REGRESO A CIUDAD JUÁREZ
–Te puedo ofrecer mis guardias de seguridad para cruzar. Son de toda confianza.
Con toda normalidad, una desconocida me acaba de brindar parte de su vida. No sé cómo reaccionar: si agradecérselo para después declinar su invitación o tomar su gesto como un presagio de lo que será mi regreso a Ciudad Juárez.
–Es muy peligroso –razona–, y tú eres periodista, mujer, joven, extranjera. Hace poco mataron a un periodista. Matan a quince, veinte en un día.
Me encuentro en el aeropuerto de El Paso, Tejas, y pretendo cruzar uno de los puentes que unen y separan a las dos ciudades fronterizas, como lo hice, por primera vez, hace once años. Ese puente, el de Santa Fe –que une y separa todos los matices de la vida–, me fascina. Incluso me gusta ese cerro entre el desierto, pelado y pintado de blanco, que revela un mensaje: “Lee la Biblia. Es la verdad.”
Mi plan para cruzar ya está en marcha. Me llevarán dos guardaespaldas que regresarán con sus familias después de su jornada laboral. Son algunos de los que arriesgan la vida por Guadalupe de la Vega, esposa de uno de los empresarios más ricos de Juárez.
El instinto me dice que puedo confiar en esta señora de cabello rubio platino, con porte de actriz clásica al estilo de Ingrid Bergman o Lauren Bacall, que posee una hechizante elegancia que quizá se ha acentuado a sus setenta años confesados.
Guadalupe de la Vega me abre las puertas de su casa en El Paso, su refugio en Estados Unidos, antes de que yo parta rumbo al lado mexicano. Los chiles rellenos que me ofrece, la relación de complicidad con su cocinera y los guardaespaldas me hacen sentir, desde ya, cerca de Juárez.
–Un día nos amenazaron con cortar nuestras cabezas. Desde ese momento dormimos en El Paso. Mi esposo dice que vivimos exiliados al otro lado del puente.
Su hogar de toda una vida está en Ciudad Juárez, solitario y custodiado por guardias.
Como miles de juarenses que tienen posibilidades de hacerlo, los De la Vega se han comprado una casa en El Paso, la tercera ciudad más segura de Estados Unidos, y que no ha experimentado la recesión inmobiliaria gracias a la huida de sus vecinos. Otro mundo, a unos minutos de Juárez, la ciudad más violenta de México. Con estas personas, emigran los restaurantes que pueden permitírselo, ya que en México están desiertos, tanto de juarenses como de estadounidenses. Pocos se atreven a jugarse la vida por una carne asada.
Es la guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno del presidente Felipe Calderón y el Ejército, que ha azotado a todos los sectores de la sociedad juarense. Es la guerra entre dos cárteles por asumir el poder en la zona. Es la ausencia de autoridad en una ciudad militarizada donde la impunidad es el mejor caldo de cultivo para la delincuencia común. Tres ingredientes, un coctel explosivo. Y siguen las mujeres muertas y desaparecidas, como desde hace dieciséis años. Con chivos expiatorios incluidos.
Más de mil seiscientos muertos el pasado año y un 2009 que promete no defraudar a las funerarias. Este enero se registró más del triple de muertes que el año pasado, 153. En febrero la cifra se disparó a 240 muertos, y marzo finalizó con menos muertes, 73 (44 en la calle, veinte en un motín en la prisión y nueve en narcofosas), y con la esperanza incierta de la llegada de más de cinco mil militares (que se suman a los dos mil trescientos asignados desde el comienzo de la Operación Conjunto Chihuahua, en marzo del pasado año) y de dos mil trescientos agentes de la policía federal.
