, la gente de buen corazón gusta de imaginar que las matanzas en el mundo musulmán moderno se derivan de auténticos agravios, y que millones de musulmanes han sido exterminados porque los israelíes han oprimido a los palestinos; aunque esta hipótesis no puede explicar por qué los peores sufrimientos de los pueblos árabes y musulmanes en los tiempos modernos les han sido infligidos, abrumadoramente, por los movimientos totalitarios musulmanes, y no por los sionistas. Algunas veces, la gente de buen corazón insiste en creer que, sea quien sea el que cometa los asesinatos, la culpa debe recaer, al final, en Occidente. Así, se culpa a Estados Unidos por haber apoyado a Hussein en la década de los 80, lo mismo que por derrocarlo en el 2003, y en ambos casos su actuación es equivocada. Pero la consecuencia de este tipo de razonamiento es que se induce a la gente a desviar la mirada de lo que está ocurriendo, conduciéndola, una vez más, a la ceguera.
A esto se debió que, cuando la oleada de asesinatos alcanzó Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, gran cantidad de personas en verdad percibieron los ataques terroristas como hechos insólitos, o como una variante del terrorismo que ha afligido Europa occidental en los últimos tiempos –algo comparable a los crímenes de eta, las Brigadas Rojas, el Baader-Meinhof Gang, o el eri. Quienes dan esta interpretación, altamente eurocéntrica, simplemente no pudieron reconocer que la matanza azarosa de unos cuantos miles de ciudadanos estadounidenses fue apenas un eslabón más en una cadena de masacres mucho más extensas en el mundo árabe y musulmán. El mismo patrón de reacciones ocurrió después de los bombazos en Madrid en 2004. En ambos casos, se describió a los terroristas como un puñado de forajidos que necesitaban una redada policíaca, y no como la vanguardia de un movimiento masivo. Esto se debe a que, en nuestra época, nos resulta tan difícil percibir la existencia de movimientos totalitarios masivos con intenciones genocidas, como lo fue para nuestros ancestros y predecesores en los días de Stalin, Hitler y Mao.
Cara siete: El antifascismo actual
Las guerras en Afganistán e Iraq tienen muchos aspectos, y uno de ellos ha sido, desde el principio, antitotalitario, o, más precisamente, antifascista. Esto es algo que también ha sido difícil de ver.
En parte se debe a que la administración de Bush ha ofrecido explicaciones incoherentes para las guerras, y en ocasiones ha mentido al público, y ha cometido crímenes; todo lo cual desvía la atención de los movimientos masivos locales que han traído consigo la mayor carga de sufrimiento al mundo árabe y musulmán. En Iraq, la ineptitud militar de las fuerzas de la coalición, que lideran los estadounidenses, ha dejado a la población civil a merced de los ataques y presiones de terroristas e insurgentes, y, de esta manera, ha llevado a varios sectores de la población iraquí a buscar la protección de las milicias sectarias –situación que resultará fatal para las esperanzas democráticas, si no se logra revertir a tiempo. Aun así, si miramos más allá de las intervenciones estadounidenses y de la coalición en Iraq y Afganistán, debemos ser capaces de detectar en ambos países ciertas señales de una nueva vida política que puede describirse como liberal.
En otoño de 2004, en Afganistán, millones de personas participaron en las elecciones más democráticas que jamás se hayan llevado a cabo en ese país, y eligieron un gobierno en el que algunas corrientes de auténtico liberalismo están inequívocamente presentes –incluso hoy, si bien es cierto que los liberales afganos han tenido que aliarse con algunos de los antiguos señores de la guerra y oscurantistas clericales. El gobierno afgano ha emprendido una guerra contra los remanentes de los talibanes y de Al Qaeda; contra los más fieros guerrilleros del islamismo radical. La diferencia entre los dos bandos debe quedar suficientemente clara. Es una guerra entre una coalición liderada por liberales y los paladines del totalitarismo islámico –un conflicto que, como en el caso de las mayores guerras antifascistas del pasado, tiene un claro componente internacional, en ambos bandos.
La guerra en Iraq tiene muchas idiosincrasias –aunque en algunos aspectos, no es del todo distinta. Las dos elecciones nacionales en Iraq en 2005 atrajeron a un sorprendente número de votantes, pese a las terribles amenazas en su contra. Los líderes de los partidos más exitosos en esas votaciones se declararon a favor de un Iraq democrático con respeto a los derechos humanos –si bien es cierto que algunas de esas declaraciones fueron algo turbias y ambiguas, y las milicias han prosperado a la sombra de esas declaraciones. De todos modos, los principales partidos sí hicieron declaraciones contundentes en favor de un Iraq liberal, y algunas de las figuras políticas más destacadas han sido consistentes en este tema.
