Restauración de la memoria

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Para mis hijos León y Lorena, para mis amigos Basia y MarekPolonia no es una nación más en mi geografía personal: es el país de mis antepasados y los antepasados de mis antepasados. Mis bisabuelos, abuelos y padres, todos sin excepción, nacieron y vivieron allí. He rastreado la historia familiar hasta el siglo XVIII sin encontrar, por supuesto, personajes de alcurnia sino gente del común que sobrevive en algunos ínfimos y azarosos fragmentos:
el nombre apenas del tenedor de libros del Conde Branitski, dueño y señor de la ciudad de Bialystok, un certificado filantrópico firmado por un diseñador de estampados, el obituario en ruso de un periodista de misterioso origen sefardí, la historia novelada de un fabricante de pinturas y sus querellas familiares, la imagen ecuestre de un proveedor de carnes para el ejército, y los papeles diversos (cartas, postales, libros) de una rústica genealogía de sastres en Wyzkow, a setenta kilómetros de Varsovia. Esos vestigios, unas cuantas fotos y testimonios orales dispersos es lo que queda de esas remotas ramas, nada extraordinario, todo típico pero tan arraigado a su tronco centenario que su tejido continuó sutilmente en México por largos años hasta desvanecerse con la vida misma de los abuelos.
     Tenían un sentimiento ambiguo con respecto a Polonia, un dolor trabajado por la nostalgia y el resentimiento. Tarareaban las canciones sobre el pueblo del que no quedó nada, ni la casa, ni el árbol infantil, sólo las cenizas. Pero como en el cuadro de Chagall, vinieron a México en los años treinta con su aldea a cuestas y la trasplantaron primero en las calles de Soledad,  Jesús María, Brasil y más tarde en la Colonia Hipódromo. El interior de esos pequeños departamentos era un museo de la vida cotidiana en Polonia. Un mobiliario afrancesado, de maderas oscuras, profusión de miniaturas de cristal, tapetes y tapices, un conjunto de objetos simbólicos (los candelabros sabatinos, la mezuzah* resguardando el umbral, la menorah** visible en los estantes, la alcancía de color azul cielo con el mapa de Israel), una atmósfera libresca y grave, una pieza de Chopin al piano, y un olor penetrante a comida del Báltico: sopas de betabel, arenques, papas y coles, panes de trenza, festival de compotas y el postrero e inevitable vaso de té. El trasplante seguía más allá de la casa: estaba en las minúsculas sinagogas de la vecindad (con sus negros volúmenes de estudio y oración, y la dramática vehemencia de las plegarias), en los hacinados colegios religiosos, las modernas escuelas laicas donde se enseñaba tan profusamente la historia y la literatura yiddish como la cultura humanística europea y las organizaciones juveniles donde se predicaban las utopías sionista y socialista. Dentro de esos perímetros cerrados al espacio y el tiempo, México parecía una provincia de Polonia, una Polonia con palmeras.
     A menudo pienso en los bisabuelos sentados en las bancas arboriformes del Parque México. Eran sobrevivientes. Cada día que despuntaba era un milagro y cada noche un vago temor de no despertar. ¡Cómo les horrorizaba que los niños llevásemos la estrella de David en el uniforme escolar! Pero obstinada y orgullosamente seguían leyendo y hablando en yiddish y hasta ocultaban su elemental conocimiento del español que pronunciaban con vaivén melodioso y un pesado acento. En sus estructuras sintácticas y guiños dialectales se percibía fácilmente la raíz del yiddish. Un diptongo característico era el motivo de todas nuestras burlas: el uso del "oi" por el "ue", el "boino" en vez del "bueno", por ejemplo, al contestar el teléfono.
     Ni ellos ni sus hijos, y ni siquiera sus nietos —es decir nuestros padres—, nacidos todos en Polonia, hubieran vuelto. En el sueño y la vigilia regresaban una y otra vez, pero no querían mirar atrás. Y volver ¿para ver qué o a quién? Sólo ruinas y fantasmas. Polonia, el "paraíso nuestro", "viejo hogar" de los judíos, tan nacional y autónomo como lo había sido alguna vez la España musulmana o la de Alfonso el Sabio, no existía más para ellos: era una inmensa tumba colectiva. No podían reconciliarse con aquel pasado. Pero nosotros, los bisnietos, extraños criollos americanos de ese universo europeo oriental, sí podíamos intentar la reconstrucción de esa memoria. El proceso, en mi caso, se aceleró por un factor inesperado: la pasión democrática compartida con intelectuales polacos de mi propia generación que a lo largo de los años setenta y ochenta se empeñaron en una batalla similar a la que por esos años librábamos en la revista Vuelta.