Cada mañana, Guadalupe de la Vega vuelve a la vida, a Ciudad Juárez, donde también le espera la muerte. Regresa al Hospital de la Familia que fundó. Sobrevive a la guerra con ingenio:
–En medio de una balacera, nos llegó un mensaje: si salvan a los heridos, los vamos a matar a ustedes y a ellos. Atendimos a los heridos y a la vez organizamos un concierto de flauta clásica. Cuando entraron, no supieron qué hacer.
Son las nueve de la noche y llego con dos guardaespaldas a Ciudad Juárez. Nada más cruzamos el puente fronterizo, estos avisan a sus compañeros que han llegado para que les entreguen sus armas, que no pueden entrar a Estados Unidos.
Las calles están vacías. Sólo pasean los camiones del Ejército. No encuentro a Ciudad Juárez, mi querida Juárez. Sólo quedan sus héroes cotidianos.
LOS PERIODISTAS
Manuel Gómez Martínez se siente cerca de Blanca Martínez de la Rocha, la esposa del último periodista asesinado en Ciudad Juárez, Armando Rodríguez. También de su propia esposa (la periodista Linda Bejarano), de su madre y de su mejor amigo, liquidados hace veinte años a la puerta de su hogar por miembros de la policía federal y debido a una “confusión”, según la versión oficial. Fueron 65 balas las que recibió el vehículo donde se encontraban ese 23 de julio de 1988. Como Blanca, Manuel quedó viudo, con dos niñas, de seis y cuatro años de edad:
–Dejé de trabajar durante cinco años para cuidar a mis hijas. Mi preocupación no eran mis muertos sino mis hijas.
Armando Rodríguez, de 39 años, murió también acribillado a tiros en la puerta de su casa el 13 de noviembre del año pasado. Acababa de despedirse de Blanca, su esposa, y de sus pequeños de seis y dos años, y subió a su coche, con su hija de ocho años, para llevarla a la escuela antes de dirigirse a la redacción de El Diario de Juárez, donde cubría temas policiacos desde hace una década. Fueron diez los impactos de bala que recibió sentado en el automóvil; alcanzó a cubrir con su cuerpo a la pequeña.
–Tengo miedo porque no sé a qué me enfrento –dice Blanca, también periodista, sin que se le quiebre la voz.
Por las ondas radiofónicas de Ciudad Juárez viajan los gritos de denuncia de Manuel Gómez. Como su esposa asesinada, es periodista, desde hace 39 años. Su programa, Enlace Total, es el líder de audiencia en la ciudad. Quizás es el único espacio libre de la autocensura periodística que se ha impuesto en Ciudad Juárez, ahora más que nunca, para sobrevivir.
–Cuando cometen una injusticia, yo les llamo asesinos.
Y nadie se atreve a decirme nada, porque todos lo saben. Yo no tengo miedo a que me hagan daño.
–¿Porque ya pagaste tu cuota de muertes?
–No, ellos nunca se cansan de cobrar.
En México han sido asesinados veinticinco periodistas desde 2000. En los últimos tres años han desaparecido siete, según el Comité de Protección de Periodistas, con sede en Nueva York.
En Ciudad Juárez el “chayote” es un instrumento cotidiano de control de la información. A cambio de una cantidad de dinero, tu silencio o disciplina. Es un secreto a voces, pero revelarlo te puede costar la muerte.
Es el dinero del narco, que controla todos los niveles del poder. Las órdenes se reciben incluso por medio de tus propios editores. Son, aparentemente, pequeñas advertencias: no cubrir un accidente, obviar un suceso. La ética periodística desaparece, y todo se convierte en una jungla de la sobrevivencia. Y más en esta guerra contra y entre narcos, donde el cártel visitante, el de Sinaloa, parece tener la lista de los periodistas que reciben dinero del cártel local. Ahora, tanto si sigues las directrices como si no, corres peligro de muerte. O por ser corrupto. O por ser un periodista íntegro. O porque trabajas en un medio manchado por el dinero del Cártel de Juárez.