Es imposible saber si estas elecciones y sus defensores y la gente con ideas liberales, tanto en Afganistán como en Iraq, tendrán éxito en el largo plazo. Un fracaso es muy fácil de imaginar en este momento –fracaso militar, en primer término. Le está yendo bien a Al Qaeda en ambos países. Y sin embargo, desde un punto de vista histórico de largo alcance, es posible, pese a todas las calamidades, detectar algunos indicadores de progreso –o, por lo menos, semillas de un progreso futuro. Si el 10 de septiembre de 2001 hubiéramos revisado la vasta región que se conoce como el Gran Oriente Medio, en busca de movimientos poderosos que lucharan contra los diversos totalitarismos del mundo musulmán, nos habríamos detenido en la Alianza del Norte en Afganistán, cuyas intenciones era imposible interpretar, y los pesh merga kurdos en el norte de Iraq, los designios de los cuales parecían meramente separatistas –y ninguna de estas dos fuerzas tenía posibilidades reales de lograr gran cosa. Hoy en día, las fuerzas en favor de un desenlace liberal indiscutiblemente forman parte del panorama. El 10 de septiembre de 2001, no había ninguna fuerza árabe poderosa que luchara de manera abierta y con una expectativa razonable de éxito por un futuro democrático liberal. Ahora, en cambio, un número bastante considerable de árabes está haciendo exactamente eso, en las filas del gobierno iraquí –incluso tomando en cuenta que muchísimos liberales iraquíes han sido asesinados por sus enemigos, y que la perspectiva para aquellos que continúan la lucha parece desalentadora últimamente.
El 10 de septiembre de 2001, prácticamente nadie en el mundo hablaba de una revolución democrática en el mundo árabe. Hoy, al menos la idea ha sido planteada, e incluso ha tenido algunos vacilantes éxitos –grandes pasos hacia adelante a principios de 2005, tanto en el Líbano como en Iraq –seguidos, es verdad, por algunos retrocesos descorazonadores. Lo peor que puede decirse, aun así, es que de momento la suerte de la región sigue en juego, lo cual significa que la gente en el resto del mundo tendría la posibilidad de influir en el resultado si tan sólo eligiera mostrar un poco de solidaridad. Y sin embargo –esto también es desalentador–, la solidaridad del resto del mundo no ha aumentado mucho en los últimos tiempos. De hecho, ha disminuido: una realidad que no resulta muy favorecedora para nuestros tiempos.
Cara ocho: un conflicto de ideas
Más allá de cómo terminen los enfrentamientos militares en uno u otro país, el conflicto entre el liberalismo y sus enemigos totalitarios siempre ha sido principalmente un conflicto de ideas: lo mismo que en las luchas antitotalitarias del pasado. Si multitudes de simpatizantes nazis en todos los países de Europa no hubieran sido convencidos de abandonar su mitología totalitaria y sus odios paranoicos en favor de ideas distintas y mejores, la victoria militar sobre el nazismo en 1945 nunca habría traído como resultado una nueva y exitosa sociedad liberal. Del mismo modo, el comunismo en Europa fue derrotado por un enfrentamiento de ideas, sin aspectos militares de ninguna clase.
En nuestros días, mucha gente con ideas liberales en los países occidentales no sabe cómo participar en una batalla de ideas en el Gran Oriente Medio. Parece que los sucesos toman lugar demasiado lejos. A veces, la gente de mentalidad liberal se dice que el totalitarismo árabe y musulmán no tiene nada que ver con las tradiciones intelectuales del mundo occidental, lo que no deja espacio para discutir. Pero nada de esto es cierto. Los baazistas e islamistas radicales pueden proclamarse productos puramente indígenas de una civilización completamente extraña a Occidente, pero resulta que los totalitaristas siempre han proclamado sus orígenes puros y exóticos. Los nazis decían ser antiguos teutones exploradores de los bosques. Los estalinistas clamaban ser maestros de una dialéctica mística, sólo comprensible para los geniales líderes del Partido Comunista. No había razón alguna para aceptar estas afirmaciones.
El Medio Oriente no es Europa, pero tampoco es Marte. En ciertos aspectos, el Medio Oriente puede ser, de algún modo, como Europa. Todo el mundo árabe ha sido aplastado bajo dictaduras de una especie u otra, blandas o totalitarias, y las condiciones para un debate abierto existen principalmente en la diáspora árabe en las grandes ciudades de Europa. El necesario debate debe tener lugar en los periódicos europeos editados en lenguas europeas y en árabe.