      
     En el número 4, correspondiente a abril de 1977, apareció un texto titulado "La resistencia polaca". Lo firmaban Leszek Kolakowski (el célebre filósofo exilado en Oxford y colaborador frecuente de Plural) y un joven autor nacido en 1947 y desconocido en nuestra lengua: Adam Michnik. Su tema era la constitución de un Comité de Defensa de los Trabajadores reprimidos por el Estado policiaco tras las manifestaciones de protesta de 1976. El Comité tenía una peculiaridad notable: la convergencia, ideológicamente impensable, de obreros, estudiantes, intelectuales ex socialistas (muchos de ellos judíos), escritores y sacerdotes católicos, todos ocupados en el rescate de "una parte mínima" de las libertades que sus homólogos disfrutaban en Europa Occidental. Aquella publicación representaba el bautizo o, más bien, la confirmación de Vuelta en la lucha antitotalitaria, porque Paz y el grupo de escritores reunidos en torno suyo habíamos asumido desde hacía tiempo la responsabilidad de informar al lector de habla hispana sobre las incómodas realidades del universo comunista. No fue una misión heroica, pero sí ingrata: la cultura predominante en la academia, los círculos intelectuales y la prensa en Latinoamérica, y en particular en México, generó alrededor nuestro una atmósfera de reprobación y aislamiento.
     El bloqueo intelectual y moral del aparato cultural mexicano con respecto a los horrores del totalitarismo comunista es un tema inexplorado. Sobre la paradójica supervivencia del comunismo en Occidente al tiempo en que casi nadie tomaba en serio el marxismo en Polonia, Lech Walesa afirmaba: "es muy sencillo: no saben qué cosa es el comunismo. Nosotros sí sabemos". Tal vez no hay más conocimiento que el que proviene de la dura experiencia, pero para 1980 las evidencias del fracaso comunista y sus crímenes eran abrumadoras. Con el antecedente de la Primavera de Praga y tras la invasión a Afganistán en 1979, Europa comenzó a despertar, pero Latinoamérica se aferró aún más a la distorsión ideológica. El ascenso de Reagan y la brutalidad de los regímenes castrenses en el Cono Sur contribuyeron a la ceguera: fueron la contraparte del nuevo impulso revolu-cionario que cubrió la década siguiente en la zona andina y Centroamérica. Tras la guerra sucia de los setenta, México parecía inmune a ese destino pero las guerrillas se transfirieron a los ámbitos universitarios, donde Vuelta era una lectura a contracorriente.
     En ese contexto de febril polarización, no era sencillo defender los valores democráticos y liberales. Vuelta —esa es la verdad que descubrirá un futuro investigador literario— navegaba sola. De pronto, en 1980, una luz inesperada brilló en el horizonte. Venía de Polonia, nación desgarrada durante dos siglos por dos imperios: Rusia y Prusia. Esta vez la reivindicación iba más allá de las fronteras e implicaba una refutación definitiva de la ideología totalitaria: no en las ideas sino en la realidad, no en las aulas sino en los astilleros, no por parte de pensadores o intelectuales sino de obreros. El sujeto y objeto mismo de la teoría marxista desmentía sus mitos y profecías. El proletariado se levantaba contra el Estado que decía representarlo.
     Vuelta reconoció esa lucha como propia y la documentó paso a paso. Polonia, además, nos abría los ojos a México. En otra dimensión, también nosotros padecíamos un sistema autoritario, corrupto, ineficaz, mentiroso y anquilosado. Polonia demostraba que tenía sentido pensar en la democracia posible. Por un momento, creímos que la transformación polaca propiciaría un ambiente de crítica y tolerancia civilizada en el debate intelectual mexicano, pero no fue así. En los órganos influyentes de la izquierda, la huelga de Solidaridad era vista con reserva, desconfianza y hasta una abierta hostilidad: los obreros polacos se habían "equivocado", "aburguesado", los había "infiltrado el virus capitalista". Cuando el propio ejército polaco ahogó temporalmente el movimiento, apenas hubo protestas en la prensa. En Vuelta, en cambio, lamentamos los hechos. En esos días publiqué "Invierno polaco", un texto incidental en el que citaba aquel pasaje del libro del profeta Isaías —que le gustaba a Max Weber— sobre el centinela de tiempos bíblicos que inquiere repetidamente cuándo terminará la noche para obtener una y otra vez la misma respuesta: "no ha terminado aún. Si quieres saber, vuelve y pregunta".