Ciudad Juárez se desmorona. A sus 66 años, Manuel Gómez dice que este es el peor periodo de la historia de la ciudad:
–Yo creo que va a llegar el momento en que el gobierno federal va a tener que pactar con los cárteles de la droga. Pero aquí la pregunta es qué necesita Estados Unidos del gobierno mexicano. Porque esto se tiene que acabar.
Cuando enterraron a Armando Rodríguez, Manuel tuvo un recuerdo:
–El día del funeral de mi familia hubo diez mil personas en la catedral. Durante más de seis meses la gente se manifestó en las calles pidiendo justicia. Y si hace veinte años, cuando no había miedo, hubo tanto movimiento y no se hizo justicia, ¿qué pasará ahora?
A unos meses de su asesinato, el caso de Rodríguez sigue como el primer día. El subdelegado de la Procuraduría General de la República en el estado de Chihuahua Martín Huerta Yedra, que tenía a su cargo la investigación, fue asesinado, con su secretaria, tres semanas después del asesinato del periodista.
Mirando al horizonte, Blanca, la viuda de Armando Rodríguez, confiesa:
–Me quiero ir de Ciudad Juárez, pero no quiero irme. ¿Por qué me tengo que ir si es mi ciudad, donde conocí a mi esposo, donde construí una familia, donde he vivido feliz entre su gente? Pobre Juárez.
EL INVESTIGADOR
“Los cuerpos de las muertas aparecieron en un arroyo seco. En la superficie. Sin enterrar. El primer cuerpo podía llevar allí un poco más de 48 horas. Los otros dos cadáveres presentaban la piel acartonada: el cuerpo en Ciudad Juárez se deshidrata muy pronto.
”Hicimos un rastreo exhaustivo de la zona y encontramos, en otro canal, a unos doscientos metros del primero, otros cinco cuerpos, en hilera. Estaban enterrados. Si no hubiéramos encontrado los tres primeros un día antes, jamás hubiéramos dado con los otros. Ya eran esqueletos: el forense calculó que las víctimas tenían entre uno y doce meses.
”Entonces ocurrió una confusión. Un grupo de madres rastreó la zona y descubrió ropa y una credencial que no estaban cuando nosotros dimos con los cuerpos y tomamos las fotos. Dos días después de este hallazgo, la Procuraduría declaró quiénes eran las víctimas. En dos casos se acertó, en otros seis no.
”Aún no está totalmente claro quiénes son las víctimas. El 23 de septiembre de 2002, un año después del descubrimiento de los cuerpos, se localizó otro cuerpo en el Eje Vial Juan Gabriel, enfrente de la maquila RKA, que resultó ser el cadáver de Verónica Martínez, una de las jovencitas que se había anunciado como encontrada un año antes. Este hecho fue ocultado por la Procuraduría Estatal durante más de dos años para evitar que se conocieran las irregularidades en la integración del caso y se exonerara a los declarados culpables.
”Encontraron muy pronto a los ‘culpables’. En sólo dos días. Yo apenas estaba buscando material genético y ellos ya ‘sabían’ quiénes eran los culpables. Como era mucha la presión social, buscaron una solución política. Les quemaron los testículos, torturaron, a los culpados. Eligieron como chivos expiatorios a los choferes Víctor García Uribe, ‘El Cerillo’ [declarado inocente tras tres años y medio en prisión, debido a la gran presión internacional] y Gustavo González Meza, ‘La Foca’ [que murió al año de ser encarcelado tras una cirugía urgente, según la versión oficial, y pocos meses después de que su abogado fuera acribillado a tiros por policías judiciales].
”Si este caso del campo algodonero se hubiera investigado, sabríamos quién mata a las mujeres. Porque las siguen matando.