Es verdad que, para ponerse a discutir con las corrientes más radicales del panarabismo y el islamismo, la gente de ideas liberales debe proceder con delicadeza. Los liberales deben denunciar las corrientes totalitarias del islamismo radical, mas no las nobles tradiciones del antiguo islam. Los liberales deben manifestar una aprecio sensible de otras culturas –sin permitir que esa sensibilidad degenere en una aceptación de patologías políticas. Los liberales tienen que respetar las diferencias culturales, sin aceptar la noción de que la libertad es meramente una invención occidental, condenada a seguir siendo únicamente una herencia occidental. Los liberales deben simpatizar con quejas legítimas; por ejemplo, los reclamos legítimos del pueblo palestino, y también de otros pueblos. Pero no deben permitir que el darle reconocimiento a esos reclamos degenere en la aceptación de fantasías apocalípticas y el culto a la muerte. Y, finalmente, los liberales deben mantener una mirada alerta ante los odios y prejuicios antimusulmanes que florecieron en el pasado occidental: las muestras de intolerancia que pudieron observarse en Europa tan recientemente como en los años noventa, cuando Slobodan Milosevic dirigió su cruzada cristiana en los Balcanes.
La lucha contra el totalitarismo siempre ha requerido de este tipo de sutiles distinciones. Durante la lucha contra el comunismo, los liberales no tuvieron dificultades en apoyar los derechos de los trabajadores y condenar el régimen comunista al mismo tiempo –aunque los comunistas decían ser los líderes más auténticos de los trabajadores. Los liberales señalaron que, lejos de defender a la clase trabajadora, el comunismo representaba una nueva y terrible forma de explotación. De la misma manera, los liberales deberían apuntar hacia el hecho de que el baazismo, lejos de defender los derechos de los árabes, los sacrifica. Los islamistas radicales, en vez de defender el islam, lo corrompen y difaman.
¿Cómo se da actualmente este tipo de debate, el del liberalismo contra el totalitarismo? Podemos contestar recordando el periodismo intelectual de los años setenta y ochenta. En aquellos tiempos, las publicaciones intelectuales más prestigiosas en el mundo occidental cuidaban de apoyar a los disidentes liberales del bloque oriental –incluso si esas mismas publicaciones con frecuencia condenaban las acciones del gobierno estadounidense. En nuestros días, las principales publicaciones intelectuales de los países occidentales siguen condenando las acciones del gobierno de Estados Unidos, con mucha frecuencia de manera acertada. Pero la defensa de los disidentes contra el totalitarismo ya no está de moda, salvo en contados casos.
Este tipo de error, de parte de los intelectuales liberales de los países de Occidente, no es nada raro en la historia moderna. Sus resultados tampoco son difíciles de observar. Millones de personas con buena educación marcharon por las calles de Europa y Estados Unidos a principios del 2003 con la esperanza de impedir que el presidente Bush y sus aliados siguieran adelante en su propósito de derrocar a Saddam Hussein. Pero nunca se ha organizado una marcha masiva en ningún país occidental para denunciar los ataques terroristas contra los nuevos y tambaleantes gobiernos democráticos en Iraq y Afganistán. En los dos últimos años, hemos observado de lejos cómo un movimiento dirigido por Al Qaeda comete asesinatos masivos de chiitas, en ocasiones, mientras los chiitas oraban en mezquitas. Innumerables personas han muerto de este modo. Y no ha habido ni una marcha masiva en los países occidentales en protesta contra ésto.
La gente consciente se pregunta cuáles son los factores que ayudan a crear movimientos totalitarios. Uno de ellos es la traición de los intelectuales.
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Éstos son los ocho aspectos que propongo. Al revisarlos, un amigo se queja de que le he dado muy poco peso a las estupideces, los errores garrafales, las falsedades y, algunas veces, los crímenes de la política estadounidense. Esto es lo que le respondo:
“Tienes razón. Describí una realidad octagonal. Los pentágonos no saben muy bien qué hacer con los octágonos. Trabajemos para cambiar las cosas. Opongámonos a los diversos crímenes del gobierno estadounidense. Sobre todo, tratemos de compensar sus múltiples errores y deficiencias de la mejor manera que podamos. Sería maravilloso que Estados Unidos fuera guiado por mejores personas en este momento. Pero, dada la realidad existente, conduzcamos, dentro de los límites de nuestra capacidad, nuestras propias campañas antifascistas y antitotalitarias.” ~
Traducido por Una Pérez Ruiz