     Dos años más tarde, en octubre de 1983, mientras escribía un ensayo sobre la necesidad de la democracia en México, entrevisté a Kolakowski en Oxford. Titulé la conversación "La noche del marxismo". Irónico y sabio, viejo prematuro, Kolakowski era el centinela del pasaje: había publicado sus tres volúmenes definitivos de historia del marxismo y sabía que la perpetuación del régimen soviético era insostenible, pero no se atrevía a profetizar cuándo sobrevendría el derrumbe. Su mente era optimista, su ánimo sombrío. En 1985 coincidí con él en un congreso sobre "Intelectuales" en Skidmore College. Con su navaja filosófica, refutó públicamente a algún profesor latinoamericano que proponía a Cuba como la verdadera democracia. Creo que por un momento vislumbró la condición del intelectual liberal en nuestro medio y me deslizó esta frase: "No permitan que a su país le ocurra lo que al nuestro". En abril de 1985, no era un consejo baladí.
     La noche comenzó a clarear en mayo de ese año. Las reformas de Gorbachov respondieron a una lógica interna, al agotamiento material del modelo soviético, pero la contribución polaca había sido decisiva en el plano simbólico y político. Arrojaba una nueva luz sobre la rebelión húngara del 56 o la Primavera checa del 68. Cuando el gobierno de Jaruzelski decidió finalmente negociar con Solidaridad y dar pie a un régimen de transición, la Europa secuestrada en su conjunto entrevió su inminente liberación.

Era hora de visitar, y en algún sentido de volver, a Polonia, a Varsovia. No hubiera podido escoger un momento mejor: noviembre de 1989. Acababa de derrumbarse el Muro de Berlín y en la vecina Checoslovaquia comenzaba el breve y sorprendente episodio de la Revolución de Terciopelo. No sin renuencia, me acompañaba mi padre, que hacía 59 años había dejado Polonia. El invierno era severísimo. A él lo empezó a envolver una atmósfera sombría, tan sombría como las avenidas apenas iluminadas de aquella triste capital que alguna vez —gracias al pincel de Cannaletto, a las maneras aristocráticas de sus hombres y mujeres, y a su corazón libertario— había sido conocida como la París del Este.

Necesitábamos una guía y gracias a Danuta Rizercz —traductora y amiga de México— la conseguimos. Trabajaba con ella: era diligente y bonita, y tenía un nombre absolutamente impronunciable: Agnieszka Joanna Yezierska. La llamamos Aga.
     Mi objetivo inmediato era presentarme en las oficinas de la Gazzetta Wyborza, el admirable periódico fundado y dirigido por Michnik, y llevarle los solidarios ejemplares de Vuelta. Pero antes necesitaba conseguir una prenda de sobrevivencia: un sombrero o al menos un gorro en cualquier variedad. Mientras mi padre consolaba su melancolía en la contemplación de las bellezas polacas, escuchando un trío de cuerdas y piano o consumiendo todas las variedades de pato que le recordaban la mesa de la abuela, tuve mi primer roce económico con el socialismo real: Aga y yo recorrimos la ciudad un día entero sin poder encontrar la ansiada prenda. No había productos en las fantasmales tiendas de Varsovia, había estantes vacíos. Pero, significativamente, había algo más, una ubicua señal de dignidad en la necesidad: anuncios de certámenes pianísticos. Chopin sin pan.
     En la pequeña casa que alojaba a la Gazzetta se respiraba aún una atmósfera de Zamisdat. El diario tiraba entonces 550 mil ejemplares y gozaba de un inmenso prestigio internacional gracias a la red de corresponsales e informantes —muchos de ellos clandestinos— que había establecido en Europa del Este y la URSS. En ausencia del director hablé con Kristof Slivinski, coeditor del diario (si los soviéticos no hubiesen expropiado la noble palabra "camarada" diría que me sentía en mi casa, con uno de ellos). En su detallada narración de la historia de Solidaridad había dos elementos que llamaron mi atención: la importancia del movimiento estudiantil y obrero del 68 —paralelo al de México— y la carga, dura pero a fin de cuentas contraproducente, del antisemitismo oficial sobre varios líderes intelectuales que descubrían, precisamente en ese momento, su soterrada identidad (muchos habían sobrevivido a la guerra escondidos por familias polacas). Me conmovió sobre todo la referencia de Slivinski a los resortes morales del movimiento: "recobramos la nobleza, el código de honor de nuestra tradición. Podíamos sentirnos orgullosos de ser polacos. Éramos actores de una fecha histórica, como el levan-tamiento del Ghetto de Varsovia en 1943. Y había madres que preferían a sus hijos presos pero no vencidos".