”Protegí el expediente. Yo estaba haciendo mi chamba, ni más ni menos. Mi responsabilidad era que no agregaran cosas, que no inventaran evidencias. Una vez, por ejemplo, llegó un agente del Ministerio Público con una bolsa de papel café. Quería que la integrara al expediente. ‘Pero ¿de dónde la sacó?’, le dije. ‘Son órdenes’, me dijo. ‘Pues bien, si las incluyo voy a aclarar que lo hice bajo presión’, contesté. Y se fue con su bolsa: era marihuana mezclada con restos de la alfombra del vehículo de uno de los inculpados. Querían relacionar el automóvil con la escena del crimen.
”Un día un funcionario de alto nivel de la Procuraduría, una persona a la que consideraba mi amiga, me dice: ‘Cuídate, van detrás de ti.’ Y a los dos días me llama uno de mis enemigos, y me dice lo mismo.
”¿Miedo? Estás tan indignado que el miedo pasa a segundo plano.
Y por eso renuncié a un trabajo que me gustaba mucho. Renuncié como protesta.
”Estamos en 2009 y el caso se está cayendo a pedazos, pero lo están arreglando con Kola Loka. Tienen dos nuevos chivos expiatorios, Édgar Álvarez Cruz y José Francisco Granados de la Paz.
”¿Por qué matan a las mujeres? Porque pueden. Por placer sádico. Si revisas casos de homicidas seriales, te das cuenta de que hay una fantasía recurrente en esta personalidad: encerrar y amarrar mujeres en una bodega y torturarlas. Si tienes estas fantasías y poder y dinero en Ciudad Juárez, ¿quién te impide llevarlas a cabo? Ni modo que la policía.
”Y siguen desapareciendo y esto no tiene por qué sorprendernos si nunca se quiso investigar. Obviamente estamos hablando de un grupo organizado. No estamos hablando de un individuo solitario y loco como en las películas. Un grupo que tiene recursos, una jerarquía. No son crímenes pasionales.
”Se manejaron otras teorías, como la de los videos snuff (donde se tortura, se viola y se mata de manera real), porque en esa época pegaron películas con esa temática, pero no. No dudo que las personas que cometen estos crímenes tengan videos para su consumo propio, pero no para comercializar. Tampoco es venta de órganos. Porque no existen las condiciones, los químicos, la gente especializada. Ni tampoco creo en la teoría de las sectas satánicas: no se ha encontrado parafernalia para confirmar eso.
”Tengo la esperanza de que algún día dejen de matar mujeres.”
Es la voz de Óscar Máynez, quien fuera jefe de periciales y medicina legal en Chihuahua por año y medio, hasta el 2 de enero de 2002. Tiene 43 años. Es nativo de Ciudad Juárez.
EL HISTORIADOR
Manejando por una de las calles de la ciudad, el historiador Pedro Siller detiene su coche para contarme con pelos y señales un asesinato que vio ahí, en el estacionamiento del concurrido centro comercial Río Grande:
–Cada vez que paso por aquí, busco a la mujer de negro que ese mediodía estaba arrodillada junto al hombre asesinado. Desde entonces, hace casi un año, las cosas han empeorado. Se ha acentuado la banalidad del mal, esa naturalidad con que vemos hoy la violencia cotidiana. Hay que pasar por los lugares y recordar. La desmemoria es nuestro peor enemigo.
Una carretera sin pavimentar (como el cincuenta por ciento de ellas en la ciudad), rodeada de casitas construidas con los desechos de las fábricas maquiladoras, nos lleva a uno de los lugares míticos de la Revolución mexicana. Aquí estuvo la Casa de Adobe, utilizada como comandancia general por el ejército libertador. Ahora sólo quedan ruinas, basura y un busto de Francisco I. Madero que se asoma entre las ramas caídas de un árbol.
Estamos en el triángulo de la franja fronteriza de Ciudad Juárez, donde colindan Chihuahua, Nuevo México y Tejas. El paisaje del desierto es ferozmente bello: sus montañas peladas acarician el azul intenso del cielo. A unos metros, el río Bravo –en México–, el río Grande –en Estados Unidos–, se encarga de establecer la división entre Chihuahua y Tejas.
Pedro Siller me cuenta la historia con tanta emoción que sospecho que de pronto aparecerá galopando Pancho Villa:
–Debemos recordar y celebrar que hubo personas que tuvieron la valentía de soñar y pelear para cambiar las cosas. Ojalá hoy tuviéramos esa valentía. La violencia es parte de la historia de Ciudad Juárez, pero nunca fue tan fuerte como ahora. A principios del siglo pasado, tan violenta era Ciudad Juárez como El Paso. En ambos lugares dominaba una especie de “ley del Oeste”, pero ahora la violencia sólo ocurre del lado mexicano.
Atardece en esta ciudad donde a la gente se le arrebata su dignidad bajo la excusa de la guerra contra el narcotráfico, se le secuestra o se le tirotea bajo el imperio de la impunidad, la indiferencia de las autoridades y la presencia omnipotente del Ejército. Los rojos dan paso a los ocres para convertirse en los naranjas que juegan con la noche. Es hora de rendirse ante un coctel margarita en el mítico bar Kentucky, en el centro de la ciudad.
Poco queda de aquella Juárez de la Segunda Guerra Mundial a la que estrellas como Frank Sinatra, Elizabeth Taylor, John Wayne o Richard Burton venían a divertirse o divorciarse. Donde reinaba un ambiente de fiesta, con música en vivo y casinos abiertos de día y de noche. En el Kentucky, testigo de todo aquello, no hay nadie en una tarde de sábado: ni mexicanos y menos gringos, a pesar de los atractivos precios.
Hago una última pregunta a Pedro Siller:
–¿Cómo vive un historiador como usted la realidad cotidiana de Ciudad Juárez?
–Sin duda, la ves con ojos distintos. Las calles, los edificios, la Casa de Adobe, el edificio de la ex Aduana, el destino trágico de la ciudad… Todo esto es un reto para el historiador, ya que no sólo debe saberlo sino comunicarlo, hacerse entender. Esto es muy difícil cuando todos los demás sólo intentan sobrevivir, un día más, y luego volver a intentarlo el día siguiente.
LOS ABOGADOS
El abogado Sergio Almaraz Ortiz, de treinta años, está sentado en la misma silla en que lo estaba su padre cuando lo entrevisté por última vez, antes de que lo mataran el 25 de enero de 2006. La primera ocasión en que llegué a este despacho fue tras el asesinato de su compañero de lucha, Mario Escobedo Anaya, con el que defendió a los dos chivos expiatorios acusados del asesinato de las ocho mujeres encontradas en el campo algodonero.
En aquella ocasión Sergio Dante Almaraz Mora, el padre, me comentó: “Cuando la policía mató a Mario, no salí de la casa en tres días. Me llamaron y me dijeron que el próximo era yo. Estoy consciente de que no puedo escaparme de ellos. No voy a llevar un arma y cuando quieran matarme, lo harán” (“Las muertas de la frontera”, El País, España, 13 julio de 2003).
Sergio Dante era el Quijote de Juárez. Lo suficientemente loco y soñador como para seguir defendiendo a su acusado, el conductor Víctor García Uribe, “El Cerillo”.
Además, gratis.
Quise regresar a este lugar.
–Se parece a su padre. Al verlo parece que lo estoy viendo a él, pero sin sus bigotes elegantes, discúlpeme.
–Yo quisiera parecerme no sólo en su físico sino en su sencillez, en su don de gente. La muerte de mi padre significa para mí muchas cosas: un acto de heroísmo, y mucha frustración también. Uno se pregunta “por qué mi papá no dejó de decir esto, de hacer aquello”, porque así estaría aquí conmigo.
Pero pedirle que hubiera dejado de hacer algo habría sido como pedirle que renunciara a su propia existencia, cuyas enseñanzas hoy me permiten ser el profesionista que soy. Ayudamos a nuestra comunidad, a gente necesitada. Somos gestores de mucha gente humilde, pero vivimos de esto también. Es nuestra profesión, las armas que él nos dejó para subsistir.
–Trabaja en su misma mesa, al lado del decálogo del abogado que tanto me repitió su padre cuando le pregunté si valía la pena arriesgar la vida por defender a alguien.
–Extrañé mucho este lugar en Estados Unidos. Este lugar es especial, siento la presencia de mi papá. Quince días después de que mataron a mi papá llegaron las amenazas de muerte, que dejáramos de investigar. Nos tuvimos que ir. Fue muy duro sentirse perseguido. Yo estoy orgulloso de ser mexicano. Mis dos hijas son mexicanas. Yo decidí, viviendo en la frontera, que ellas nacieran mexicanas.
–¿Qué hizo en Estados Unidos? ¿Cómo sobrevivían?
–Hicimos paletas y nieves. No me importaba trabajar en el más humilde de los trabajos, pero me sentía infeliz lejos de Ciudad Juárez. Siento un amor enfermizo por esta ciudad. A los seis meses regresamos. El asesinato de mi papá nos hizo redefinir nuestras estrategias. Adquirimos el compromiso de familia, porque somos una familia de abogados, de no atender casos criminales. Y eso se debe a que no tenemos en nuestro sistema municipal ni estatal ni federal la garantía de que se respetará el ejercicio de la profesión.
–Nunca se supo quién mató a su padre.
–Ni se sabrá. Le puedo decir que hoy los funcionarios asignados por la Procuraduría a la investigación del caso de mi papá están muertos, fueron blanco de ataques. Además, la procuradora nunca informó de los detalles de la investigación. El estado tiene la obligación de dar a los ciudadanos la certeza de que quien atente contra la vida tendrá que responder ante la justicia, pero en una ciudad donde hay decenas de muertos cada día… A pesar de la descomposición, de ese temor, nuestra vida tiene que seguir. Seguimos saliendo a llevar a nuestros hijos a la escuela, a trabajar, no a divertirnos. Nos divertimos en casa, no en restaurantes. El estado, por lo pronto, se limita a decir que los ciudadanos de bien no debemos preocuparnos, que la lucha es entre el crimen organizado.
El 6 de enero de este año la historia se repitió. Los abogados Mario Escobedo Salazar, de 59 años, y su hijo, Edgar Escobedo Anaya, de 33, fueron asesinados en su despacho. Su otro hijo, Mario Escobedo Anaya, socio de Sergio Dante Almaraz, ya había sido asesinado por agentes de la desaparecida Policía Judicial del Estado, finalmente exonerados. La familia Escobedo huyó a Estados Unidos. Quedan sólo dos hijos vivos, uno de ellos abogado.
Por otro lado, quien ahora representa a uno de los dos nuevos acusados por los crímenes del campo algodonero, el abogado Abraham Hinojos Rubio, de 35 años, aumentó su protección tras los nuevos asesinatos de sus ex compañeros de despacho y de caso. El licenciado representa a Édgar Álvarez Cruz, que a pesar de haber sido exonerado sigue en la cárcel.
Hinojos trabajó con los Escobedo durante tres años. Casi de inmediato se enfrentó al primer asesinato en el despacho, por el mismo caso que ahora representa, pero defendiendo a otro inocente al que buscan convertir en culpable. Esta vez encontraron al chivo expiatorio en Denver, Colorado; se trata de un inmigrante indocumentado en Estados Unidos. La detención de Álvarez Cruz fue calificada como “un importante avance en la investigación de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez” por el ex embajador de Estados Unidos en México, el tejano Tony Garza, que mantiene una excelente relación con la procuradora de Chihuahua.
–¿Qué ha aprendido en todo este proceso? –pregunto a Hinojos.
–Que el enemigo está en casa. Es el propio gobierno. Son personas que delinquen en corbata, que incluso se atreven a encarcelar los sueños de personas que están a miles de kilómetros, antes de hacer una investigación científica y profunda, siguiendo la ley.
EL ALCALDE
Recuerdo mi encuentro con el alcalde de Ciudad Juárez, José Reyes Ferriz (PRI), a finales de noviembre de 2008. Me recibió en su amplio despacho, con una única ventana que mira a El Paso, la ciudad donde vive con su familia, aunque tanto él como su jefe de prensa lo niegan rotundamente.
–Ciudad Juárez es una ciudad con muchos problemas. ¿Qué está haciendo usted para solucionarlos?
–Pues mucho… Nosotros hemos… Por un lado… hemos estado atendiendo algo que se descuidó por muchos años, el área social. Desarrollamos un programa de guarderías. Hemos abierto veinte guarderías, y el objetivo es abrir cien.
–Y en seguridad, ¿qué está haciendo?
–Identificamos el mayor problema de la policía de Ciudad Juárez: era muy pequeña, tenía mil seiscientos policías cuando debía de tener cuatro mil. Comenzamos un proceso de reclutamiento de militares para la policía. Hicimos un proceso de depuración porque había infiltración muy fuerte de la delincuencia organizada dentro de la policía municipal, que nos llevó a sacar a trescientos elementos y otros ciento cincuenta la dejaron cuando comenzamos a hacer los exámenes.
–¿La solución para Ciudad Juárez?
–Mucho trabajo [ríe]. Hay muchos problemas y hay que ir avanzando en los problemas, no se puede hacer en un día.
Ferriz apuesta a convertirse en el nuevo gobernador del estado de Chihuahua.
No siempre los planes para Ciudad Juárez, los buenos y los malos, se manejan desde la alcaldía.
El proyecto más ambicioso es el Plan Estratégico de Juárez, creado en 2004 por un grupo de ciudadanos, desde empresarios hasta organizaciones sociales. Está basado en el realizado en Bilbao, España, para recuperar una ciudad que había caído en su etapa más oscura. Las reuniones del grupo parecen las de un concejo dirigido por un alcalde. Traen a expertos de todo el mundo para discutir las mejores estrategias en todos los ámbitos que afectan a una ciudad que supera el millón y medio de habitantes.
–La inseguridad es consecuencia de lo que no hacemos –me dice Miguel A. Fernández, el empresario retirado que dirige el Plan Estratégico–. Los gobernantes sólo actúan por votos. Hay un alto grado de indiferencia. A mí me da coraje la injusticia, la pobreza, el cinismo de los políticos.
LA DRAMATURGA
Perla de la Rosa nació dos veces, siempre en Ciudad Juárez. La primera fue hace 45 años, en una ciudad alegre y tranquila, fronteriza con Estados Unidos. El aroma de las lilas se escapaba de los patios de las casas de adobe y los niños jugaban en las calles. Las tardes de su adolescencia eran de teatro y tertulias literarias. El teatro la llevó hasta la ciudad de México, donde trabajó como actriz durante diecisiete años.
La segunda vez fue en 2001. Estaba embarazada de su primer hijo y la muerte de su mamá la hizo regresar a Juárez. Se encontró una ciudad desbordada. Descubrió los feminicidios, la impunidad. De ahí surgió su primera obra como directora de teatro, Antígona, las voces que incendian el desierto, que recorrió Europa. La realidad la atrapó y nunca más quiso dejar su ciudad, menos su país, a pesar de tener la opción de hacerlo: es residente estadounidense.
–Es un amor con mucho dolor el que siento por Ciudad Juárez.
Cuando Perla volvió a su hogar y no lo encontró, creó, junto con otros artistas de la ciudad, el Movimiento Pacto por la Cultura. Después surgió la asociación civil Telón de Arena, que desde 2002 ofrece producciones teatrales para construir espacios imaginarios, no violentos, para todo tipo de público, incluso para los más marginados por la sociedad, a los que traen en autobuses para formar parte de este diálogo.
–Tenemos la responsabilidad de hablar del terror que padecemos, de cómo estamos perdiendo la ciudad; si no esto va a suceder en todo el país.
Si existieran dos palabras para definir a la Ciudad Juárez alejada del horror serían, tal vez, oasis cultural. El Paso, por ejemplo, no tiene ni los festivales ni los teatros ni los intelectuales ni la explosión de vida, con sus luces y sus sombras, de Ciudad Juárez. No puede competir con los cinco espacios teatrales (dos de ellos en el recién inaugurado Centro Cultural Paso del Norte), los tres museos y los cinco centros de formación artística que encienden a la ciudad mexicana. Hay que viajar hasta Tijuana para encontrarse con una ciudad fronteriza con actividad cultural tan vibrante.
–Estoy en una guerra y no deseo por nada del mundo hacer otra cosa ni estar en otro lugar –me dice Perla de la Rosa, con sus dos pequeños.
LA VOZ
Hay días en los que la quimio intenta apagar su voz. Se recuesta en la cama. Cuando piensa que su jornada termina, el teléfono suena:
–Esté tranquila, señora. Ahora voy.
El cáncer es una enfermedad cabrona. También lo es la realidad cotidiana en Ciudad Juárez: con sus muertos en nombre de la guerra contra el narco, sus viudos y sus niños, los retenes constantes, las desaparecidas.
–Estamos como hace dieciséis años. Peor.
Hay voces que anuncian el horror, y la esperanza. A la de Esther Chávez Cano se le intentó desprestigiar, en su propia tierra, con campañas mediáticas. Así actuó el ex gobernador Patricio Martínez para acallarla desde el mayor periódico del estado, El Diario de Juárez, del que Martínez es accionista principal. Pero no pudieron silenciarla. Tampoco detuvieron sus logros: en 1993 comenzó a elaborar una lista con los nombres de las muertas y desaparecidas de Juárez, que dio la vuelta al mundo. Después pasó a la acción: creó Casa Amiga, un centro no lucrativo que atiende integralmente, y gratis, a las víctimas de la violencia. Veinticuatro horas al día.
Esther, de 75 años, me dice:
–Vivimos cerca de Estados Unidos, que requiere del narco y nos controla. En Juárez los policías y las autoridades siempre han manejado la droga. Les dejaban la venta de la droga a unos o a otros, y así iban pasando los años, sin proyectos para detener la violencia hacia las mujeres, sin parar la venta de droga.
Nunca imaginó ver la ciudad militarizada:
–Yo tengo miedo, pero no por mí, yo ya soy vieja y voy de salida, sino por la juventud. Me pongo a pensar en cuántos niños han quedado sin padre. ¿Qué será de ellos si no se hace nada? Dentro de unos años serán los asesinos brutales que cortan cabezas o cuelgan cadáveres en las avenidas. ¿Quién se va a hacer cargo de ellos?
Hay voces que no se escuchan. Porque parece que lo conveniente es vivir dentro de un teatro del absurdo. Hasta que la realidad golpea. Con sus muertos. Y las noticias en la portada de los periódicos internacionales duelen más a las autoridades que los propios muertos.
–¿La solución? Que se vayan los militares, que asuma la autoridad civil su obligación o renuncie, porque fueron votados y muchos ciudadanos les entregaron no sólo su poder sino su confianza. Juárez es una ciudad fallida.
A Esther Chávez Cano, que recibió en diciembre del año pasado el Premio Nacional de Derechos Humanos de manos del presidente Calderón, no la calla ni el cáncer. Es dura de matar, lo dice mientras ríe. Hoy su voz es un susurro: le dieron la quimio. ~
Editor invitado de fotografía: Ulises Castellanos