     Al paso de los días descubrí que Varsovia era un hervidero de ideas democráticas y liberales. Conversé con Czeslaw Bielecki, arquitecto, escritor y activista disidente que había pasado años incomunicado en la cárcel de Mokotow. Tenía un proyecto integral de reconstrucción económica y política para Polonia. Otra sorpresa fue Res pública, la revista de Martin Krull, que traducía a los autores liberales afines a Vuelta: Isaiah Berlin, Karl Popper. En el Parlamento, un caballeroso profesor de historia medieval francesa, emérito en la propia Francia —Bronislaw Geremek—, explicaba la antigüedad de la vida constitucional polaca, apenas recobrada tras casi dos siglos de intermitente obstrucción. Gracias a una indicación de Slivinski, acudí con Aga a una misa —si no recuerdo mal— en memoria de la esposa de Jacek Kuron y terminé la noche colándome al departamento del propio Kuron, con varios de sus amigos. Era la primera vez que entraba en un interior doméstico polaco. El golpe del pasado fue fulminante: el mobiliario era idéntico al departamento de la abuela en la Hipódromo. Sólo faltaba ella ofreciendo galletas y té.
     Pero el futuro, no el pasado, llamaba a la puerta. Era un momento de exaltación colectiva: todos hablaban de la inminente caída del régimen en Checoslovaquia. Había que subirse al tren de la historia y ser testigo de ese cambio. Contagiado de ese entusiasmo cívico, subí en el último vagón y viví aquellos diez días que cambiaron al mundo en Praga. Un año más tarde, invitamos a Michnik y a Geremek a México al "Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad". Con ellos vinieron Kolakowski y Milosz. El mensaje de todos debió ser aleccionador para la edificación de una izquierda democrática (de donde casi todos venían), pero hasta la fecha no sé si dejó alguna huella. Recuerdo su indignación cuando un sector de la prensa progresista los llamó "fascistas" (ellos, que habían pasado parte de su vida o perdido a sus padres en campos de concentración). El aguerrido Milosz redactó un documento de protesta que se publicó al día siguiente. En el fondo, supongo, la incomprensión no los sorprendía: sabían por experiencia que los prejuicios ideológicos suelen ser inmunes a la realidad.
     La solidaridad de la revista Vuelta con Solidaridad y la inspiración de aquel movimiento democrático me habían acercado a la patria de mis antepasados. Polonia había sido el patíbulo en que el totalitarismo nazi había exterminado a casi todos los seis millones de judíos, pero el sacrificio polaco en la guerra había sido inmenso (una sexta parte de su población, cerca de tres millones de personas) y ahora, al cabo de los años, ese mismo pueblo y su vanguardia del 68 habían catalizado la caída del otro totalitarismo. Me sentí unido a ellos en una mutua reivindicación.
      
     Pero faltaba otra, más profunda: ¿dónde buscar la memoria judía en Polonia? ¿Tenía sentido buscarla? ¿Cómo restaurarla? El Ghetto de Varsovia era un espacio vacío en cuyo extremo se levantaba un frío relieve alusivo. El viejo teatro judío exhibía la obra Der Dibbuk (El maleficio), pero sus actores no eran judíos ni sabían una palabra del idioma yiddish en el que mecánicamente la representaban. Esas visitas me producían un desasosiego peculiar: el riesgo de incurrir en un turismo histórico, mórbi-do y fácil. Un personaje extraordinario lo impidió. Antes del viaje había leído el libro de Hanna Krall Shielding the Flame, una conversación íntima con Marek Edelman, el último líder sobreviviente de la sublevación del Ghetto de Varsovia, en abril de 1943. Hombre reconocido en Polonia —sobre todo a raíz de su apasionado involucramiento con Solidaridad—, Edelman ejercía la cardiología en Lodz y casualmente estaba de visita en Varsovia. Aga se las ingenió, no se cómo, para concertarnos una entrevista. La plática fue breve, entrecortada, mitad en polaco que Aga traducía vertiginosamente y mitad en un yiddish de sonoridades lituanas. Mi padre y yo tratábamos a Edelman como un santo. Él nos miraba mirarlo así y rechazaba casi físicamente toda forma de piedad en el encuentro. Si yo buscaba el pasado vivo, me equivocaba: "Hitler no perdió —apuntó secamente—. Hitler ganó: aquellos doce años de hitlerismo destruyeron el humanismo europeo. El pasado que usted busca está muerto".
     El título del libro debió advertirme sobre su repudio al sentimentalismo histórico. Su papel había sido proteger la llama de la vida, no sólo de la maldad humana sino de Dios que —en palabras de Edelman— "apoyaba a los perseguidores": "Dios trata de apagar la vela y yo me apresuro a cubrirla, tomo ventaja de Su breve desatención. Debo hacer que la llama brille aunque sea por momentos, más de lo que Él hubiese querido". Edelman había visto pasar, literalmente, a cuatrocientas mil personas en marcha silenciosa, obediente, ordenada hacia los vagones de la muerte que se dirigían a Treblinka. Había atestiguado la violación de una joven por siete guardias ucranianos en un gimnasio escolar repleto de personas aterradas y pasivas. Había visto a una enfermera ahogar, en el instante mismo del parto, a un recién nacido bajo la mirada discreta y agradecida de la madre. Había sobrevivido el suicidio colectivo de sus camaradas en el bunker de la calle Mila 18. Su recuento era implacable, no omitía el incómodo dato sobre la existencia de prostitutas en el Ghetto, pero tampoco apagaba la flama: "Amar era la única manera de sobrevivir —dijo a Hanna Krall—. Las personas se acercaban unas a otras como nunca antes. Vi a un recién casado quitar el rifle que amenazaba al vientre de su mujer y cubrirlo con la mano. A ella la transportaron y él murió también, finalmente, en la sublevación general de 1944. Pero eso precisamente es lo que importaba: que alguien estuviese dispuesto a cubrirte el vientre si fuera necesario". Cubrir el vientre: Edelman lo seguía haciendo en su hospital en Lodz. Preservar la flama: su arresto domiciliario durante la huelga de Solidaridad lo convirtió en un héroe nacional. Era como volver a vivir la insurrección de 1943, y ganarla, por el honor polaco, por el honor judío. Uno solo.
     Y sin embargo, la flama se había extinguido para su pueblo. Edelman no creía que el Estado de Israel representase la solución para el ancestral problema judío. Tampoco los Estados Unidos, lastrados —según él— por su hedonismo trivial y su insufrible superficialidad. Aquella esencia estaba muerta. Sombrío, sobrehumano, sencillo, afilado, ferozmente honesto, Edelman se despidió de nosotros con una profecía: "El antisemitismo no necesita a los judíos para persistir. Nos sobrevivirá".
     Al día siguiente rentamos uno de esos autos soviéticos —especies de ruidosas teteras cúbicas— para viajar a Wyzkow. Mi padre, en silencio, se adentraba en un estoico sonambulismo. "No recuerdo nada, no reconozco nada, no queda nada. No debí haber regresado. Debí quedarme con el sueño de la infancia". Los nazis habían entrado a Wyzkow el 5 de septiembre de 1939 —cuatro días después de Varsovia— y la habían bombardeado de manera inmisericorde. A primera vista, Wyzkow parecía un inmenso edificio multifamiliar. Nada, ni el mercado, ni las casas, las sinagogas o el cementerio, ni el orgulloso puente de madera sobre el río Bug, que llevaba a la cabaña en el bosque de Skuszew, donde la familia pasaba los veranos. Aga preguntó al azar por el antiguo domicilio de mis abuelos: Rinek 15, murmuró mi padre. No pudimos localizarlo con exactitud, pero en una zona aledaña conversamos con un matrimonio de ancianos que nos narró escenas del primer día de la ocupación: el fusilamiento de unos judíos elegidos al azar, "todavía se advierten las balas en la pared", y la narración puntual de un doctor que suministró cianuro a sus hijos antes de morir con ellos.  
     No sé qué pasa por la mente de mi padre. Esa noche escribiría en un cuadernillo: "mi espíritu está con los antepasados, con los que no sobrevivieron. Qué pena, una pena muy grande". Lo veo recoger y guardar en el bolsillo una pequeña piedra. De pronto, en la salida del pueblo, comienza a cantar el himno de Polonia y a pronunciar palabras olvidadas en polaco que le llegan como en cascada. Le pide a Aga que nos tome una foto junto al río: "Al menos queda el Bug y los recuerdos". En el fondo del río, intactas, yacían cientos de lápidas arrojadas por los nazis. Algún día, milagrosamente, las recuperaríamos, pero la memoria de ese pasado esencial no estaba ya en un lugar físico de Polonia: brillaba como una flama eterna sólo en el acto mismo de buscarla. –

+ posts

Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: